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Estampas japonesas 6: Nikko o el esplendor
Desde los frontones del establo sagrado los tres monos de la sabiduría asisten impasibles al paso de los días. Si bien la interpretación más canónica de este relieve sugiere un cierto código de conducta: "no oír lo que no debe ser oído", "no decir lo que no debe ser dicho", "no ver lo que no debe ser visto", a mí, la serie completa me parece una cabal pantomima del paso de los hombres sobre la tierra. Pasad pero estáis condenados, todo es fútil, nos dicen los monos con sorna. Disfrutad, mientras tanto, de la inconmensurable belleza de este lugar. Un monumento imponente, primoroso, para acoger a la muerte. La vanidad trabajando a destajo para legar a la posteridad un mausoleo majestuoso para Tokugawa Ieyasu (1543-1616), fundador de la dinastía que gobernó Japón durante más de 250 años, bajo la que emergería la cultura Edo.
El santuario Tosho-gu fue levantado por su nieto Iemitsu en sólo dos años, lo que parece increíble, por más que dispusiera, según cuentan, de quince mil artesanos para no dejar superficie, elemento o resquicio alguno sin adornar de la forma más sublime.
Antes, para llegar allí, habríamos de cruzar el río Daiya sobre el puente Shinkyo, un grácil trazo rojo en el aire, siguiendo las huellas de Shodo Shonin, el arcano sacerdote budista, que lo había cruzado hace 1.200 años sobre dos serpientes gigantes. Me encantan esas leyendas.
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