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Imagina que no existe el cielo
Cuento de Reynaldo Lugo
Premio del concurso Mariano Peraile 2011 convocado por la revista Madrid Sindical
Lo encontraron a la orilla del río con los ojos vueltos al cielo. Parecía vivo. Tan vivo que los vecinos tardaron en comprender que sería incapaz de salir por sí mismo de su última pose profética. Pero lo que más impresionó a quienes hallaron el cadáver fue la sonrisa con que recibió a la muerte; una sonrisa que se resistió a todos los esfuerzos por borrarla y que era como un recordatorio post mortem de lo que él les había metido en la cabeza: ninguna calamidad es suficiente para convertirse en desgracia.
San Antonio del Encomendador era un pueblito perdido en la geografía de una región montañosa. Invisible en los mapas. Ignorado en las ciudades. Fuera del foco de la lente perseverante de los descubridores de nuevos mercados; aunque aquella distancia inabarcable hasta la humanidad no resultara lo bastante para que fuera un mundo aparte. Y, como en cualquier lugar, la gente sobrevivía, cabizbaja, a las inseguridades y los maltratos de una existencia agobiante. Sólo aquel cadáver sonriente había logrado abrir la puerta de escape de lo que parecía un destino irreversible, arrastrando a los vecinos hasta una vida ficticia que llegó a ser más vida que la vida misma.
Apareció loco de cabo a rabo. Nadie supo a dónde iba el día que las mujeres lo hallaron bebiendo en los lavaderos del río. Nunca se supo de qué lugar había llegado. Simplemente apareció, como las imágenes sagradas: sin un antes definitivo. Ellas no se inquietaron por el hombre famélico y harapiento sino por la mirada intensa, perturbadora, que parecía capaz de ver en la oscuridad absoluta de sus almas sin suerte. Y quisieron saber quién era, con más deseos de espantarlo que de respuestas.
—¡El duque de la Cruz Bendita, señoras! —dijo, y arrastró aquella mirada de rostro en rostro, hasta que todas comenzaron a reír. La fragancia de una alegría sin motivo aparente se esparció por el aire estancado en el tufo de la boñiga secular. La alegría, la dicha, el regocijo o cualquiera de los sucedáneos que endulzan los sentimientos, quedaron perdidos, hasta entonces, en las tortuosas rutas que conducían hasta una tierra apesadumbrada que no figuraba en los itinerarios de la felicidad.
Las mujeres subieron por las callejuelas con los bultos de ropa apoyados en las caderas y llamaron a gritos a sus hombres, para que vieran el regalo que les traían. El duque se sentó a esperarlos al borde de la fuente, cercado por una aureola de nobleza —como escapada de un lugar de la Mancha de cuyo nombre ninguno de ellos podía acordarse—, para verterles en las conciencias el disparate del título nobiliario y el de un nombre altisonante: Sebastián Grande del Valle.
Cuando Benito le extendió su mano áspera, el contagio de la locura debió entrarle por los dedos. El duque escrutó lo que brillaba detrás de las pupilas opacas del labriego de esa manera hipnótica en que lo hacía. Y Benito, cautivo de una fuerza que jamás alcanzó a medir ni mucho menos entender, sintió subiéndole por la sangre el deseo loco de seguir a aquel loco en su locura.
—¡Me quedaré con vosotros! Levantaréis mi palacio a orillas del río, porque lo que fue no es y lo que es, tampoco será —dijo el duque, engolando la voz y haciendo con las manos un gesto dramático en dirección a las nubes que ocultaban al Universo una aldea que ni ser vista merecía—. ¿Comprendes, Benito?
—Poco —respondió el hombre, creyendo que fingía respeto cuando, en realidad, su rústico discernimiento sólo se esforzaba por darle a las palabras del anciano un sentido práctico que justificara la sensación de estar escuchando algo que él necesitaba conocer.
—No te preocupes por comprenderme —repuso el duque llevando su índice rugoso hasta la frente del campesino—. ¡Ahí dentro ya nada será igual!
Nadie recordaba en la comarca a una persona tan perdida en sus propios pensamientos. Los pobladores, por primera vez de acuerdo en un empeño colectivo, le construyeron una choza junto al riachuelo. San Antonio del Encomendador comenzó entonces a transformarse en un pueblo donde lo último que se podía ser era una persona cuerda.
