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Sobre el contrato de trabajo «único»
Enviado por bejar-biz el Lun, 30/11/2009 - 19:34.
Por Miguel RODRÍGUEZ-PIÑERO Y BRAVO-FERRER
Director de la Revista Relaciones Laborales
La prestigiada Fundación de Estudios de Economía Aplicada, promovida por un grupo selecto de grandes empresas, ha pilotado la redacción de un documento sobre reformas del mercado de trabajo al que se han adherido un número importante de economistas, algunos de ellos conocidos expertos en economía del trabajo.
Es un manifiesto que contiene propuestas de alto significado político y, en especial, de políticas del derecho.
Para justificar sus propuestas, el manifiesto parte de la premisa cierta de que, aunque la crisis económica no tenga un origen laboral, España está sufriendo un nivel de destrucción de empleo muy superior al de otros países desarrollados, pudiéndose alcanzar una tasa de desempleo cercana al veinte por ciento, y que es urgente «atacar las causas que generan una destrucción de empleo tan intensa», para lo que no serán eficaces las medidas de estímulo ni las de fomento de empleo si no se corrigen los elementos de ineficiencia de nuestro mercado de trabajo.
Se reconoce la necesidad de establecer un nuevo modelo productivo y de empleo en sectores de alta productividad, con mejora de la tecnología, de la innovación y de la educación, pero se estiman necesarias también «instituciones laborales que faciliten la reasignación de los trabajadores de los sectores obsoletos a los emergentes», y se postulan en cuatro frentes: la mejora de las políticas pasivas, la de las políticas activas de empleo, una mayor flexibilidad en la negociación colectiva y, sobre todo, reducir la «alta volatilidad» del empleo generada por un mercado de trabajo dual, que en las fases expansivas del ciclo económico ha permitido una fuerte creación de empleo de baja productividad, mientras que «en las fases recesivas» exacerba la destrucción de empleo, al inducir la regulación laboral a la rotación laboral, en lugar de buscar formas alternativas, como los cambios en la organización del trabajo.
A tal efecto, y para acabar con la dualidad laboral y simplificar el «menú» actual de contratos de trabajo, con indemnizaciones de despido tan diferentes, el documento propone la introducción, para todas las nuevas contrataciones, de un único contrato indefinido con una indemnización por año de servicio creciente con la antigüedad, unificando las causas de despido (más bien los supuestos, pues las causas se eliminan) y manteniendo la tutela judicial sólo para los despidos por razones discriminatorias. Se podría empezar con una indemnización ligeramente superior para los actuales contratos temporales, ocho días, para alcanzar un nivel alrededor de la media europea, por debajo del importe actual de los despidos improcedentes. Esta propuesta no es original y ya se había hecho hace algunos años desde la Generalitat de Cataluña y más recientemente por el Círculo de Empresarios (aunque con una indemnización fija de 20 días).
Por su parte, la CEOE ha propuesto para «permitir y fomentar el aumento del empleo» y para «frenar el proceso de despidos», la introducción de un nuevo contrato «indefinido no fijo», que sería una nueva modalidad contractual abierta a los desempleados y a los trabajadores con contrato temporal en la que, durante los dos primeros años, el empresario podrá extinguirlos libremente, sin más requisito que avisar con siete días de antelación y pagar una indemnización de ocho días de salario. Transcurridos esos dos años, el empresario podría optar por la extinción del contrato o por convertirlo en «indefinido fijo» que podrá darse por finalizado sin más obligación para el empresario que preavisar al trabajador con un mes de antelación y abonarle una indemnización de 20 días de salario por año, con un tope de doce mensualidades. Todas las extinciones contractuales serían consideradas justificadas, salvo en los períodos de licencias de maternidad o paternidad, en los que se declararían nulas salvo incumplimiento del trabajador, el cual, en los demás casos, sólo podría reclamar las tasadas indemnizaciones y los salarios correspondientes a los períodos de preaviso no respetados.
No parece creíble que la aceptación de estas propuestas produzca de inmediato, como ha llegado a afirmase, la creación de un millón de puestos de trabajo; todos los análisis económicos solventes están de acuerdo en que la actual crisis económica no tiene un origen laboral y que no es probable que a través de medidas laborales se puedan evitar los profundos reajustes de personal que ha generado esta crisis. El problema actual no es de exceso de rotación laboral, sino más bien de que los puestos de trabajo que quedan libres por extinciones contractuales no se vuelven a ocupar, se amortizan, lo que ha ocurrido tanto en los contratos temporales, donde mayoritariamente se producen las extinciones actuales de contratos de trabajo, como en los contratos indefinidos. Tampoco puede afirmarse que nuestro régimen jurídico laboral impida cambios en la organización del trabajo, pues existen instrumentos de flexibilidad interna que no conocen otros ordenamientos. Sin embargo, la extinción de los contratos de trabajo se ha venido utilizando no como ultima ratio sino como mecanismo normal de reajuste.
La vigente regulación del despido no ha impedido un incremento notable del empleo en los últimos decenios, habiéndose superado la cifra de veinte millones de ocupados y habiéndose creado más de ocho millones de puestos de trabajo, y ha permitido incorporar a la mujer al mercado de trabajo y traer a más de cinco millones de emigrantes. Y esa regulación del despido no ha impedido que, ante la situación de crisis económica, se hayan producido extinciones masivas de empleos, que en su génesis no pueden imputarse a la regulación del despido sino a la situación económica financiera de las empresas y a los desajustes del mercado económico.
No obstante lo anterior, estas propuestas de reformas parciales o «parcheadas» del régimen legal del despido, por su origen y por su destino, merecen ser analizadas aquí desde un punto de vista estrictamente jurídico. La pertinencia de la protección jurídica frente al despido injustificado ha sido reafirmada en el seno de la Organización Internacional del Trabajo en marzo de este año, y esa protección, que no tiene por qué impedir las extinciones contractuales por necesidades de la empresa, debería ser el punto de partida de cualquier propuesta de reforma, porque la jurisprudencia constitucional ha deducido esa protección como un derecho derivado del art. 35.1 Constitución Española (LA LEY 2500/1978), derecho que, además, encuentra reconocimiento expreso en el art. 30 de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea (LA LEY 12415/2007), cuya eficacia jurídica reconoce el Tratado de Lisboa —aparte de que a ello nos obliga el Convenio núm. 157 OIT (LA LEY 1601/1982) sobre la terminación de la relación de trabajo, ratificado por España—.
Sin embargo, la protección frente al despido injustificado impone límites, obligaciones y cargas que inciden en el ejercicio ordinario de los poderes de gestión empresarial, lo que genera una tensión estructural entre las razones económicas de la empresa y el derecho del trabajador a no ser despido sin causa justificada, tensiones que se han acentuado por las presiones competitivas originadas por la globalización y los cambios acelerados en los mercados, que obligan a cambios en las organizaciones productivas que inciden directamente en los niveles y en la estructura del empleo, y que ha agravado la crisis económica, incrementando los desequilibrios y desajustes en el mercado de trabajo y, en particular, en sus sectores más débiles. La protección del empleo y en especial frente al despido injustificado ha de renovarse con nuevas intervenciones públicas y colectivas para favorecer una economía eficiente y fortalecida y un sistema de empresas adaptable, competitivo y rentable, pero evitando los riesgos de un mercado antisocial, en una búsqueda permanente de equilibrio entre los valores sociales y los económicos.
El Derecho del Trabajo ha garantizado al trabajador la continuidad de su empleo y la tutela frente al despido arbitrario, tratando de asegurar el empleo ya existente, sin considerar tarea propia generar nuevas expectativas de empleo. El crecimiento del desempleo ha alterado el centro de gravedad; el Derecho del Trabajo comienza a preocuparse también por el desempleo y en particular por la situación de la persona desempleada en el mercado de trabajo, tratando de que las inevitables transiciones en el mercado de trabajo no sean trampas a evitar a toda costa, sino puentes hacia nuevos empleos. La tutela de las personas en búsqueda de empleo es un nuevo cometido y un desafío para el Derecho del Trabajo, no centrado ya sólo en la tutela del trabajador actual, sino en la continuidad de un estatus del trabajador más allá de los diversos empleos sucesivos (SUPIOT).
