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La masificación del conjunto palaciego de Versalles
Dudaba de si mi alergia primaveral podría al final permitirme visitar los jardines del palacio de Versalles y, ¡oh, milagro!, una oportuna fina lluvia se llevó el día anterior cualquier rastro de polen existente en el aire. Después de tomar el metro, hacer transbordo para encadenar con el tren de cercanías y una hora de viaje, por fin la manada de turistas desembocó en la pequeña estación de ferrocarril de Versalles. Una exclamación ahogada de la gente que marchaba caóticamente por delante de nosotros (entre ellos una excursión completa de chavales de un instituto, dos decenas de japoneses y alemanes, indios, rusos, chinos, ingleses y españoles sueltos, sin contar estadounidenses y argentinos, que de todo había en aquella amalgama desenfrenada que salía sin control del atiborrado tren) nos hizo recordar que el palacio no se encontraba justo frente a la estación (no iba a ser tan fácil después de todo), sino que había que trabajar el sentido de la orientación y caminar un rato. La verdad es que íbamos pertrechados con unas cómodas zapatillas, un oportuno paraguas y unos suculentos bocadillos habida cuenta de que la excursión se alargaría durante la jornada completa. No pude por menos que pasmarme ante a un grupo de chicas encaramadas a unos zapatos de tacón de menos de diez centímetros. Bueno, no sabría admitir si las admiré en ese momento o reí malignamente para mis adentros pensando en lo poco que durarían sus pies inmaculados sin que brotasen rozaduras y ampollas.
[]El palacio se encontraba en una avenida lateral, imponente, sobre una colina. A medida que me iba acercando su majestuosidad iba en aumento y no pude por menos de recordar a las turbas revolucionarias corriendo en masa (al fin y al cabo como nosotros, hordas exaltadas de invasores del siglo XXI, ¿no son los turistas una plaga a erradicar en algunas ciudades, véase Barcelona o Venecia?) a apostarse junto a las verjas de palacio pidiendo pan para sus hijos y las libertades que durante siglos se les denegaban. El lujo desplegado sólo en la fachada daba la razón a las élites revolucionarias y significaba un imán para los buscadores de monumentos.
Tras dejar a un lado la estatua ecuestre de Luis XIV, nos encaminamos hacia la fachada principal y a sus largas colas que pudimos evitar gracias a nuestro pase Museum Paris Pass (te abre las puertas de museos y monumentos de París por 2, 4 o 6 días). Una vez flanqueada la entrada al palacio es preciso organizarse y a poder ser hacerse con un plano pues, además de tres palacios (el principal, el Gran Trianón y el Pequeño Trianón) merecen un paseo los jardines desplegados en unas 800 hectáreas. Sin duda un recuerdo imborrable para el turista de sus caminatas a lo largo y ancho de las arboledas y parterres lo constituyen los carritos de golf puestos a disposición del público mediante alquiler para recorrer tan vastas distancias.
La verdad es que no disfruté mucho del palacio mandado construir por Luis XIV, el Rey Sol, lo reconozco. La masiva afluencia de turistas que inundaba salones enteros, que empujaba desde atrás y que colapsaba pasillos no permitían disfrutar de los detalles del conjunto. Y eso teniendo en cuenta que nos encontrábamos en el mes de mayo, qué no sería en el estío… Me pregunto si no podrían limitar la entrada en pro de un mejor y más tranquilo recorrido. Solo pude vislumbrar la cama de gruesos cortinajes de terciopelo con dosel del rey poniéndome de puntillas entre un mar de cabezas y las habitaciones de las tres hijas solteras de Luis XV, al margen del gran Salón de los Espejos, donde tuve la oportunidad de permanecer bastante tiempo tomando fotografías y admirándome de la riqueza de su ornamentación (sin dejar de pensar en los pobres campesinos que morían de hambre mientras los cortesanos vivían entre intrigas, chismes y cotilleos).
Una vez concluida la tortura de la marea humana impaciente disfruté mucho más paseando por los jardines, sobre todo con los del Petit Trianon, el palacete mandado construir por la reina Mª Antonieta para refugiarse de la corte del colindante gran palacio. La idea de organizar el espacio mediante dos jardines de estilos diferenciados (uno inglés y otro francés) con templetes para música y pequeños pabellones fue, sin duda, brillante. El interior del mismo es de proporciones más bien modestas (como un chalet actual), pero ricamente decorado. El culmen de la visita es acercarse a la granja que mandó construir la reina, un mundo de fantasía en el que las casitas de los campesinos más parecen hechas de cartón piedra que de ladrillos. Allí Mª Antonieta y sus amigas aristócratas recogían huevos entre gallinas con lacitos y corderitos pulcramente inmaculados para dar sensación de proximidad con el pueblo. Hoy día los más pequeños pueden disfrutar de los animales (gallinas, ovejas, burros, conejos, cabras, vacas, pavos, cerdos) que moran dentro de los cercados.
Y, por último, el Gran Trianon, otro palacio de una sola planta que le servía a Luis XIV para huir de la corte del gran palacio (¡otra vez!) junto con su amante madame de Montespan. Tres palacios en uno, dos para huir del principal, y todos unidos por jardines, fuentes, laberintos de parterres, estanques de varios kilómetros donde se celebraban naumaquias y banquetes de la mano de Vatel, pabellones de música y un teatro (éste a las afueras del conjunto principal). Alabo a los arquitectos que fueron capaces de organizar tan gran espacio con gusto e inventiva (Luis Le Vau y André Le Notre), concitando bajo su égida a los más insignes escultores, fontaneros, jardineros, pintores, decoradores y peones. A ellos debemos tan espectacular conjunto, a ellos y al dinero procedente de América. Los reyes sólo tuvieron el capricho de mandar construirlo. ¿Se imaginarían entonces que hordas de invasores hoyarían con sus pies plebeyos los salones reservados sólo al rey Sol y a su corte de aristócratas?
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