La gente ya tenía de qué hablar, que no fueran las mismas letanías centenarias sobre la lluvia que no cae porque Dios nos ha olvidado, sobre el techo que se nos está cayendo en la cabeza o sobre la maldita plaga de garrapatas que le ha caído al ganado. Todo en San Antonio caía de alguna parte, para impactar donde más les dolía a los vecinos. Hasta entonces, nada había florecido entre sus cuatro callejuelas para elevarse en un recuerdo imperecedero, salvo la llegada del anciano decrépito; aunque, para no modificar la costumbre, en el pueblo se decía que aquel viejo tarado les había caído del cielo.
Las mujeres que pasaban hacia los lavaderos del río comenzaban a reír aún antes de ver la choza de tablas rústicas y al duque inmóvil a la puerta de su palacio, como la representación misma de la quietud.
—¿Tomando el sol, Señor? —siempre preguntaba alguna de ellas y él les salía con una de las suyas.
—¡Os digo! El sol purifica a los agradecidos que ven la luz y son ciegos a sus manchas! —les contestaba, y ellas lavaban alborozadas, jugando a burlarse del duque con un entusiasmo infantil, con una vitalidad que se renovaba en cada pantalón encartonado de barro y en cada camisa macerada en sudor.
Ninguna de las frases oscuras de Sebastián Grande del Valle fue descifrada por los vecinos del pueblo; tal vez porque no encerraban enigmas existenciales. Sus palabras eran puras chirigotas, cosas de viejo chiflado, que ellos apreciaban no por lo que podrían significar sino porque era el combustible que se quemaba en la caldera del espejismo donde comenzaban a conocer que no sólo estaban hechos para comer y reproducirse.
El día en que el duque llamó a Benito y le dijo que San Antonio del Encomendador debía estar preparado para recibir a Su Majestad Alfonso XIII, ninguno de los vecinos lo puso en duda, aun sabiendo que no era cierto y, más tarde, que era imposible por estar muerto. Nadie en San Antonio tenía una idea precisa de quién había sido el tal Alfonso. Y cuando la tuvieron ya era demasiado tarde para suspender aquella visita fingida.
Lo primero que hizo Benito fue pasar el cepillo de puerta en puerta, ensillar la yegua y atravesar las montañas hasta la cabecera de la comarca para poner un anuncio en el periódico: “Se contrata maestro de historia: casa, comida y una oveja con su cría”. Al poco tiempo, hasta el último de los peones no sólo conocía por qué aquel monarca había abandonado su reino sino también por qué no pudo retomarlo. Las mujeres se concentraron en conocer la moda de los años treinta y reprodujeron a mano el vestuario de la Corte, incluyendo el luminoso traje de gala de Alfonso XIII con el que éste llegaría hasta la choza junto al río y se equivocaron a propósito cosiendo una bandera de España con una franja morada.
Para los festejos, que se prolongarían por tres días, los hombres trabajaron con más deseos que antes y sus tierras produjeron lo que antes no producían; porque esta vez no sólo era para llenar las panzas de sus familias sino también para darles el desconocido goce de una ilusión. El duque les había revelado el sentido de aquella palabra en desuso: “La ilusión es el alimento de la vida; los hombres sin ilusiones son fieras amaestradas a las que se les da de comer en cautiverio”. Fue un esfuerzo hecho medio en broma y medio en serio. Nadie se sintió agotado, por el contrario, mientras la gente más se involucraba construyendo con sus manos la irreal realidad del acontecimiento, más deseos sentía de seguir adelante; aunque a ese efecto como de burbujas de vino espumoso le siguió otro no menos intenso: el del amor de los unos por los otros.
A medida que avanzaban la construcción de la carroza real, las pruebas de los vestidos y la producción chacinera, los hombres veían cada vez más guapas a sus mujeres y las mujeres más cariñosos a sus hombres; los niños se empeñaban en besar a toda hora a sus padres; los hermanos se abrazaban después de aquella tonta disputa por una tierra que ni para pasto sirve; los ancianos dejaban de molestar y volvían a ser requeridos de su bendición padre, su bendición madre, su bendición tía Rosario. Y entre tantos besos, abrazos y bendiciones, a Benito se le ocurrió pensar que Sebastián Grande del Valle debía ser, cuando menos, un ángel desbarrancado desde el Cielo, si acaso no fuera el propio Hijo de Dios en su segunda venida, porque hacer de San Antonio una tierra de gente dichosa en la desdicha era un milagro.