El Derecho del Trabajo debe asegurar una protección continuada del trabajador, independientemente de sus sucesivas situaciones de actividad o inactividad en el mercado de trabajo (PÉREZ DOMÍNGUEZ), pero la regulación a la vez del trabajo activo y del aspirante al empleo ha de generar nuevas interacciones, condicionamientos recíprocos y equilibrios en los principios y valores del Derecho del Trabajo, que también va a ser analizado desde la perspectiva de sus efectos en la dinámica del empleo. Efectos en las contrataciones y despidos que, sin embargo, son limitados porque unas y otros dependen ante todo de la necesidad de mano de obra por parte de las empresas, lo que a su vez está condicionado por la sanidad del sistema económico y por la existencia de un sistema de empresas dinámico y competitivo.
Para la OIT, la estabilidad en el empleo debe redundar en un aumento de la productividad total, al posibilitar una mejor adaptación de las empresas al progreso tecnológico y la formación continua de trabajadores, asegurar una situación más equitativa de los ingresos y prevenir la discriminación, y ha tenido efectos muy positivos sobre los resultados económicos y los niveles de vida, existiendo un amplio consenso sobre que el trabajo estable debe ser el modelo normal de contratación. Cuando no es así, la causa puede estar no tanto en el principio de estabilidad, sino en un entendimiento o una aplicación incorrecta de ese principio, que tan sólo exige una causa razonable para el despido, incluidas las exigencias productivas de las empresas, sacrificando al interés económico del empresario el interés del trabajador a la permanencia en el trabajo, haciéndole asumir riesgos sobre el éxito económico-productivo de su empresa.
Existe un amplio debate, cuyas conclusiones son inciertas, sobre si la regulación protectora frente al despido obstaculiza el mantenimiento y la mejora del empleo, y si dificulta lograr más y mejores puestos de trabajo. Antes de la actual crisis económica se habían venido manifestado opiniones en este sentido, dada la creciente necesidad de las empresas de ajustar su organización y su fuerza de trabajo a las tensiones competitivas, las fluctuaciones de la demanda y las presiones de sus accionistas por mejorar la productividad, la rentabilidad y, en definitiva, los beneficios.
El objetivo de asegurar una mayor eficacia empresarial mediante mercados de trabajo más flexibles, ha dado lugar en muchos países a propuestas de reformas de la regulación del despido. No hay que pensar que esta insatisfacción empresarial sobre la regulación del despido sea una singularidad española. Las posiciones empresariales más moderadas, sugieren una protección efectiva de los trabajadores sin restringir demasiado la libertad de los empleadores y de los empresarios, y una protección que alcance a la mayoría de los trabajadores y no sólo a unos cuantos privilegiados, y solicitan reducir los costes económicos que genera la protección de los despidos, para evitar efectos perniciosos sobre la productividad de las empresas, sobre su competitividad y, en suma, sobre los niveles y la calidad del empleo.
En esta línea, desde la Comisión Europea se sostiene que se deben flexibilizar los contratos de trabajo y en particular, sus mecanismos extintivos, revisando sus costes, su procedimiento y su justificación, y evitar su excesiva rigidez, que genera excesos de segmentación en los mercados de trabajo creando una brecha insalvable entre los trabajadores estables hiperprotegidos y el número creciente de trabajadores precarios, jurídica y socialmente desprotegidos. Se estima necesario un reequilibrio de tutelas entre trabajo estable y trabajo temporal, garantizando a todos los trabajadores un nivel suficiente de seguridad de empleo y de protección social, mediante «una combinación entre una relajación de la legislación de protección del empleo y una asistencia adecuada a los desempleados», o sea, una política de «flexiguridad», con un régimen de despido más abierto y adaptable, con un reajuste de sus causas, sus costes y sus instrumentos de control, para facilitar a las empresas una gestión eficaz, congruente con las necesidades de sistemas productivos dinámicos, abiertos y competitivos. Ello se habría de compensar con medidas de protección social y políticas activas de empleo que ofrecieran al trabajador mayor seguridad en el mercado y más facilidad de encontrar un nuevo empleo, reduciendo los lapsos temporales en las transiciones en el mercado de trabajo.
Las políticas de «flexiguridad» no suponen, en absoluto, un despido «libre» ni la supresión de la exigencia de justificación del despido, sino sólo una revisión del tratamiento de los despidos y de sus reglas sustantivas y procedimentales, corrigiendo además la desprotección del trabajo temporal, sin desaparecer la distinción entre trabajo fijo y temporal, de modo que la fijeza sigue siendo el modelo común de contrato de trabajo. La jurisprudencia comunitaria lo confirma, al afirmar el preámbulo de la Directiva 1999/70, que los contratos por tiempo indefinido son, y seguirán siendo, la forma más común de relación laboral entre empresarios y trabajadores, ya que contribuyen a la calidad de vida de los trabajadores afectados y a mejorar su rendimiento, pero que los contratos de trabajo de duración determinada responden, en ciertas circunstancias, a las necesidades de los empresarios y de los trabajadores.
En este contexto, las propuestas —inéditas por lo demás en el Derecho comparado— ya sea de un contrato «único» de trabajo, cuya extinción de lugar en todo caso a una indemnización (con lo cual el despido por incumplimiento perdería su actual función disuasoria de incumplimientos del trabajador) o de un contrato «indefinido no fijo», abierto en su extinción a la mera voluntad empresarial, sin control alguno y sin otro límite aceptado, en un caso el del despido discriminatorio y en otro caso el de la licencia por maternidad o por paternidad, ni obtendrían encuadre en nuestro sistema constitucional, ni seguirían las indicaciones que se formulan desde la Unión Europea, y no remediarían, sino que posiblemente agravarían, las conocidas disfunciones existentes en nuestro mercado de trabajo.
El notable crecimiento del empleo ha convivido en España con cifras de desempleo bastante más altas que la media europea, y la dualización del mercado de trabajo ha sido más intensa que en otros países, con un incremento preocupante de la precariedad, con rotación artificiosa de trabajadores temporales en empleos materialmente fijos. A ello se ha unido el número importante de empleos de escasa calidad, de trabajadores poco cualificados, poco retribuidos y poco productivos, que ha facilitado el desmedido crecimiento de la población inmigrante. El que haya habido muchos empleos poco cualificados, escasamente retribuidos y precarios, es consecuencia ante todo, no de la regulación laboral, sino de un modelo económico desajustado que ha generado tantos «malos» empleos. El mercado laboral refleja la realidad de unas estructuras económicas y unas organizaciones productivas deficientes, que no han propiciado un crecimiento económico equilibrado, saneado, sostenido y competitivo, ni la creación de muchos empleos, buenos y productivos.
No obstante, las reglas laborales, y en concreto las normas sobre contratación y sobre despido, algo tienen que ver con las notorias insuficiencias y disfunciones de nuestro mercado de trabajo. No cabe negar los problemas de tiempo que generan los procedimientos administrativos, colectivos y judiciales, previos y posteriores al despido, el notable margen de inseguridad del resultado del control del despido, que no discrimina adecuadamente entre despidos justificados e injustificados, y la elevada cuantía de las compensaciones o indemnizaciones, sobre todo para el despido justificado en el fondo. Cabe criticar que los mecanismos de control del despido no sean más selectivos, que no ofrezcan suficiente seguridad jurídica, que no acepten causas razonables y proporcionadas a las necesidades reales de gestión empresarial, y que impongan cargas económicas desproporcionadas, incluso en caso de justificación del despido.
