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Nemesio Sánchez: adiós mi España querida
Décimo capítulo de las memorias de D. Nemesio Sánchez García, nacido antes del amanecer del 20 de diciembre de 1889 en El Cerro. Emigrante. Nunca regresó.
En el año 1911 concebí la idea de irme a Argentina. Me costaba mucho separarme de la familia, pero la ambición pudo más que esos sentimientos. Conocía a varios que ya estaban en Buenos Aires, todos mandaban dinero a su familia en España, por eso me surgió lo que yo llamo ambición.
Fui a casa del secretario de una empresa naviera de Santander y le pregunté si sabía el precio del pasaje a Buenos Aires. Me dijo que le daban comisión por cada pasajero que les enviara, unas 25 pesetas, y que el pasaje costaba 125 pesetas. De inmediato le pedí que me preparara la documentación. A la semana siguiente ya estaba en mis manos la documentación requerida.
Me dijo que tenía cuatro días para tomar el barco, ya que saldría del puerto el próximo martes. Le dije que me iría antes del pueblo porque quería bajar del tren en Salamanca, para saludar a un amigo comerciante que solía venir al pueblo todos los años a la feria y pasaba por casa a saludar. Entonces, este señor me invitó a su casa para el día siguiente, que haría un cabrito para despedirme. Fui a comer y cuando salía me dijo “yo te debo 25 pesetas”.
Era cierto, se las había prestado hacía unos veinte días, en Salamanca. Había venido al Cerro por cuestiones de gobierno, le gustaba jugar a la ruleta y se había quedado sin dinero, sólo tenía el pasaje de regreso. Me entregó los documentos y una carta para la empresa naviera, en la que pedía se me descontaran las veinticinco pesetas que le correspondían de comisión. Luego de esto me despedí de él y su señora.
No tenía ninguna dirección de los paisanos que ya residían en Buenos Aires, entre los que estaban mi primo Eugenio, ése que murió por darle sangre a otro, y su padre, mi tío. A mí me parecía que venir a Argentina era como llegar al pueblo, donde todos nos conocemos.
A la mañana siguiente, bien temprano, tomé el tren y, como ya os he dicho, bajé en Salamanca. Caminé unas pocas cuadras hasta la plaza principal y me encontré con el médico del pueblo de La Calzada. Una vez que nos saludamos, lo convidé al café “Castilla” a beber lo que apeteciera. Nos ubicamos en un reservado. El sitio estaba casi vacío por la hora, supongo. Al rato llegó un militar, al vernos se nos acercó, era un amigo del médico quien hizo las presentaciones del caso. Conversamos un buen rato y el médico le informó sobre mi viaje. De inmediato llamó al mozo, le pidió papel y sobre y allí mismo escribió una carta entregándomela.
El sobre iba dirigido a Don Ángel Laguarda, Jefe de Policía de Buenos Aires. La guardé sin leerla y le agradecí. Llamé al mozo y le pedí tres cigarros de hoja, que entonces costaban una peseta cada uno, eran los más caros del momento. Este señor era capitán de infantería, pariente del jefe de policía de Buenos Aires. Nos despedimos y fui a ver a mi amigo.
Al día siguiente, estaba esperando la llegada del tren, cuando veo en uno de los vagones a un conocido del pueblo de La Calzada y a la vez, amigo del médico, quien no sabía que este muchacho se marchaba a Buenos Aires. Me sorprendió ver a un vecino que iba con el mismo destino: Santander, y de allí, los tres a Argentina. Mi amigo se llamaba Raimundo y el vecino, Pío.
Pasamos por Valladolid, por Palencia, otras ciudades hasta llegar a Santander. Nos alojamos en el hotel, del que yo llevaba la dirección, en la calle Cuesta de Sibaja N° 6, que me había facilitado el médico ya citado. Recuerdo que, al bajar del tren, había un grupo de “buscavidas” ofreciendo hoteles, pidiendo llevar las valijas. Yo dije el nombre y dirección del hotel e instantáneamente alguien dijo “vengan conmigo, yo los llevo”. A poco andar estábamos en el hotel.
Preguntamos el precio de la habitación y aceptamos, al subir al segundo piso nos sale al paso un hombre con una valija vendiendo relojes, que nadie compró. Cenamos en el hotel y nos quedamos un buen rato conversando. Se acercó una señora, la dueña del hotel, y me preguntó de donde era. Le respondí que éramos todos de Salamanca, que yo tenía un tío, Manuel Sánchez, que tiene el hotel Universal en la calle Murnais N° 1, en Pontevedra, a una cuadra de la estación ferroviaria. “Yo lo conozco, está casado con una amiga mía”, me dijo.