Cuando llegó el día en que un Borbón pondría sus soberanas plantas en aquella tierra dispuesta a inventarse a sí misma bajo la libertad de las quimeras, Valentín el herrero estuvo magnífico en el papel de Alfonso XIII. Los pobladores de San Antonio no podían creer que el herrero fuera quien era ni que ese Rey fuera lo que había sido ni que ellos fueran quienes verdaderamente eran. Y cuando Su Majestad partió, el pueblo era tan pobre como antes, tal vez más pobre con muchos corderos y cerdos de menos; pero la gente se había sacado de encima el lastre que ahoga en el río de la vida a los olvidados de siempre. Y la sospecha de Benito se le fue haciendo tan intensa que comenzó a leer los Evangelios, para seguir el rastro que lo llevara a razonar que todo aquello podría ser una conspiración de Dios. Pero no pudo ponerle fin a su presentimiento hasta el tercer día después de la muerte del viejo loco.
Entre la visita de Alfonso XIII y la de John Lennon, la última de un huésped ilustre, pasaron siete interminables años de trabajo, preparativos y aprendizaje en las más diversas materias. San Antonio se había convertido en la Atenas de la comarca. Si recibir a Jean Paul Sartre fuera complicado por la necesidad de que todos en el pueblo leyeran El ser y la nada evitando enredarse en las palabras, que tendían trampas entre la imaginación y lo imaginario, con Marilyn Monroe fue más sencillo, ya que ella, lo mismo que los vecinos de San Antonio, era la persona que no era. El visitante que más preocupaciones causó fue Ernest Hemigway, pues muchos pensaban que sería imposible sacrificar algunos toros para que el escritor no extrañara la Fiesta; pero el hijo de Ramón el panadero estuvo tan dentro de la piel del americano que lo primero que preguntó al duque fue dónde estaba la plaza. Y hubo una hecatombe de toros matados por Luís Miguel Dominguín, quien salió por la Puerta Grande mientras las campanas de la iglesia doblaban por él.
A John Lennon lo recibió un coro cantando Help con entusiasmo temerario. Al llegar a la frase “Ayúdame a poner los pies en el suelo”, hubo en las cien voces una vibración que un experto hubiera podido tomar por trémolo, cuando en verdad se trataba de una inflexión dictada por una lacerante percepción al unísono de las conciencias: la vida sí puede cambiar.
El coro, bautizado con cierta desmesura por Benito como Camerata Coral Encomendadoriensis, también estuvo a la salida del pueblo cuando Lennon se despedía firmando autógrafos y saludando a sus vecinos como si jamás los hubiera visto. Entonces, las cien voces entonaron Imagine, en una interpretación emotiva en la que latía la convicción de que aquella canción bastaba para ser dueños de una esperanza; pero en el momento en que las bocas se cerraban tras dejar escapar la quimera de imaginar a toda la gente viviendo en paz, llegaron corriendo los que encontraron al duque a la orilla del río con esa sonrisa que se resistió a todos los esfuerzos por borrarla y que fue como un recordatorio post mortem de que ninguna calamidad era suficiente para tornarse en desgracia, lo que tal vez resultara falso en cualquier otro lugar que no fuese San Antonio del Encomendador.
Benito cursó las esquelas fúnebres a todas las personalidades que habían acudido a saludar al duque y el pueblo vivió por unas horas la conmoción de los arreglos imprescindibles para traerlas de vuelta para las exequias, que resultarían, a la larga, un punto de referencia de los tiempos del pueblo: “Eso es más viejo que el entierro del marqués”.
El cementerio estaba a más de un kilómetro del poblado, adosado a un corte natural de las rocas, y allí se rindieron los honores de jefe de Estado con que Sebastián Grande del Valle abandonó este mundo en medio de una multitud intemporal e inusualmente vivaracha, que se dispersó por los caminos cantando lo que le faltó a la Coral Encomendadoriensis cuando John Lennon hacía como que se iba: “Podrás decir que soy un soñador, pero no soy el único”.
Benito fue el último en abandonar el camposanto, imaginando lo inimaginable. Justo al tercer día, regresó; porque el viejo trastornado no era de la talla de los ángeles y tenía que ser el Redentor. La sospecha se le había ido transformando en certeza durante su estudio minucioso de los Evangelios, donde creyó encontrar los indicios divinos que lo conducirían a comprobar de dónde realmente le había caído a San Antonio el duque de la Cruz Bendita. Pero, en el estrecho espacio donde presumía encontrar el vacío de la Resurrección, había un hombre muerto. Nada más que otro loco soñador dentro de un ataúd de pino.
- Tu eres un ciudadano de esos
hace 7 horas 33 mins - Una persona con educación y
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hace 10 horas 8 mins - Se acabó el chiringuito de
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hace 1 día 23 horas - Y? En otras ocasiones
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Sublime, Reynaldo, muy buen trabajo. Enhorabuena.
D.Panchuelo
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