La demanda empresarial de mayor liberalización o «relajación» del actual régimen de despido tiene un innegable objetivo económico, reducir el coste de las decisiones extintivas, pero también un objetivo de política de empresa, asegurar las prerrogativas de la dirección y tener la última palabra sobre la permanencia del trabajador en la empresa, desde la premisa de que nadie sabe mejor que el dirigente empresarial lo que ha de decidir para la buena gestión de la empresa, tanto en los despidos «disciplinarios» como sobre todo en los despidos por razones económicas u organizativas; unos y otros responden a decisiones de política de empresa sobre las que no se desean interferencias de terceros ajenos a la empresa, que desconoce su realidad interna, el desarrollo del programa contractual por parte del trabajador, o las razones de la reducción de personal o la supresión de puestos de trabajo adoptadas en función de estrategias empresariales o de situaciones de mercado, y que deben asegurar su rentabilidad más allá del salvamento inmediato de una empresa ya en dificultad.
Sin embargo, la solución no puede ser la libertad de despido, ni dar como presupuesto un ejercicio recto por el empresario de su poder de despido, por ser el primer interesado en conservar a un trabajador eficiente. Sin embargo, las propuestas actuales de reforma del despido, que ya no reivindican un despido absolutamente libre, se centran en el coste del despido, en vez de solicitar la mejora de los sistemas de control y de la definición de las causas. En el fondo, defienden un despido ad nutum, sin controles pero modestamente indemnizado en todos los casos y al margen de la razón o la dimensión del despido, con el agravante de que son propuestas de introducción de nuevas modalidades de contrato con regímenes diferenciados de despido, que respetan y dejan sin cambio la regulación vigente para los contratos actuales. Más que corregir las diferencias existentes, éstas se acentuarían, sin ninguna seguridad, además, de que esa regulación sea permanente para el futuro, y de que no se revise en nuevas circunstancias económicas o políticas, al no existir consenso entre las fuerzas políticas y sociales para dar a la reforma un sentido más global y definitivo.
La reforma más fácil y directa sería, desde luego, la reducción de las indemnizaciones actuales (en su caso con supresión de salarios de tramitación), además de permitir su modulación. Ya se han dado algunos tímidos pasos que no han afectado ni al carácter tasado de las indemnizaciones, ni han reducido sensiblemente su cuantía, ni han contribuido a corregir las disfunciones del sistema ni, sobre todo, las estrategias empresariales utilizadas para obviar la rigidez del régimen de despido a través de dos alternativas o by-pass, en cierto sentido, contradictorias. Por un lado, la huida del trabajo estable mediante precarización, externalización de actividades, la contratación de autónomos, etc., para evitar la contratación directa de trabajadores fijos. Por otro lado, operar desde la perspectiva de un despido libre pero indemnizado sobre todo para eludir los obstáculos para los despidos objetivos, especialmente los expedientes de regulaciones de empleo.
El tratamiento económico del llamado despido disciplinario improcedente se ha convertido en un módulo de referencia y de «tasación» de buena parte de los despidos, incluso los justificables, operando el abono de la indemnización pactada correspondiente como único límite a la facultad discrecional de despido del empresario (incluso en casos reales de despidos discriminatorios). La tendencia empresarial a negociar individualizadamente el despido ha favorecido su encarecimiento. Hay un alto grado de responsabilidad empresarial en el elevado coste del despido, que en buena parte de los casos refleja decisiones asumidas o propuestas por el propio empresario, que paga un alto precio por su libertad de despido.
La vigente regulación del despido no ha sido un obstáculo para llevar a cabo profundas reestructuraciones de empresas, ni para la adaptación de la organización y el volumen del personal a las nuevas situaciones del mercado y del sistema económico. Lo que no han funcionado han sido los filtros de control colectivo, administrativo y judicial previstos, ni las extinciones contractuales han funcionado como puentes hacia nuevos empleos, sino como trampas expulsadoras de trabajadores del mercado de trabajo.
Buena parte de extinciones de contratos de trabajo por iniciativa empresarial, genéricamente despidos, han sido, como gráficamente se han denominado, «silenciosos», y han terminado en acuerdos individualizados con el trabajador, homologados o no en conciliación. En una situación de recesión económica este sistema se vuelve contra los empresarios que no cuentan con recursos dinerarios para adoptar medidas de despido que pueden ser imprescindibles para superar la situación de la empresa, pero también contra los propios trabajadores, más propicios a aceptar resignadamente propuestas extintivas empresariales, al temer la probabilidad de decisiones judiciales contrarias, ahora más factibles, de acuerdos resolutorios con la representación colectiva o sindical, o de autorizaciones administrativas de despidos. Las empresas con mayores beneficios o con mayores recursos económicos son las que han podido usar ilimitadamente el mecanismo, y efectivamente lo han utilizado.
Este tipo de despido silencioso explica que en 2008, cuando la destrucción de empleo ya se había iniciado, los despidos autorizados en expedientes de regulación de empleo afectaran sólo a 150.000 trabajadores, y de ellos sólo el 5 por ciento sin acuerdo colectivo (que suele implicar mayores indemnizaciones). Pese a la mayor moderación de las exigencias de la representación de los trabajadores en los ERE, la mayor parte de las extinciones de los contratos de trabajo que se están produciendo no se canalizan a través de un ERE, y se producen sin intervención administrativa, sin negociación sindical ni control judicial «a través del empleo precario y del despido libre individualizado» (FORTEZA). Por otro lado, en los procesos de despido se mantiene un importante componente conciliador que refleja transacciones individuales, también ligadas a fenómenos de reducción de plantilla. La mayor parte de las reclamaciones de despido acaban en acuerdos conciliatorios sin control de fondo alguno, y buena parte de ellos suponen reducciones de plantilla, en cuanto no van seguidos de contratación de nuevos trabajadores para sustituir a los despedidos.
Además, dentro de los expedientes de regulación de empleo, y sin oposición de la Administración laboral, antes y durante el período de consulta, se producen extinciones individuales o bajas incentivadas con mejora de las indemnizaciones legales, sin llegar a controlarse las causas y razones que llevan a esas concretas supresiones de empleo. En muchos casos se negocian colectivamente, no tanto los despidos como las condiciones a través de las cuales el trabajador, de modo voluntario, se incluye o acepta un plan empresarial de reducción de plantilla (similar a la fórmula británica de primas por cese voluntario provocado).
La consecuencia de esta situación es que el coste de los despidos por razones empresariales en los trabajos estables, haya superado con frecuencia el límite legal de veinte días por año de servicio, incluso en el caso de despidos en empresas en grave situación de insolvencia y dentro de procedimientos concursales. El problema del coste del despido no está tanto en el despido auténticamente injustificado —aunque su importe sea superior a la media europea— sino sobre todo, en el coste de despidos justificados o justificables por motivos de la empresa, por no utilizarse las vías legales para llevar a cabo estos despidos, que la práctica demuestra no ser fácilmente transitables.
La frecuente fórmula de la individualización negociada del despido no permite cumplir la exigencia constitucional y el propósito legal de la exigencia de justificación del despido, ni asegura un control del acto del despido; opera en la práctica como un despido libre ad nutum indemnizado, que puede tener el mismo coste para el empresario, sea un despido justificado o un despido injustificado, con indiferencia de que se haya ejercido arbitraria o regularmente, de buena o de mala fe el poder empresarial. Se ha favorecido una cultura de indiferencia de la causa que ha dado lugar a una postura reivindicativa del trabajador de obtener a toda costa y en todo caso una compensación económica por la pérdida del empleo, sea justificada o arbitraria, tratándose igualmente situaciones sustancialmente diferentes.
