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Educar para un consumo responsable: un desafío de todos
“La sociedad quiere que consumamos, no que seamos felices”
(Eduard Punset)
Partimos de un hecho contrastado: nuestra sociedad es una sociedad consumista. Consumimos sin cesar y muchas veces sin ningún tipo de control ni medida todo tipo de bienes y de objetos, a veces sin un sentido claro o una utilidad específica. Estamos inmersos en una cultura del consumo que nos empuja a adquirir productos y servicios de una manera continua, desordenada y, en algunos casos, hasta patológica.
El consumo se ha convertido en un valor fundamental en nuestra escala de valores, y lo adaptamos a nuestra vida principalmente en función de la intensidad de bienestar o de placer que nos produce comprar o conseguir tal o cual objeto. El consumo rige en buena medida nuestras decisiones y nuestros actos. El consumismo ha invadido de tal manera nuestras sociedades y nuestras vidas que nos parece imposible vivir sin comprar. Parece que nuestra psicología personal sólo gire en torno a la adquisición de bienes, pero esto no tiene por qué ser así.
El consumismo no debería determinar de esta manera tan significativa nuestra existencia, nuestro comportamiento, nuestra vida social. Y es que si somos seres consumistas, compradores compulsivos y derrochadores, ¿no es necesaria y apremiante una educación para el consumo responsable que nos incite a comprar únicamente lo que necesitamos para vivir y que nos aleje de manera definitiva de una concepción errónea del vivir para comprar?
No deberíamos invertir muchos de nuestros recursos, tiempo y energías en pensar qué, cómo, dónde o cuándo comprar. Y este ideal, esta manera de entender y de ver las cosas, de una vida no dominada por el consumo sino por otros ideales menos materiales, es el que los educadores deben transmitir con determinación y conveniencia en todas las etapas de la vida, empezando por las más tempranas. Hay que indicarles a todos que quizá no haya mayor felicidad en comprar o en tener más, que no van a experimentar una sensación especial cada vez que compren algo nuevo, sino que la auténtica felicidad está también en otras acciones, en otros gestos, en otras actitudes tales como la familia, los amigos o la dedicación a causas solidarias.
Educar en un consumo responsable es educar en el compartir, en el ceder a otros parte de tus bienes, tanto físicos como espirituales; es donar tiempo, energías, comprensión, amistad, cercanía o respeto hacia otras personas, que probablemente quedarán encantadas y satisfechas por recibir todo aquello que cada uno quiera, pueda o desee compartir, por poco, simple o pequeño que parezca.
Educar en el consumo responsable es educar también para la solidaridad. Y la solidaridad sigue siendo hoy uno de los grandes desafíos al que todos siempre podemos aportar nuestro grano de arena si tan sólo prestásemos un poquito de atención e interés no ya hacia nosotros mismos en ese afán individualista que tantas veces nos atrapa sino también hacia quienes tenemos a nuestro alrededor, tanto a los que están más cerca como a los que están más lejos: nuestros vecinos, nuestros paisanos, nuestros compatriotas, nuestros hermanos del mundo.
Solidaridad es la antítesis más visible del consumismo. Compartir es lo contrario de consumir. Cada uno de nosotros debe elegir si consume o comparte o puede también buscar el equilibrio perfecto entre ellas. Quizá en el hecho de compartir más y mejor encontraremos beneficios inesperados para este mundo tan necesitado de una robusta red mundial de solidaridad que sea capaz de compartir lo que tiene con el objeto de dignificar y procurar algo más de felicidad a las vidas de millones de personas que con poco que tuvieran podrían transformar sus vidas de una mera radical, disfrutando de sus vidas con algo más de justicia y de dignidad.
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