Nos quedamos charlando y luego la señora se retiró y nos fuimos a dormir. Al día siguiente nos levantamos temprano y desayunamos. Yo noté que la señora se interesaba en atendernos muy bien. Salimos y fuimos a sacar el pasaje, efectivamente me descontaron las 25 pesetas. Con el pasaje en la mano fuimos a Emigración. Presentamos los documentos y a mí me dice; "¿cómo es usted reservista estando inútil?” Yo no supe qué decir, pero él siguió diciendo, “ya vamos a arreglar con las autoridades de su pueblo, ¡que yo no los vea por el muelle!”.
Regresamos al hotel y le contamos a la dueña, pero antes fuimos a devolver los pasajes. Felizmente no nos descontaron nada. Conversando con el yerno de la dueña, nos explicó que, siendo reservistas, estábamos sujetos por cuatro años a la ley militar. La culpa fue de las autoridades del pueblo que no nos avisaron nada. Nos costaba creer que ellos no supieran de esto. Yo tenía el expediente que hicieron cuando fuimos a revisión médica militar donde decía “inútil temporalmente”, pero yo llevaba ya diez años inútil. Esto me hizo pensar que tal vez el médico militar buscaba coima.
Vino la dueña del hotel y me dijo conocer a alguien que hacía documentos. Teníamos temor de que nos estafaran, pero la señora nos dio confianza y allá fuimos. Llegamos a una plaza, frente al puerto. Allí entramos a un hotel, a un patio grande, con piso de piedras cuadradas y labradas, parecidas a las de la iglesia de mi pueblo.
La señora llamó al ordenanza y le dijo que íbamos a ver al señor Víctor Lanza. A los pocos minutos llegó este señor, saludó a la señora, luego a nosotros y ella le dijo que queríamos hablar con él. Ella se retiró y nos sentamos en una mesa, le dije lo que ocurría y nos dijo que él nos haría los documentos que hacían falta. Les preguntamos cuánto nos saldría a cada uno y contestó, “125 pesetas”. Quedamos de acuerdo. ¿Nos embarca usted?, pregunté yo. “Si yo los embarco es porque el naviero consiente trampas, si no, ni yo ni nadie podría embarcarlos”.
Comprendí su respuesta, pero me pregunté, ¿cómo me lo confesó a mí? Sería porque iba muy bien vestido y bien calzado, a lo moderno y con mi barba, habrá pensado que era un profesional, en cambio, yo era y lo sigo siendo, un grandísimo ignorante. Aquí cabe aquello de, las apariencias engañan. Le pregunté en cuántos días estaría todo listo y me contestó, “en cuatro, yo les avisaré por medio de la dueña del hotel donde os alojáis”.
En cuanto llegamos al hotel, la señora nos preguntó cómo nos había ido y que para cuándo estarían los documentos, le contamos todo y que ella sabría antes que nosotros puesto que le avisarían a ella para que nos lo comunique.
A los cuatro días justos nos llamó la dueña y nos dijo que nos preparásemos, que todo estaba listo para embarcarnos en dos días y que debíamos salir esta misma tarde para Bilbao. Nos preparamos, comimos y fuimos a buscar los documentos. Con los documentos, el agente nos dio una carta y un paquete que debíamos entregar al jefe de emigración de Bilbao antes de entregarle los documentos. Nos dio la dirección del hotel que debíamos ir, luego nos acompañó hasta el tranvía y nos despedimos.
Esa misma tarde llegamos a Bilbao, a la mañana siguiente fuimos a sacar los pasajes y luego a la oficina de emigración. Entregué al jefe la carta y el paquete, eran dos libras de tabaco, y luego los documentos, que selló sin leer. Salimos tranquilos y dimos un paseo cerca del hotel. Luego de almorzar en el hotel, fuimos a una de las plazas que había cerca de un canal de agua, nos sentamos en un bar que estaba en la vereda y le escribí a mi madre, diciéndole que al día siguiente, 11 de Mayo de 1911, partíamos para Argentina desde el puerto de Portugalete. Mi paisano también escribió a los suyos.
Texto transcrito del original por Doña Inés Ruiz Quiroga.
Continuará….
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