Esta anómala situación no está controvertida ni por parte de los poderes públicos, ni por parte sindical e incluso parece encontrar apoyo en la jurisprudencia, para la cual la falta de alegación de causas económicas, técnicas, organizativas o de producción no permite apreciar la existencia de un despido colectivo sometido al régimen del art. 51 Estatuto de los Trabajadores (LA LEY 1270/1995) (ET) [STS, Sala 4.ª, de 22 de enero de 2008 (LA LEY 39166/2008) (LA LEY 39166/2008)], pese al hecho de que hubieran sido despedidos al mismo tiempo varios trabajadores en un número superior a los topes del art. 51.1 ET (LA LEY 1270/1995), por no haberse formulado en la comunicación del despido ningún tipo de causas económicas, técnicas, organizativas o de producción, ni haberse alegado en el proceso.
Ante esta situación, una mera rebaja de la indemnización del despido improcedente podría tener efectos negativos importantes en la dinámica de los despidos objetivos y de los expedientes de regulación de empleo, y no permitiría a la Administración ni al control colectivo un papel moderador y racionalizador de las reducciones de personal, con un acompañamiento social adecuado de los afectados.
Las nuevas propuestas de reducir los costes de despido en el fondo pretenden, más que abaratar el despido realmente injustificado, abaratar despidos razonables pero que, para evitar problemas, se canalizan como injustificados; la solución que se defiende es eliminar la negociación individual del despido, reconociendo ex lege una indemnización única predeterminada, sin dar cabida a cualquier tipo de control externo del despido.
El coste económico del despido injustificado es excesivo, especialmente para las empresas en reales dificultades económicas, y muy en particular para las pequeñas empresas, pero su reducción avanzada, sin modificar el resto del cuadro legal y sin corregir las disfunciones que provoca se traduciría, al evitar cualquier negociación individualizada sobre el precio del despido, en crear una especie de precariedad generalizada, sin atacar la reforma de la regulación del despido en los contratos ya existentes.
La reforma más importante de la regulación del despido que debería propiciarse sería la corrección de los bypass establecidos para evitar la aplicación de esa regulación, y propiciar que la vía del despido individual disciplinario no sea utilizada fuera del supuesto legalmente previsto. Se han de revisar, como se sugiere desde Bruselas, los procedimientos, las causas y los costes actuales del despido, especialmente facilitando las vías de los despidos por razones empresariales.
Nuestro ordenamiento ha tenido en cuenta los diversos valores e intereses en juego, estableciendo distintos regímenes y diversas cuantías indemnizatorias en función de la justificación o no del despido y de la imputación de la causa. No cabe plantear una unificación a la baja de la cuantía actual de las indemnizaciones del despido disciplinario improcedente, ignorando el distinto fundamento y la distinta función de la indemnización en uno y otro caso. La indemnización en el caso del despido disciplinario injustificado trata de disuadir un despido sin causa suficiente, mientras que la indemnización en el despido objetivo trata de facilitar el despido, tutelando el interés del empresario de liberarse del personal redundante, aunque acompañado de una compensación económica al trabajador afectado por el cese, cuya finalidad no es «sancionadora», sino compensadora, para remediar la pérdida de ingresos del trabajador, finalidad que podría «socializarse» en algún grado, lo que no debería suceder en el despido disciplinario injustificado.
Por otro lado, el Derecho comunitario exige someter a procedimientos específicos los despidos que tienen una dimensión colectiva. Los derechos de información, consulta y negociación, permiten a la representación de los trabajadores conocer los términos y las modalidades de la medida empresarial proyectada, e interferirse en ella, incluso con medidas de presión. Ese control colectivo hace perder peso a las garantías individuales frente a la tutela colectiva que actúa en interés de la colectividad afectada, y que al aceptar concretas extinciones del contrato de trabajo vincula al trabajador individual y limita su margen de autonomía de decisión y sus posibilidades de defensa. En el despido colectivo se favorece la dimensión colectiva y las técnicas de tutela colectiva, sacrificando intereses individuales legítimos, al darse mayor valor a los intereses e instrumentos colectivos, para la defensa de los intereses del conjunto de los trabajadores.
Asimismo, en los despidos colectivos es importante la intervención de los poderes públicos, que también ha previsto el Derecho comunitario en general, sin interferencia o condicionamiento de las decisiones empresariales. La autorización administrativa con control de la causa del despido es una singularidad de nuestro sistema jurídico, que ha estado y sigue estando controvertida, y que en la actualidad tiene un papel muy limitado y relativo, al tener la última palabra los órganos judiciales, en cuanto a las «causas motivadoras del expediente y la justificación de las medidas a adoptar» (art. 51 ET). Se suprima o no la actual autorización administrativa de despido, la Administración no puede quedar fuera de los procedimientos de reestructuración de empresas, a través de medidas preventivas de acompañamiento y de tutela en el mercado de trabajo, estableciendo mecanismos de seguridad «profesional» en el mercado.
Las propuestas de nuevas modalidades de contrato, «único» o «indefinido no fijo», no superan la actual lógica individualista compensatoria, que no ha tenido efectos positivos reales, ni para el empresario, ni para el despedido, ni para el dinamismo del mercado de trabajo, y que no evita situaciones de inseguridad, de exclusión social y de vulnerabilidad económica, ni facilita la pronta vuelta al trabajo. Con las nuevas modalidades de contrato se acentuaría esa lógica individualista, pero reduciendo la capacidad negocial del trabajador, al que se le impondría un cese con una indemnización única y cerrada, al margen por completo de las razones reales del despido y sin posibilidad alguna de defensa. Se debe superar la actual dinámica resarcitoria e indemnizatoria sin renunciar a la exigencia de una causa razonable de despido, estableciendo filtros y procedimientos adecuados, acompañados de mecanismos eficaces de seguridad en el mercado de trabajo, facilitando su acceso a él, favoreciendo las transiciones y adoptando instrumentos de formación permanente, que impidan el deterioro profesional del trabajador desempleado y la ruptura de las carreras, ampliando la cobertura social de la situación de desempleo, pero sin desanimar la vuelta al trabajo.
La reforma del tratamiento legal del despido debe afectar a su globalidad, y no se puede empezar por el tejado, revisando las indemnizaciones legales para el despido, e incluso, sólo para unos cuantos, los más desfavorecidos, propiciando la evasión de las vías legalmente establecidas para canalizar los despidos en interés de la empresa, que deben hacerse más transitables modulando las compensaciones económicas al trabajador, que podrían socializarse, y elaborando auténticos planes sociales.
Las reestructuraciones de empresa no son ya acontecimientos eventuales, sino fenómenos que comienzan a ser estructurales en cuanto frecuentes e, incluso, permanentes, y que se relacionan no sólo con la situación de crisis de la empresa, sino también con la situación de permanente reestructuración del sistema económico. Se trata de propiciar una gestión de las reestructuraciones de empresas económica y socialmente efectiva, lo que no asegurarían las nuevas modalidades de contratación propuestas, que parecen responder más a un pasado muy lejano que a la necesaria modernización de nuestro sistema jurídico.
El problema es cómo integrar en nuestro sistema jurídico métodos que contemplen, canalicen y faciliten cambios en la organización del trabajo para asegurar la productividad, la rentabilidad y la supervivencia de la empresa y su posibilidad de continuar como organización productiva, incluida, en su caso, la extinción de contratos de trabajo. Es un problema de gestión de riesgos que no pueden desconocerse, que pueden afectar a la modificación o extinción de contratos de trabajo y que el Derecho del Trabajo no puede eliminar ni ignorar. Más bien ha de controlarlos y, cuando se actualicen, acompañarlos, teniendo en cuenta los diversos intereses en juego.
Según el Proyecto MIRE, las reestructuraciones son procesos que se desarrollan en el tiempo, son diversas, según el tipo de empresa, su dimensión, etc., y deben buscarse, ante todo, fórmulas anticipadoras, preventivas, curativas y evaluadoras, con transparencia, con una negociación efectiva, con propósitos de evitar exclusiones y con respeto de la igualdad. No parece que la solución para ello sea la vía del llamado «contrato único» o la simple reducción de las indemnizaciones legales de despido. Esta reducción, sin corregir el marco jurídico general del despido, acentuaría las disfunciones existentes y consagraría de hecho un despido libre ad nutum, débilmente compensado, ignoraría las exigencias del derecho al trabajo, y abriría la vía de posibles abusos y arbitrariedades, poniendo en peligro no sólo la permanencia del contrato de trabajo, sino el goce posible por el trabajador de sus derechos.
