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Nemesio Sánchez: un médico francés en Béjar
Noveno capítulo de las memorias de D. Nemesio Sánchez García, nacido antes del amanecer del 20 de diciembre de 1889 en El Cerro. Emigrante. Nunca regresó.
Esta es otra historia. Un día, en verano, llegó al pueblo un hombre negro, tan negro como las plumas del águila. La gente en el pueblo estaba agitada, parecía una revolución. Conversaban en grupos, extrañados, nunca habían visto una persona de ese color. El hombre iba muy bien vestido, cuello duro y corbata, los dientes blanquísimos como el marfil, de sombrero y perfumado. Hablaba perfectamente el castellano, esto nos extrañaba aún más, parecía bajado del cielo. Se hospedó en una posada, una casa de familia que albergaba a los forasteros, allí no había hoteles.
Estuvo allí unos cuantos días haciendo propaganda para un médico francés que estaba en Béjar, alojado en un hotel frente a una gran plaza que se llama Alameda. El negro decía que tenía un aparato para curar. Yo fui allá para consultarlo por lo de mi pierna. Me atendió un ordenanza del hotel y me introdujo al consultorio. Me preguntó qué me pasaba, claro, aparentemente yo lucía muy bien, salvo mi pierna. Me recetó algo que yo no compré. Yo me hice la siguiente pregunta, ¿no me revisó, ni he visto el aparato para curar y me manda a comprar un medicamento?...
A los dos días de haber llegado el negro, se corrió la voz de que estaba cortejando a una moza. Esta muchacha, muy joven, no tenía padre por haber fallecido, vivía con su madre y un hermano menor que ella. Es costumbre en estos pueblos, cuando un forastero busca novia, que se reúnan varios jóvenes, por lo general entre los veinticinco, más o menos, a tratar el asunto en ausencia del padre. Cuatro mozos se reunieron y se llegaron hasta la casa donde estaba el negro, para pedirle, como era costumbre, una suma de dinero para relacionarse con la chica.
Esa suma es convencional y, como ya he dicho, es costumbre. Entre los mozos estaba mi tío Nicolás. El negro no quería saber nada de pagar, pero los mozos le dijeron que si no pagaba debía irse inmediatamente del pueblo. Por fin lo convencieron y pagó veinte pesetas. Con ese dinero, en aquél entonces, se podían comprar cuatro chivos y darse el gran banquete.
La madre de la muchacha y el hermano, no querían que se casara con ese joven negro, y si lo hubieran consultado al pueblo seguramente también se hubiera opuesto. Pero la muchacha, ¿lo quería…? Corrió el rumor, según la madre, de que el negro le habría puesto “unos polvos” en un vaso de agua y que eso la había trastornado.
A los dos días de haber pagado dicha suma, el negro se fue del pueblo llevándose a la muchacha. El hermano le avisó al resto y cada uno en su mulo, salió velozmente a buscarlos. Los alcanzaron a doscientos metros de Béjar, habían entrado en una fonda junto a la carretera que va de norte a sur. Una vez que los cuatro mozos, dieron con ellos, entraron en la fonda y sin más trámites, agarraron a la muchacha y la pusieron sobre el mulo que montaba el hermano. El negro protestaba pero fue inútil. La muchacha estaba de regreso en el hogar.
Al día siguiente, se presentó la Guardia Civil y le exigió a los cuatro que habían recibido las veinte pesetas, que éstas fueran devueltas a su dueño. Así lo hicieron. Las autoridades del pueblo denunciaron a la Guardia Civil que el negro había violado el domicilio llevándose a la moza medio trastornada debido a unos polvos que él pusiera en un vaso de agua que le diera a beber, por cuya causa solicitaban una investigación.
La denuncia había sido hecha por el juez del pueblo de Béjar, quién inmediatamente ordenó la detención del negro. Se hizo la investigación y se pudo comprobar que, tanto el negro como el doctor, tenían en su poder, polvo de cocaína. Resultó ser que ambos se dedicaban a la trata de blancas, las engañaban con patrañas y las llevaban a Francia y a las francesas las traían a España.
Yo me pregunto, ¿Quiénes son estas personas que se dedican a corromper a las mujeres? Yo creo que han de ser los ricos, porque los pobres no tienen ni para comer.
Pero volvamos a otro asunto. Allá por el año 1910 se vino a Argentina un amigo mío del pueblo, se llamaba Jacinto. Por tal motivo, le habíamos hecho una comida para despedirlo. El día que se marchaba, caí enfermo con mucha fiebre. El doctor diagnosticó gripe y me recetó unos sellos de los que debía tomar uno por día.
Mi madre, como siempre obediente a las órdenes del doctor, me daba uno todos los días, pero la fiebre no cedía y yo estaba cansado de que se me pegaran en la lengua dejándome un sabor por demás amargo. Setenta y dos días de sellos y no quise más. Le dije a mi madre que no quería vivir más, a pesar de mis escasos veinte años.
La fiebre me subía por las tardes haciendo rechinar mis dientes, para luego transpirar muchísimo. A veces, escupía sangre. Un día, al insistir mi madre que siguiera con los sellos, tomé mi garganta con fuerza intentando ahogarme, pero no tenía la fuerza necesaria. Setenta y dos días en los que sólo bebía un poco de leche o caldo de gallina. Me sentía muy débil, mi madre lloraba, no sabía qué hacer.
Vino el médico y él también trató de convencerme de seguir con los sellos. No lo consiguió. Al día siguiente vino con un líquido que me obligó a tomar; una cucharada por día. Yo opuse resistencia, pero al ver llorar a mi querida madre, acepté. Y al tercer día de beber el remedio, empecé a ir de vientre y la fiebre desapareció. A los veinte días me dieron el alta y me puse en pie.
Recuerdo que me tambaleaba, había estado más de tres meses en la cama. Me había crecido mucho la barba, espesa, rubia y rizada. Sólo la peinaba para ordenarla un poco. A los dos días de haberme levantado, vino el médico, me tomó del brazo y me llevó a casa de la maestra, era mi clienta y siempre que lo veía le preguntaba por mi salud. “Aquí se lo traigo”, le dijo el médico. Con ella estaban su madre y una hija, todas me felicitaron y me dijeron que no me sacara la barba, que me quedaba muy bien y así lo hice…
Texto transcrito del original por Doña Inés Ruiz Quiroga.
Continuará….
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