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Arráncame la vida con el último beso de amor
Cuento de Reynaldo Lugo
Premio del Concurso Internacional de Relatos Semana Negra de Gijón 2011
El jurado del premio de relatos Semana Negra / Ateneo Obrero de Gijón, integrado por Fritz Glockner (México), Eduardo Monteverde (México) y Sébastien Rutés (Francia) otorgó el premio al relato “Arráncame la vida con el último beso de amor”, de Reynaldo Amado Lugo (España). Los dos accésit fueron: “La doctrina”, de Laura Massolo (Argentina) y “Este infierno de mierda”, de Kike Ferrari (Argentina). El jurado apreció la escritura elegante y el ritmo de la prosa del relato premiado, y quisiera destacar la gran calidad de los cinco finalistas de este año.
En esta edición del Concurso de Relatos Semana Negra han participado 193 autores con 208 cuentos.
Es ella, me dije. ¿Era? Tenía que serlo. Le extendí la mano y la suya la retuvo. Decidida. Ignorante del alcance que aquel gesto tendría. Un bolero nunca es desdeñable para las mujeres que esperan en un salón de baile. Ni una mano suave que les lleve el pensamiento a la cadera.
—Te advierto que no soy buena —dijo, con una sonrisita de inocencia y una contradictoria mirada que insinuaba lo buena que podría ser.
—¿Estás sola?
—¿Necesitas de alguien más?
Azucena volvió a sonreír, pero ya no con la expresión candorosa de María el día que el ángel bajó del cielo para hacerle un hijo en nombre de Dios. La nueva sonrisa era maliciosa. Estaría imaginando, quizás, a dónde llegarían mis manos cuando ajustáramos nuestros cuerpos y Luis Miguel le pidiera por mí —sin ser Dios— que me besara mucho, como si fuera esa noche la última vez.
¿Pensaría en alguien más? ¿En quién? Nadie que se llame Azucena debiera tener pensamientos inconfesables. Pero ella aún no me había dicho su nombre y era yo quien tenía una cavilación de villano del cine mudo atravesada en la frente. Y tal vez llevara bigotes de manubrio, levita negra y caminara hacia la pista de baile a dieciséis fotogramas por segundo pensando en la Azucena que teñía de rojo mis pensamientos en blanco y negro.
—Tu nombre es Azucena. ¿No es cierto? —le dije, respirándole en el cabello, cuando Luis Miguel le hizo saber que yo no quería perderla. Después de todo, para eso él estaba allí. ¿O no estaba? Pero sí la voz que llovía en el salón umbroso y nos empapaba de delirios imaginarios antes de que los rayos de la lujuria comenzaran a caer.
—No, no soy esa flor —me respondió, queriéndome decir que no era una flor o que no era una inocente flor o cualquier cosa que significara una azucena en mi vida. Y volvió el rostro, para que al menos me quedara el beneficio de la duda.
Bailamos sin hablar. No era necesario. ¿Qué podría decir yo —o ella— que fuese impermeable al agua pasional de aquella tormenta de verano? Nos fuimos fundiendo. Nos fuimos acoplando poco a poco, de acorde en acorde. Ying y yang. Componiendo cada cual su propia escena de fantasías. ¿A dónde iremos?, me dijo al tropezar con las visiones impúdicas de sus espejismos, cerrando aún más el cinturón de fuego que nos ceñía por el talle para considerar mejor la firmeza de lo que yo le estaba prometiendo. ¿Quisieras ir a un hotel? Propuso. Voluptuosa, ansiosa ante mi silencio, como una devota del Kamasutra que leyera en voz alta su libro sagrado, aun sabiendo que mi silencio no era sino la manera de expresarle que estábamos cautivos dentro de un bolero y que mientras durara estaríamos abrazados en el limbo de los cuerpos sin futuro. Ella lo comprendía y arrastró una de mis manos más abajo de su cintura, la misma mano que había atrapado ávidamente cuando le había dicho “¿Bailamos?” antes de decirme a mí mismo “Es ella”. Era Azucena. Me lo confirmaba el tacto de las nalgas macizas. ¿O sería una perfecta copia al carbón de la perfección?