Director de la Revista Relaciones Laborales
La prestigiada Fundación de Estudios de Economía Aplicada, promovida por un grupo selecto de grandes empresas, ha pilotado la redacción de un documento sobre reformas del mercado de trabajo al que se han adherido un número importante de economistas, algunos de ellos conocidos expertos en economía del trabajo.
Es un manifiesto que contiene propuestas de alto significado político y, en especial, de políticas del derecho.
Se reconoce la necesidad de establecer un nuevo modelo productivo y de empleo en sectores de alta productividad, con mejora de la tecnología, de la innovación y de la educación, pero se estiman necesarias también «instituciones laborales que faciliten la reasignación de los trabajadores de los sectores obsoletos a los emergentes», y se postulan en cuatro frentes: la mejora de las políticas pasivas, la de las políticas activas de empleo, una mayor flexibilidad en la negociación colectiva y, sobre todo, reducir la «alta volatilidad» del empleo generada por un mercado de trabajo dual, que en las fases expansivas del ciclo económico ha permitido una fuerte creación de empleo de baja productividad, mientras que «en las fases recesivas» exacerba la destrucción de empleo, al inducir la regulación laboral a la rotación laboral, en lugar de buscar formas alternativas, como los cambios en la organización del trabajo.
A tal efecto, y para acabar con la dualidad laboral y simplificar el «menú» actual de contratos de trabajo, con indemnizaciones de despido tan diferentes, el documento propone la introducción, para todas las nuevas contrataciones, de un único contrato indefinido con una indemnización por año de servicio creciente con la antigüedad, unificando las causas de despido (más bien los supuestos, pues las causas se eliminan) y manteniendo la tutela judicial sólo para los despidos por razones discriminatorias. Se podría empezar con una indemnización ligeramente superior para los actuales contratos temporales, ocho días, para alcanzar un nivel alrededor de la media europea, por debajo del importe actual de los despidos improcedentes. Esta propuesta no es original y ya se había hecho hace algunos años desde la Generalitat de Cataluña y más recientemente por el Círculo de Empresarios (aunque con una indemnización fija de 20 días).
Por su parte, la CEOE ha propuesto para «permitir y fomentar el aumento del empleo» y para «frenar el proceso de despidos», la introducción de un nuevo contrato «indefinido no fijo», que sería una nueva modalidad contractual abierta a los desempleados y a los trabajadores con contrato temporal en la que, durante los dos primeros años, el empresario podrá extinguirlos libremente, sin más requisito que avisar con siete días de antelación y pagar una indemnización de ocho días de salario. Transcurridos esos dos años, el empresario podría optar por la extinción del contrato o por convertirlo en «indefinido fijo» que podrá darse por finalizado sin más obligación para el empresario que preavisar al trabajador con un mes de antelación y abonarle una indemnización de 20 días de salario por año, con un tope de doce mensualidades. Todas las extinciones contractuales serían consideradas justificadas, salvo en los períodos de licencias de maternidad o paternidad, en los que se declararían nulas salvo incumplimiento del trabajador, el cual, en los demás casos, sólo podría reclamar las tasadas indemnizaciones y los salarios correspondientes a los períodos de preaviso no respetados.
No parece creíble que la aceptación de estas propuestas produzca de inmediato, como ha llegado a afirmase, la creación de un millón de puestos de trabajo; todos los análisis económicos solventes están de acuerdo en que la actual crisis económica no tiene un origen laboral y que no es probable que a través de medidas laborales se puedan evitar los profundos reajustes de personal que ha generado esta crisis. El problema actual no es de exceso de rotación laboral, sino más bien de que los puestos de trabajo que quedan libres por extinciones contractuales no se vuelven a ocupar, se amortizan, lo que ha ocurrido tanto en los contratos temporales, donde mayoritariamente se producen las extinciones actuales de contratos de trabajo, como en los contratos indefinidos. Tampoco puede afirmarse que nuestro régimen jurídico laboral impida cambios en la organización del trabajo, pues existen instrumentos de flexibilidad interna que no conocen otros ordenamientos. Sin embargo, la extinción de los contratos de trabajo se ha venido utilizando no como ultima ratio sino como mecanismo normal de reajuste.
La vigente regulación del despido no ha impedido un incremento notable del empleo en los últimos decenios, habiéndose superado la cifra de veinte millones de ocupados y habiéndose creado más de ocho millones de puestos de trabajo, y ha permitido incorporar a la mujer al mercado de trabajo y traer a más de cinco millones de emigrantes. Y esa regulación del despido no ha impedido que, ante la situación de crisis económica, se hayan producido extinciones masivas de empleos, que en su génesis no pueden imputarse a la regulación del despido sino a la situación económica financiera de las empresas y a los desajustes del mercado económico.
No obstante lo anterior, estas propuestas de reformas parciales o «parcheadas» del régimen legal del despido, por su origen y por su destino, merecen ser analizadas aquí desde un punto de vista estrictamente jurídico. La pertinencia de la protección jurídica frente al despido injustificado ha sido reafirmada en el seno de la Organización Internacional del Trabajo en marzo de este año, y esa protección, que no tiene por qué impedir las extinciones contractuales por necesidades de la empresa, debería ser el punto de partida de cualquier propuesta de reforma, porque la jurisprudencia constitucional ha deducido esa protección como un derecho derivado del art. 35.1 Constitución Española (LA LEY 2500/1978), derecho que, además, encuentra reconocimiento expreso en el art. 30 de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea (LA LEY 12415/2007), cuya eficacia jurídica reconoce el Tratado de Lisboa —aparte de que a ello nos obliga el Convenio núm. 157 OIT (LA LEY 1601/1982) sobre la terminación de la relación de trabajo, ratificado por España—.
Sin embargo, la protección frente al despido injustificado impone límites, obligaciones y cargas que inciden en el ejercicio ordinario de los poderes de gestión empresarial, lo que genera una tensión estructural entre las razones económicas de la empresa y el derecho del trabajador a no ser despido sin causa justificada, tensiones que se han acentuado por las presiones competitivas originadas por la globalización y los cambios acelerados en los mercados, que obligan a cambios en las organizaciones productivas que inciden directamente en los niveles y en la estructura del empleo, y que ha agravado la crisis económica, incrementando los desequilibrios y desajustes en el mercado de trabajo y, en particular, en sus sectores más débiles. La protección del empleo y en especial frente al despido injustificado ha de renovarse con nuevas intervenciones públicas y colectivas para favorecer una economía eficiente y fortalecida y un sistema de empresas adaptable, competitivo y rentable, pero evitando los riesgos de un mercado antisocial, en una búsqueda permanente de equilibrio entre los valores sociales y los económicos.
El Derecho del Trabajo ha garantizado al trabajador la continuidad de su empleo y la tutela frente al despido arbitrario, tratando de asegurar el empleo ya existente, sin considerar tarea propia generar nuevas expectativas de empleo. El crecimiento del desempleo ha alterado el centro de gravedad; el Derecho del Trabajo comienza a preocuparse también por el desempleo y en particular por la situación de la persona desempleada en el mercado de trabajo, tratando de que las inevitables transiciones en el mercado de trabajo no sean trampas a evitar a toda costa, sino puentes hacia nuevos empleos. La tutela de las personas en búsqueda de empleo es un nuevo cometido y un desafío para el Derecho del Trabajo, no centrado ya sólo en la tutela del trabajador actual, sino en la continuidad de un estatus del trabajador más allá de los diversos empleos sucesivos (SUPIOT).
