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Creer o no creer, he aquí la cuestión
Tal vez no exista ningún otro texto que refleje con más elocuencia el drama de la existencia humana que el monólogo de Hamlet, de William Shakespeare. En época tan lejana como las postrimerías del Renacimiento, el hombre comenzó a pensar en sí mismo y en el lugar que le correspondía en la sociedad, para dar paso al mundo moderno que conocemos hoy. Y ese mismo hombre comenzó a cuestionarse los mecanismos y medios con los que era gobernado.
Shakespeare no era del 15 M, de Podemos ni de ninguna otra corriente desde las que hoy debaten el papel del hombre en la sociedad y divergen ideológicamente del stablishment; pero si te pones a ver, Shakespeare era hasta más radical. En Hamlet escribió: “¿Que es más elevado para el espíritu, sufrir los golpes y dardos de la insultante fortuna o tomar armas contra el piélago de calamidades y, haciéndoles frente, acabar con ellas?”. ¿Qué les parece? ¿Y el párrafo que sigue? “¡Esta es la reflexión que da tan larga vida al infortunio! Pues ¿Quién soportaría: los ultrajes y desdenes del mundo, los agravios del opresor, las afrentas del soberbio, los tormentos del amor desairado, la tardanza de la ley, las insolencias del poder y los desdenes que el paciente mérito recibe del hombre indigno, cuando uno mismo podría procurar su reposo con un simple estilete?”.
Era otra época, otros problemas, otros hombres y otros señores; pero la esencia es la misma y la historia lo confirma. En los cuatrocientos quince años de la protesta de Shakespeare contra el existir en su tiempo, el panorama fue transformándose por la obligatoriedad del cambio en todo lo que concierne a la vida: la singular de las especies y la colectiva de las especies dentro su organización social. Hasta llegar hoy a los primeros síntomas de una tragedia sobre la que “El Bardo” ya escribiera pensando en que mejor sería morir que soportar las insolencias del poder.
No es nada nuevo. Tampoco es un descubrimiento actual que a los hombres se les gobierna utilizándolos en beneficio de algunos segmentos sociales y que cuando esa realidad comienza a resquebrajarse no es el momento de morir para liberarse. El temor al cambio tiende a la inacción y a la pérdida de los valores de la sustancia naciente de lo nuevo depositándose sobre lo viejo. Decía Shakespeare, más adelante en el monólogo: “¿Quién querría llevar tales cargas. Gemir y sudar bajo el peso de una vida afanosa, sino fuera por temor a algo tras la muerte, la ignorada región de cuyos confines ningún viajero retorna. Temor que desconcierta nuestra voluntad y nos hace soportar los males que nos afligen antes de lanzarnos a otros que desconocemos? Así la conciencia nos vuelve cobardes a todos y así el primitivo matiz de la resolución desmaya con el pálido tinte del pensamiento, y las empresas de gran aliento o importancia, por esa consideración, tuercen su curso y pierden el nombre de acción”.
Estas disquisiciones de pasado son también de presente. Los enormes recursos de los poderes contemporáneos para mantener el status quo podrán, indudablemente, retardar los cambios, confundirnos con cifras que reflejan que todo va bien, hacernos creer se gestionan beneficios para las mayorías, que marchamos adelante… y, dentro de esa misma necesidad de contener las trasformaciones que demandan las mayorías harán concesiones de apuntalamiento; pero, la evolución social es progresiva y acumula pequeños cambios, impuestos, que terminan transformando radicalmente lo que parecía eterno.
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