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Unos días juntos
Ella observa en silencio al hombre que está ante el espejo y que acaba de repasar su barba. Se ha duchado y afeitado, ha encendido un cigarrillo y le ofrece uno a ella, esperando continuar la conversación de la noche o puede que algún tema nuevo para disfrutar esta semana tan especial.
Hacía muchos meses que le esperaba, demasiados. Ya había empezado a olvidarse de él. Acusaba el cansancio de días, meses de tocar su ausencia en la habitación sin su ropa, en el hueco de la cama sin deshacer, en el salón sin el vuelo de palabras, en la cocina siempre limpia y ordenada.
Habitualmente la mira a los ojos cuando habla, pero en esta ocasión el hombre lo hace a través del espejo que le ofrece una visión casi duplicada de ese pequeño espacio familiar, reforzando la sensación de proximidad, piensa ella.
—He soñado que estoy en la cama de un dormitorio parecido al de La Anunciación de El Greco, le dice sonriendo después de expulsar el humo del cigarrillo.
—¿Y?, le pregunta ella dando una calada al suyo, inquieta mientras se arregla un mechón de pelo mirándose al espejo.
—No sé. ¿No te dice algo? El hombre sonríe mientras le acaricia el cuello, la espalda desnuda.
Ella no puede evitar el recuerdo de un tiempo juntos. Dirige su mirada hacia la habitacion, a la pared con las fotos. Allí están colgadas las imágenes de los abrazos al terminar la carrera, ella de arte, el de periodismo; los primeros años a la búsqueda de empleo, los periodos de escasez compartidos con amigos, los viajes, los vuelos baratos a cualquier parte, las risas, los besos y las noches en vela, el primer trabajo decente, el primer traje, el dibujo de una casita blanca a la orilla del mar, ese sueño mil veces hablado.
Sí, le dice algo y la mujer se estremece al unir el recuerdo del cuadro y la caricia de sus dedos. Se aleja de su lado, se pone la bata y se acerca a la cocina.
En la nevera está la fotografía de los dos sonriendo a los lados del cuadro. En el museo Thyssen lo vieron juntos hace poco más de un año. Recuerda perfectamente ese momento, aquella felicidad mientras observaba la pintura de luces deslumbrantes, los destellos de fuego, la mirada de la Virgen desplazándose hacia los ángeles que invadían con su revoloteo el espacio inferior acercándose a ella, como si pudiera tocar el cielo. Así recordaba ese año y ese día concreto mientras él la cogía de la mano y escuchaba atentamente las explicaciones sobre la esbeltez de las figuras, los pequeños detalles del reclinatorio y los colores de la ropa de los protagonistas del lienzo.
También recuerda que ese día se oscureció de golpe cuando él, apretándole más la mano, eligió ese momento para decirle que le destinaban como corresponsal a Israel y le pidió que se fuera con él. Era el sueño de su vida, dijo en un ruego.
Siempre quedaría ligado ese cuadro al dolor de una decisión de rechazo. ¡Claro que podría vivir en Israel, pero no sin renunciar a una parte importante de sí misma, sería lo peor! le dijo entonces.
Lo que a uno le cambia la vida puede estar acechando en la sala de un museo, pero también puede ser que estuviera agazapado detrás de las zarzas esperando el momento oportuno para saltar sobre nuestra espalda y destrozarnos como a una gacela que se demora.
Hubo un tiempo que vivió con la esperanza de arrancarle de esa vida itinerante. Ahora le da rabia comprobar su entrega, su pasión, a pesar del intento fracasado.
Lo mira entre el humo del cigarrillo y descubre en ese hombre las cualidades del gato. Ella es su casa y el mundo su territorio, pero ya no quiere jugar a ese juego como antes porque empieza a ver que están forjando su propia historia y se alejan sin remedio.
Apaga el cigarrillo y empieza a vestirse. No le ha gustado ese sueño, le parece un mal presagio, pero en estos momentos no quiere estropear el encuentro. Han sido días felices, un soplo de aire fresco que alimenta la ilusión de tiempos pasados en los que todo era posible.
Es cierto que nadie la conoce como él y todo le resulta fácil a su lado. Lo malo es que se confirma que no hay un futuro, cuando de nuevo irrumpe ese destino inesperado que le alejaría de lo que ella ama y la define. Otra vez un país conflictivo en el culo del mundo le espera y su hombre no es capaz de renunciar a él. Comprende que sus vidas serán siempre así: soledad, reencuentros y tal vez, cambios inesperados y olvido.
Acepta con dolor que está atrapada en una telaraña de ausencias y que, aunque se encuentra bien a su lado, dejarlo todo sería lo segundo peor que haría en su vida, pero antes de despedirse le ha dicho que le esperará.
Solo han pasado dos meses desde ese día y, a pesar de su deseo de olvidarlo, sigue tocando el vacío en la habitación sin su ropa, en el hueco de la cama sin deshacer, en el salón sin palabras en el aire, en la cocina siempre limpia y ordenada.
Cae la tarde mientras lee su última carta a la sombra de un olmo, la que ha conseguido hacerle dudar una vez más sobre su negativa, pero algo le susurra en las tripas, en el temblor de sus manos, que ya es demasiado tarde. Mañana se publicará la noticia de que un disparo de fuego enemigo, un cañón de 120 mm contra el piso del hotel donde se alojaba ese hombre en Beirut, acabará con ese nudo de indecisiones, ensombreciendo la paleta de color de sus días.
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