El Derecho del Trabajo debe asegurar una protección continuada del trabajador, independientemente de sus sucesivas situaciones de actividad o inactividad en el mercado de trabajo (PÉREZ DOMÍNGUEZ), pero la regulación a la vez del trabajo activo y del aspirante al empleo ha de generar nuevas interacciones, condicionamientos recíprocos y equilibrios en los principios y valores del Derecho del Trabajo, que también va a ser analizado desde la perspectiva de sus efectos en la dinámica del empleo. Efectos en las contrataciones y despidos que, sin embargo, son limitados porque unas y otros dependen ante todo de la necesidad de mano de obra por parte de las empresas, lo que a su vez está condicionado por la sanidad del sistema económico y por la existencia de un sistema de empresas dinámico y competitivo.
Para la OIT, la estabilidad en el empleo debe redundar en un aumento de la productividad total, al posibilitar una mejor adaptación de las empresas al progreso tecnológico y la formación continua de trabajadores, asegurar una situación más equitativa de los ingresos y prevenir la discriminación, y ha tenido efectos muy positivos sobre los resultados económicos y los niveles de vida, existiendo un amplio consenso sobre que el trabajo estable debe ser el modelo normal de contratación. Cuando no es así, la causa puede estar no tanto en el principio de estabilidad, sino en un entendimiento o una aplicación incorrecta de ese principio, que tan sólo exige una causa razonable para el despido, incluidas las exigencias productivas de las empresas, sacrificando al interés económico del empresario el interés del trabajador a la permanencia en el trabajo, haciéndole asumir riesgos sobre el éxito económico-productivo de su empresa.
Existe un amplio debate, cuyas conclusiones son inciertas, sobre si la regulación protectora frente al despido obstaculiza el mantenimiento y la mejora del empleo, y si dificulta lograr más y mejores puestos de trabajo. Antes de la actual crisis económica se habían venido manifestado opiniones en este sentido, dada la creciente necesidad de las empresas de ajustar su organización y su fuerza de trabajo a las tensiones competitivas, las fluctuaciones de la demanda y las presiones de sus accionistas por mejorar la productividad, la rentabilidad y, en definitiva, los beneficios.
El objetivo de asegurar una mayor eficacia empresarial mediante mercados de trabajo más flexibles, ha dado lugar en muchos países a propuestas de reformas de la regulación del despido. No hay que pensar que esta insatisfacción empresarial sobre la regulación del despido sea una singularidad española. Las posiciones empresariales más moderadas, sugieren una protección efectiva de los trabajadores sin restringir demasiado la libertad de los empleadores y de los empresarios, y una protección que alcance a la mayoría de los trabajadores y no sólo a unos cuantos privilegiados, y solicitan reducir los costes económicos que genera la protección de los despidos, para evitar efectos perniciosos sobre la productividad de las empresas, sobre su competitividad y, en suma, sobre los niveles y la calidad del empleo.
En esta línea, desde la Comisión Europea se sostiene que se deben flexibilizar los contratos de trabajo y en particular, sus mecanismos extintivos, revisando sus costes, su procedimiento y su justificación, y evitar su excesiva rigidez, que genera excesos de segmentación en los mercados de trabajo creando una brecha insalvable entre los trabajadores estables hiperprotegidos y el número creciente de trabajadores precarios, jurídica y socialmente desprotegidos. Se estima necesario un reequilibrio de tutelas entre trabajo estable y trabajo temporal, garantizando a todos los trabajadores un nivel suficiente de seguridad de empleo y de protección social, mediante «una combinación entre una relajación de la legislación de protección del empleo y una asistencia adecuada a los desempleados», o sea, una política de «flexiguridad», con un régimen de despido más abierto y adaptable, con un reajuste de sus causas, sus costes y sus instrumentos de control, para facilitar a las empresas una gestión eficaz, congruente con las necesidades de sistemas productivos dinámicos, abiertos y competitivos. Ello se habría de compensar con medidas de protección social y políticas activas de empleo que ofrecieran al trabajador mayor seguridad en el mercado y más facilidad de encontrar un nuevo empleo, reduciendo los lapsos temporales en las transiciones en el mercado de trabajo.
Las políticas de «flexiguridad» no suponen, en absoluto, un despido «libre» ni la supresión de la exigencia de justificación del despido, sino sólo una revisión del tratamiento de los despidos y de sus reglas sustantivas y procedimentales, corrigiendo además la desprotección del trabajo temporal, sin desaparecer la distinción entre trabajo fijo y temporal, de modo que la fijeza sigue siendo el modelo común de contrato de trabajo. La jurisprudencia comunitaria lo confirma, al afirmar el preámbulo de la Directiva 1999/70, que los contratos por tiempo indefinido son, y seguirán siendo, la forma más común de relación laboral entre empresarios y trabajadores, ya que contribuyen a la calidad de vida de los trabajadores afectados y a mejorar su rendimiento, pero que los contratos de trabajo de duración determinada responden, en ciertas circunstancias, a las necesidades de los empresarios y de los trabajadores.
En este contexto, las propuestas —inéditas por lo demás en el Derecho comparado— ya sea de un contrato «único» de trabajo, cuya extinción de lugar en todo caso a una indemnización (con lo cual el despido por incumplimiento perdería su actual función disuasoria de incumplimientos del trabajador) o de un contrato «indefinido no fijo», abierto en su extinción a la mera voluntad empresarial, sin control alguno y sin otro límite aceptado, en un caso el del despido discriminatorio y en otro caso el de la licencia por maternidad o por paternidad, ni obtendrían encuadre en nuestro sistema constitucional, ni seguirían las indicaciones que se formulan desde la Unión Europea, y no remediarían, sino que posiblemente agravarían, las conocidas disfunciones existentes en nuestro mercado de trabajo.
El notable crecimiento del empleo ha convivido en España con cifras de desempleo bastante más altas que la media europea, y la dualización del mercado de trabajo ha sido más intensa que en otros países, con un incremento preocupante de la precariedad, con rotación artificiosa de trabajadores temporales en empleos materialmente fijos. A ello se ha unido el número importante de empleos de escasa calidad, de trabajadores poco cualificados, poco retribuidos y poco productivos, que ha facilitado el desmedido crecimiento de la población inmigrante. El que haya habido muchos empleos poco cualificados, escasamente retribuidos y precarios, es consecuencia ante todo, no de la regulación laboral, sino de un modelo económico desajustado que ha generado tantos «malos» empleos. El mercado laboral refleja la realidad de unas estructuras económicas y unas organizaciones productivas deficientes, que no han propiciado un crecimiento económico equilibrado, saneado, sostenido y competitivo, ni la creación de muchos empleos, buenos y productivos.
No obstante, las reglas laborales, y en concreto las normas sobre contratación y sobre despido, algo tienen que ver con las notorias insuficiencias y disfunciones de nuestro mercado de trabajo. No cabe negar los problemas de tiempo que generan los procedimientos administrativos, colectivos y judiciales, previos y posteriores al despido, el notable margen de inseguridad del resultado del control del despido, que no discrimina adecuadamente entre despidos justificados e injustificados, y la elevada cuantía de las compensaciones o indemnizaciones, sobre todo para el despido justificado en el fondo. Cabe criticar que los mecanismos de control del despido no sean más selectivos, que no ofrezcan suficiente seguridad jurídica, que no acepten causas razonables y proporcionadas a las necesidades reales de gestión empresarial, y que impongan cargas económicas desproporcionadas, incluso en caso de justificación del despido.