—¿Puedo preguntarte algo? —le dije al oído con voz de Andrea Bocelli diciéndole que quería tenerla muy cerca, mirarme en sus ojos, verla junto a mí.
—Sí —me respondió, mordiéndome con dulzura una oreja antes de repetirme que sí, que su respuesta era esa: sí.
Ella convulsionaba dentro de la piel de Edith Piaf —como yo en la de un cantante ciego—, insinuándome que tal vez mañana estarrría muy lejos, muy lejos de aquí y que yo debía disfrutar, sin interrogatorios, lo que el destino me había reservado para esa noche. Pero Andrea Bochelli quería saber si ella era Azucena.
—Quiero preguntarte... —le dije, tomándome mi tiempo para no parecer impertinente. No son necesarias las preguntas para bailar boleros durante la más larga de las noches, ni en tres largas noches seguidas—. ¿Cuál es tu nombre?
—¿Y el tuyo? —replicó con un tono que no era de la Piaf. Entonces recordé que Luis Miguel ya le había dicho que me besara como si fuera esa noche la última vez. Ella prefería reservar su nombre para una noche que tuviese, al menos, la opción de otra noche por delante.
—¿Es importante que te lo diga? —le pregunté por respuesta sólo para entrar en su juego. Era un juego que me gustaba más cada vez. Las divagaciones y escarceos de que está empedrado el camino de una cama inevitable eran el mejor estímulo para continuar apretados, moviéndonos al compás de un baile creado para que las almas flotaran en la mar de miel de un mundo sin desconfianza.
—¿Ya ves? No es necesario.
—Por supuesto —dije; pero no logró confundirme. Es difícil confundir a un hombre que encuentra a la persona que busca, aunque ésta se esconda tras una labia evasiva y en los puntos suspensivos.
Azucena recostó la cabeza en mi hombro. Su Rive Gauche de Saint Laurent la delataba. Hubo un silencio breve, unos aplausos y un poco más del recuerdo de ella cuando no negaba ser quien era. Y Manzanero salió a escena para hacerla confesar. Un bolero puede ser la más efectiva de las mañas para que una mujer sienta la necesidad de contártelo todo, de hablarte claro reservándose la verdad.
Ella no se dio por aludida cuando él se puso en mi lugar, susurrándole que no me platicara más lo que debió pasar antes de conocernos; pero ella quería hacerlo, solamente por la pretensión de que yo tuviese noticias de sus horas felices aun sin estar conmigo, lo que la haría menos culpable durante el tiempo efímero que invertiría en un amor furtivo antes de retornar a su pasado. Recostada contra mi pecho, con un vaivén anticipado y mis manos estrujando todo lo que encontraban al sur de su cintura, recitó la historia de lo que pudo suceder en todos aquellos años que ella había vivido con otras gentes lejos de mi cariño; del mío, quiso decir Manzanero. Él era apenas un intermediario investido del poder del bolero. La historia de esta Azucena era la misma de la otra con nuevos nombres, otros contextos, aunque repleta de evidentes similitudes encubiertas. ¿Quién podía ser sino ella?
¿Qué haces aquí?, le pregunté para no pecar de indolente y tener algo que comentar al inicio de un amor sin sorpresas, dándole la sensación de ser un hombre de los que son dichosos con el pasado dichoso de sus mujeres y no las obligan a volver nacer –según San Manzanero– el mismo instante en que se conocieron.
—Vine de vacaciones con dos amigas —dijo, mirando al presente desde un retrato del pasado, el daguerrotipo en el que la imaginé posando en una butaca de mimbre con un marinerito rubio y un señor hecho a imagen y semejanza de Douglas Fairbanks en La marca del Zorro.
—¿Dónde están ellas?
—Se quedaron en el hotel. Prefirieron ir a comer. En realidad, las invitaron…
—Y tú decidiste venir a bailar para no aburrirte —le dije, aunque no llegué decirle: “Mientras tus amigas ligan comiendo, tú lo haces bailando”.
—A bailar contigo —individualizó ella, melosa, y tardé en comprender que hablaba de mí, dando la impresión de que teníamos una cita y de que no haría algo así con ningún otro hombre.