La demanda empresarial de mayor liberalización o «relajación» del actual régimen de despido tiene un innegable objetivo económico, reducir el coste de las decisiones extintivas, pero también un objetivo de política de empresa, asegurar las prerrogativas de la dirección y tener la última palabra sobre la permanencia del trabajador en la empresa, desde la premisa de que nadie sabe mejor que el dirigente empresarial lo que ha de decidir para la buena gestión de la empresa, tanto en los despidos «disciplinarios» como sobre todo en los despidos por razones económicas u organizativas; unos y otros responden a decisiones de política de empresa sobre las que no se desean interferencias de terceros ajenos a la empresa, que desconoce su realidad interna, el desarrollo del programa contractual por parte del trabajador, o las razones de la reducción de personal o la supresión de puestos de trabajo adoptadas en función de estrategias empresariales o de situaciones de mercado, y que deben asegurar su rentabilidad más allá del salvamento inmediato de una empresa ya en dificultad.
Sin embargo, la solución no puede ser la libertad de despido, ni dar como presupuesto un ejercicio recto por el empresario de su poder de despido, por ser el primer interesado en conservar a un trabajador eficiente. Sin embargo, las propuestas actuales de reforma del despido, que ya no reivindican un despido absolutamente libre, se centran en el coste del despido, en vez de solicitar la mejora de los sistemas de control y de la definición de las causas. En el fondo, defienden un despido ad nutum, sin controles pero modestamente indemnizado en todos los casos y al margen de la razón o la dimensión del despido, con el agravante de que son propuestas de introducción de nuevas modalidades de contrato con regímenes diferenciados de despido, que respetan y dejan sin cambio la regulación vigente para los contratos actuales. Más que corregir las diferencias existentes, éstas se acentuarían, sin ninguna seguridad, además, de que esa regulación sea permanente para el futuro, y de que no se revise en nuevas circunstancias económicas o políticas, al no existir consenso entre las fuerzas políticas y sociales para dar a la reforma un sentido más global y definitivo.
La reforma más fácil y directa sería, desde luego, la reducción de las indemnizaciones actuales (en su caso con supresión de salarios de tramitación), además de permitir su modulación. Ya se han dado algunos tímidos pasos que no han afectado ni al carácter tasado de las indemnizaciones, ni han reducido sensiblemente su cuantía, ni han contribuido a corregir las disfunciones del sistema ni, sobre todo, las estrategias empresariales utilizadas para obviar la rigidez del régimen de despido a través de dos alternativas o by-pass, en cierto sentido, contradictorias. Por un lado, la huida del trabajo estable mediante precarización, externalización de actividades, la contratación de autónomos, etc., para evitar la contratación directa de trabajadores fijos. Por otro lado, operar desde la perspectiva de un despido libre pero indemnizado sobre todo para eludir los obstáculos para los despidos objetivos, especialmente los expedientes de regulaciones de empleo.
El tratamiento económico del llamado despido disciplinario improcedente se ha convertido en un módulo de referencia y de «tasación» de buena parte de los despidos, incluso los justificables, operando el abono de la indemnización pactada correspondiente como único límite a la facultad discrecional de despido del empresario (incluso en casos reales de despidos discriminatorios). La tendencia empresarial a negociar individualizadamente el despido ha favorecido su encarecimiento. Hay un alto grado de responsabilidad empresarial en el elevado coste del despido, que en buena parte de los casos refleja decisiones asumidas o propuestas por el propio empresario, que paga un alto precio por su libertad de despido.
La vigente regulación del despido no ha sido un obstáculo para llevar a cabo profundas reestructuraciones de empresas, ni para la adaptación de la organización y el volumen del personal a las nuevas situaciones del mercado y del sistema económico. Lo que no han funcionado han sido los filtros de control colectivo, administrativo y judicial previstos, ni las extinciones contractuales han funcionado como puentes hacia nuevos empleos, sino como trampas expulsadoras de trabajadores del mercado de trabajo.
Buena parte de extinciones de contratos de trabajo por iniciativa empresarial, genéricamente despidos, han sido, como gráficamente se han denominado, «silenciosos», y han terminado en acuerdos individualizados con el trabajador, homologados o no en conciliación. En una situación de recesión económica este sistema se vuelve contra los empresarios que no cuentan con recursos dinerarios para adoptar medidas de despido que pueden ser imprescindibles para superar la situación de la empresa, pero también contra los propios trabajadores, más propicios a aceptar resignadamente propuestas extintivas empresariales, al temer la probabilidad de decisiones judiciales contrarias, ahora más factibles, de acuerdos resolutorios con la representación colectiva o sindical, o de autorizaciones administrativas de despidos. Las empresas con mayores beneficios o con mayores recursos económicos son las que han podido usar ilimitadamente el mecanismo, y efectivamente lo han utilizado.
Este tipo de despido silencioso explica que en 2008, cuando la destrucción de empleo ya se había iniciado, los despidos autorizados en expedientes de regulación de empleo afectaran sólo a 150.000 trabajadores, y de ellos sólo el 5 por ciento sin acuerdo colectivo (que suele implicar mayores indemnizaciones). Pese a la mayor moderación de las exigencias de la representación de los trabajadores en los ERE, la mayor parte de las extinciones de los contratos de trabajo que se están produciendo no se canalizan a través de un ERE, y se producen sin intervención administrativa, sin negociación sindical ni control judicial «a través del empleo precario y del despido libre individualizado» (FORTEZA). Por otro lado, en los procesos de despido se mantiene un importante componente conciliador que refleja transacciones individuales, también ligadas a fenómenos de reducción de plantilla. La mayor parte de las reclamaciones de despido acaban en acuerdos conciliatorios sin control de fondo alguno, y buena parte de ellos suponen reducciones de plantilla, en cuanto no van seguidos de contratación de nuevos trabajadores para sustituir a los despedidos.
Además, dentro de los expedientes de regulación de empleo, y sin oposición de la Administración laboral, antes y durante el período de consulta, se producen extinciones individuales o bajas incentivadas con mejora de las indemnizaciones legales, sin llegar a controlarse las causas y razones que llevan a esas concretas supresiones de empleo. En muchos casos se negocian colectivamente, no tanto los despidos como las condiciones a través de las cuales el trabajador, de modo voluntario, se incluye o acepta un plan empresarial de reducción de plantilla (similar a la fórmula británica de primas por cese voluntario provocado).
La consecuencia de esta situación es que el coste de los despidos por razones empresariales en los trabajos estables, haya superado con frecuencia el límite legal de veinte días por año de servicio, incluso en el caso de despidos en empresas en grave situación de insolvencia y dentro de procedimientos concursales. El problema del coste del despido no está tanto en el despido auténticamente injustificado —aunque su importe sea superior a la media europea— sino sobre todo, en el coste de despidos justificados o justificables por motivos de la empresa, por no utilizarse las vías legales para llevar a cabo estos despidos, que la práctica demuestra no ser fácilmente transitables.
La frecuente fórmula de la individualización negociada del despido no permite cumplir la exigencia constitucional y el propósito legal de la exigencia de justificación del despido, ni asegura un control del acto del despido; opera en la práctica como un despido libre ad nutum indemnizado, que puede tener el mismo coste para el empresario, sea un despido justificado o un despido injustificado, con indiferencia de que se haya ejercido arbitraria o regularmente, de buena o de mala fe el poder empresarial. Se ha favorecido una cultura de indiferencia de la causa que ha dado lugar a una postura reivindicativa del trabajador de obtener a toda costa y en todo caso una compensación económica por la pérdida del empleo, sea justificada o arbitraria, tratándose igualmente situaciones sustancialmente diferentes.
Esta anómala situación no está controvertida ni por parte de los poderes públicos, ni por parte sindical e incluso parece encontrar apoyo en la jurisprudencia, para la cual la falta de alegación de causas económicas, técnicas, organizativas o de producción no permite apreciar la existencia de un despido colectivo sometido al régimen del art. 51 Estatuto de los Trabajadores (LA LEY 1270/1995) (ET) [STS, Sala 4.ª, de 22 de enero de 2008 (LA LEY 39166/2008) (LA LEY 39166/2008)], pese al hecho de que hubieran sido despedidos al mismo tiempo varios trabajadores en un número superior a los topes del art. 51.1 ET (LA LEY 1270/1995), por no haberse formulado en la comunicación del despido ningún tipo de causas económicas, técnicas, organizativas o de producción, ni haberse alegado en el proceso.