—¿Habrá alguien celoso cuando sepa que bailaste conmigo? —indagué, tras otro de mis silencios de bolerómano, pensando en aquel Fairbanks-Zorro, justo en el momento en que Manzanero le hablaba de los amores difíciles, de los que se encelan hasta de lo que pudo ser.
—Nadie —respondió con la parquedad de las mentiras expuestas a la lente, bruñida por la vida, del bolero. Cuidado con tus mentiras, que yo las puedo adivinar cuando me miras, susurró Olga Guillot en mi oído interno y me atreví a expresar una certeza en forma de duda simpática que fuera para ella todo lo contrario.
—¡Mentirosa!
Sonrió con la sonrisa primigenia, la de María ante un ángel primerizo y transitó enseguida a la segunda, la maliciosa, la de “¡ya sabrás, ricura, dónde me encajo las mentiras!”. Presionó más, un poquito más, su pelvis contra lo que la oprimía. Y esta vez me lamió la oreja —yo prefería sus mordiditas de goldfish—, me echó el aliento ardiente en el mentón y terminó la maniobra persuasiva con la respuesta a la pregunta que ya me había hecho como devota del Kamasutra y que yo no le había respondido desde el limbo sin futuro de un bolero.
—¡Vamos a mi hotel! —susurró, sin saber que Olga Guillot estaba cerca, descubriendo mentiras en las miradas y las orejas lamidas. Pero volví a callar. Tal vez pensó que yo aceptaba sin palabras o que me estaba negando sin palabras y era un tímido de mierda incapaz de seguir hasta su hotel a una mujer sola por un día, un apocado aburrido buscando el amor a punta de bolero. Entonces hizo descender la mano desde mi espalda y la colocó allí donde estábamos tan unidos que parecía para siempre y que sólo la muerte podría separarnos.
—¡Sí, acepto! —dije. Ella suspiró y se rió de aquella ocurrencia que no podía provenir sino del tipo de hombre que necesitaba con urgencia para sorprender en la mañana a sus amigas. Se apartó de mi oreja para mirarme de frente. Yo no era el Zorro y me miró con los ojos de Scarlett O’Hara mirando a Clark Gable ante una hacienda en llamas llevada por el viento. Me estaba pidiendo que la besara.
Manzanero nos observaba. Fue un beso largo, desesperado, voraz, que no advirtió la coda de No me platiques más y se mantuvo goteando la baba del deseo sobre la pista de baile hasta que el Maestro suspiró en el micrófono antes de cantarle a ella —siempre en mi nombre— las intangibles verdades del frágil amor verdadero. Un amor de Azucena Unforgettable, prendido a mi corazón solitario de macho de boleros. Continuamos bailando, ahora con la convicción de que habíamos sido amasados con polvo de estrellas fugaces de una sola noche.
—¿Dónde tienes el tatuaje? —le pregunté cuando ella volvió a subir la mano que faltaba sobre mi espalda. Y le presioné con un dedo justo en el sitio en que la suya se convertía en el fruto dicotiledóneo de la sodomía—. ¿Aquí?
Ella se sorprendió de que lo supiera, de que hubiera puesto el dedo en la llaga de lo que pudo ser un verdadero pecado de incitación de los celos para algún Mr. Fairbanks o Mr. Gable.
—¿Eres adivino? —me dijo, sobresaltada por alguna evocación infausta, funesta y casi fatal.
—Soy adivino —le respondí, con la candidez de un ave enamorada—. ¡Dime tu signo y hazme una pregunta!
—¿Quién eres? ¿Walter Mercado? —preguntó en broma, sin dejar entrever el temor a que yo pudiese leerle la mente. También era supersticiosa, lo que fue para mí una prueba más elocuente de su identidad que una flechita con los colores de la bandera norteamericana señalando el camino alternativo de Scarlett O’Hara. Reímos. Ella, toda María bendita entre todas las mujeres; yo, con el sarcasmo del angelito cumplidor de un deber sagrado.