Ante esta situación, una mera rebaja de la indemnización del despido improcedente podría tener efectos negativos importantes en la dinámica de los despidos objetivos y de los expedientes de regulación de empleo, y no permitiría a la Administración ni al control colectivo un papel moderador y racionalizador de las reducciones de personal, con un acompañamiento social adecuado de los afectados.
Las nuevas propuestas de reducir los costes de despido en el fondo pretenden, más que abaratar el despido realmente injustificado, abaratar despidos razonables pero que, para evitar problemas, se canalizan como injustificados; la solución que se defiende es eliminar la negociación individual del despido, reconociendo ex lege una indemnización única predeterminada, sin dar cabida a cualquier tipo de control externo del despido.
El coste económico del despido injustificado es excesivo, especialmente para las empresas en reales dificultades económicas, y muy en particular para las pequeñas empresas, pero su reducción avanzada, sin modificar el resto del cuadro legal y sin corregir las disfunciones que provoca se traduciría, al evitar cualquier negociación individualizada sobre el precio del despido, en crear una especie de precariedad generalizada, sin atacar la reforma de la regulación del despido en los contratos ya existentes.
La reforma más importante de la regulación del despido que debería propiciarse sería la corrección de los bypass establecidos para evitar la aplicación de esa regulación, y propiciar que la vía del despido individual disciplinario no sea utilizada fuera del supuesto legalmente previsto. Se han de revisar, como se sugiere desde Bruselas, los procedimientos, las causas y los costes actuales del despido, especialmente facilitando las vías de los despidos por razones empresariales.
Nuestro ordenamiento ha tenido en cuenta los diversos valores e intereses en juego, estableciendo distintos regímenes y diversas cuantías indemnizatorias en función de la justificación o no del despido y de la imputación de la causa. No cabe plantear una unificación a la baja de la cuantía actual de las indemnizaciones del despido disciplinario improcedente, ignorando el distinto fundamento y la distinta función de la indemnización en uno y otro caso. La indemnización en el caso del despido disciplinario injustificado trata de disuadir un despido sin causa suficiente, mientras que la indemnización en el despido objetivo trata de facilitar el despido, tutelando el interés del empresario de liberarse del personal redundante, aunque acompañado de una compensación económica al trabajador afectado por el cese, cuya finalidad no es «sancionadora», sino compensadora, para remediar la pérdida de ingresos del trabajador, finalidad que podría «socializarse» en algún grado, lo que no debería suceder en el despido disciplinario injustificado.
Por otro lado, el Derecho comunitario exige someter a procedimientos específicos los despidos que tienen una dimensión colectiva. Los derechos de información, consulta y negociación, permiten a la representación de los trabajadores conocer los términos y las modalidades de la medida empresarial proyectada, e interferirse en ella, incluso con medidas de presión. Ese control colectivo hace perder peso a las garantías individuales frente a la tutela colectiva que actúa en interés de la colectividad afectada, y que al aceptar concretas extinciones del contrato de trabajo vincula al trabajador individual y limita su margen de autonomía de decisión y sus posibilidades de defensa. En el despido colectivo se favorece la dimensión colectiva y las técnicas de tutela colectiva, sacrificando intereses individuales legítimos, al darse mayor valor a los intereses e instrumentos colectivos, para la defensa de los intereses del conjunto de los trabajadores.
Asimismo, en los despidos colectivos es importante la intervención de los poderes públicos, que también ha previsto el Derecho comunitario en general, sin interferencia o condicionamiento de las decisiones empresariales. La autorización administrativa con control de la causa del despido es una singularidad de nuestro sistema jurídico, que ha estado y sigue estando controvertida, y que en la actualidad tiene un papel muy limitado y relativo, al tener la última palabra los órganos judiciales, en cuanto a las «causas motivadoras del expediente y la justificación de las medidas a adoptar» (art. 51 ET). Se suprima o no la actual autorización administrativa de despido, la Administración no puede quedar fuera de los procedimientos de reestructuración de empresas, a través de medidas preventivas de acompañamiento y de tutela en el mercado de trabajo, estableciendo mecanismos de seguridad «profesional» en el mercado.
Las propuestas de nuevas modalidades de contrato, «único» o «indefinido no fijo», no superan la actual lógica individualista compensatoria, que no ha tenido efectos positivos reales, ni para el empresario, ni para el despedido, ni para el dinamismo del mercado de trabajo, y que no evita situaciones de inseguridad, de exclusión social y de vulnerabilidad económica, ni facilita la pronta vuelta al trabajo. Con las nuevas modalidades de contrato se acentuaría esa lógica individualista, pero reduciendo la capacidad negocial del trabajador, al que se le impondría un cese con una indemnización única y cerrada, al margen por completo de las razones reales del despido y sin posibilidad alguna de defensa. Se debe superar la actual dinámica resarcitoria e indemnizatoria sin renunciar a la exigencia de una causa razonable de despido, estableciendo filtros y procedimientos adecuados, acompañados de mecanismos eficaces de seguridad en el mercado de trabajo, facilitando su acceso a él, favoreciendo las transiciones y adoptando instrumentos de formación permanente, que impidan el deterioro profesional del trabajador desempleado y la ruptura de las carreras, ampliando la cobertura social de la situación de desempleo, pero sin desanimar la vuelta al trabajo.
La reforma del tratamiento legal del despido debe afectar a su globalidad, y no se puede empezar por el tejado, revisando las indemnizaciones legales para el despido, e incluso, sólo para unos cuantos, los más desfavorecidos, propiciando la evasión de las vías legalmente establecidas para canalizar los despidos en interés de la empresa, que deben hacerse más transitables modulando las compensaciones económicas al trabajador, que podrían socializarse, y elaborando auténticos planes sociales.
Las reestructuraciones de empresa no son ya acontecimientos eventuales, sino fenómenos que comienzan a ser estructurales en cuanto frecuentes e, incluso, permanentes, y que se relacionan no sólo con la situación de crisis de la empresa, sino también con la situación de permanente reestructuración del sistema económico. Se trata de propiciar una gestión de las reestructuraciones de empresas económica y socialmente efectiva, lo que no asegurarían las nuevas modalidades de contratación propuestas, que parecen responder más a un pasado muy lejano que a la necesaria modernización de nuestro sistema jurídico.
El problema es cómo integrar en nuestro sistema jurídico métodos que contemplen, canalicen y faciliten cambios en la organización del trabajo para asegurar la productividad, la rentabilidad y la supervivencia de la empresa y su posibilidad de continuar como organización productiva, incluida, en su caso, la extinción de contratos de trabajo. Es un problema de gestión de riesgos que no pueden desconocerse, que pueden afectar a la modificación o extinción de contratos de trabajo y que el Derecho del Trabajo no puede eliminar ni ignorar. Más bien ha de controlarlos y, cuando se actualicen, acompañarlos, teniendo en cuenta los diversos intereses en juego.
Según el Proyecto MIRE, las reestructuraciones son procesos que se desarrollan en el tiempo, son diversas, según el tipo de empresa, su dimensión, etc., y deben buscarse, ante todo, fórmulas anticipadoras, preventivas, curativas y evaluadoras, con transparencia, con una negociación efectiva, con propósitos de evitar exclusiones y con respeto de la igualdad. No parece que la solución para ello sea la vía del llamado «contrato único» o la simple reducción de las indemnizaciones legales de despido. Esta reducción, sin corregir el marco jurídico general del despido, acentuaría las disfunciones existentes y consagraría de hecho un despido libre ad nutum, débilmente compensado, ignoraría las exigencias del derecho al trabajo, y abriría la vía de posibles abusos y arbitrariedades, poniendo en peligro no sólo la permanencia del contrato de trabajo, sino el goce posible por el trabajador de sus derechos.
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