¿Nos vamos?, le sugerí. ¡Nos vamos!, me dijo, radiante, sin
detenerse a pensar en todo lo que podría llegar a reprocharle más tarde a los boleros, cuando se acordara del amado Mr. Fairbanks en medio de un orgasmo sibilino. Y nos fuimos a este hotel junto al mar, con la prisa de un hombre y una mujer que cruzan el breve espacio de ansiedad que media entre los boleros y una cama.
Para entonces, ella sólo ansiaba escuchar la letra cruda del amor carnal. Tiró de mí por salones y pasillos desiertos justificando el sigilo; pero no logré escuchar sus excusas. No estaba allí sino en otro hotel, sin mar, viendo a Azucena —aquella, la que a pesar todo tal vez fuera ésta— tirando de mí hasta la cama circunstancial donde me revelaría, demasiado tarde, el secreto de un Zorro enmascarado durante tres noches de boleros. Las tres noches de una misma promesa: “lo que me queda por vivir es sólo el tiempo que tú puedas dedicar a nuestra dicha”. Bailada. Besada. Cantada a mi oído por ella, durante aquellas tres malditas noches con la voz de Omara Portuondo saliéndole por el lado más oscuro de su alma. No lograba estar allí, sino recordándola tendida en un lecho de pecado e inocencia, hasta que su Míster Fairbanks comenzara a llevársela después de haberla hecho mía. Fue un amor de palabras. Puro teatro —me decía la Guillot—, falsedad bien ensayada, estudiado simulacro.
Me esforcé por huir de aquel hotel sin mar y volver a éste. No quería ni imaginarla en el tálamo de mi decepción, donde ella ni siquiera alcanzó a tener noticia del cruel desengaño de mi pobre corazón al verla irse de la mano de un Zorro hijo de mala madre, confiada más de su látigo que de una canción de amor.
Azucena, la que caminaba delante de mí, abrió la puerta de su habitación, segura de que hacía lo correcto; aunque lo correcto para ella fuese incorrecto para su Zorro distante. Y para mí, el bolerómano maduro olvidado por el amor, que había escuchado de otra Azucena la frase de pasión más entrañable a la que un hombre podría aspirar: ¡Arráncame la vida con el último beso de amor!
Procuré poner los cinco sentidos en el vertiginoso striptease de la
Azucena-que-se-negaba-a-serlo y en la respuesta rápida que requería el caso, sin poder evitar el regreso a donde la otra y yo reposábamos satisfechos, cansados de querernos con el cuerpo y extasiados de adorarnos tras la puerta donde el bolero deja de ser música para tornarse en sentimiento. Nos abrazamos, para siempre, sobre una sencilla cama de hotel con olor a lavanda, idéntica a ésta, donde Azucena —la que ahora me impregna de sus jugos— cabalga sobre mi cuerpo, dispuesta a dar la batalla que yo le aceptara persiguiendo el perfume de la flor que no era.
Pero soy un condenado a evadir el olvido y las imágenes confinadas al más triste lugar de mi memoria comenzaron a cuajar, definitivas, mortalmente definitorias: Azucena, la del pasado, rompiendo nuestro abrazo con los ojos enrojecidos y gritándome: “Vete, déjame sola. ¡No quiero verte más!”, aun sabiendo que yo tendría el derecho de arrancarle la vida. Era un pacto. Una promesa repetida durante tres infinitas noches de boleros. Su última voluntad.
Antes de escapar, me detuve tras la puerta de la habitación de aquel hotel sin mar, calcada de las de este puto hotel donde estoy pagando con placer a una Azucena apócrifa que me vende el delirio Gran Reserva propiedad de un tal Mr. Fairbanks. Me detuve sólo para verla, por última vez, difuminada tras mis lágrimas negras y cubierta por el manto rojo con que la muerte suele vestirse para evadir el olvido; tal como volverá a vestirse cuando la señora Fairbanks —la misma que en este preciso instante cierra los ojos para iniciar el pregón de su orgasmo de una noche de boleros— rompa otro falso abrazo con los ojos repentinamente enrojecidos y me diga lo que no podrá dejar de decirme. Y yo le arranque la vida tras su último beso de amor.
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Sublime. Muchísimas gracias por compartir tus creaciones con todos los bejaranos. Eres un grandísimo escritor, Reynaldo.
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