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Los restos perdidos de don Miguel
En un lugar de Madrid del que nadie quiere acordarse, ha mucho tiempo que reposan los huesos de un hidalgo de los de pluma y recado, vestimenta antigua, estampa flaca y aventuras sin igual. Y es por ello que el historiador Fernando de Prado no ceja en su empeño de encontrar los restos mortales del escritor más insigne de las letras españolas, aquel que entró en la lista de los inmortales de la literatura gracias a un chiflado con una hermosa locura provocada por su manía extrema de leer libros de caballerías y creerse desfacedor de entuertos. Nos referimos, claro está, a don Miguel de Cervantes Saavedra.
Por obra y gracia de la documentación sabemos que don Miguel fue enterrado en el convento de las Trinitarias de Madrid un día después de su fallecimiento, el cual tuvo lugar el 22 de abril de 1616. La fecha tiene su importancia a la hora de explicar la causa de que tan loable búsqueda se lleve a cabo ahora y no en otras, ya que se acerca el cuarto centenario de su óbito.
Hay que tenerlo todo listo para la gran parafernalia que se aproxima y, si se tiene una tumba con epitafio sobre la cual dejar las autoridades ramos de flores, mucho mejor. Intereses publicitarios al margen, don Miguel ya en vida gozó de escaso aprecio entre sus semejantes y murió en la miseria, con un entierro de pobre de solemnidad, sin recibir muestras por parte de la sociedad en que vivió de la más mínima compensación de su valía. Bien es cierto que su novela “El Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha” fue apreciada por sus contemporáneos, pero no lo es menos que al poco tiempo de su edición un escritor de medio pelo, Alonso Fernández de Avellaneda, osó escribir una segunda parte que no le llegaba a la suela del zapato. Cervantes, airado, se vio obligado a deshacer el malentendido a fuerza de pluma y enterrar a su don Alonso Quijano al final de su obra para que nadie pretendiera resucitarlo sin su consentimiento. Escribió obras de teatro y poesías con las cuales no recibió más que críticas y más de una contienda literaria de la que no salió bien parado, frente la arrolladora personalidad del Fénix de los Ingenios, Lope de Vega, que gozaba de lo que llamaríamos hoy una buena dosis de carisma.
Me gusta Cervantes. Me gusta por su pluma, por su forma de narrar y describir los problemas de su tiempo y hacerlos nuestros, universales; me gusta porque vivió una vida de aventuras en su juventud y viajó a Italia y luchó en "la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros", como él mismo denominó a la batalla Lepanto, y permaneció preso en Argel, e intentó de una y mil maneras la libertad con arrojo e ingenio; me gusta porque volvió a España y aquí se ganó la vida recorriendo los polvorientos caminos de Castilla cobrando impuestos y ganándose el pan como uno más, sacando tiempo para escribir de donde no había; me gusta porque, a pesar de su valía, no le juzgaron como se merecía y no por ello es menos grande.
Volviendo a lo que nos interesa, don Miguel no volvió bien parado de la Batalla de Lepanto al recibir dos arcabuzazos en el pecho y otro en el brazo izquierdo, de resultas de lo cual le quedó inútil, mas no perdió la mano como muchos mal dicen saber al esgrimir el sobrenombre del escritor: Manco de Lepanto. Impedido sí, aunque con mano y brazo en su sitio. Ahora los huesos de su brazo y mano inválida se consideran una prueba irrefutable en el caso de que se encuentren los restos de don Miguel. Ahora bien, me pregunto si los huesecillos de una mano enterrada hace cuatrocientos años pueden arrojar tanta información o más bien de ellas no quedarán si no cenizas poco descriptivas. Si encuentran los huesos del brazo intacto sería una verdadera suerte. También lo sería encontrar su caja torácica y comprobar las lesiones producidas en ella de los arcabuzazos recibidos.
En tal caso, y tras la aprobación del ayuntamiento de Madrid, un grupo de técnicos han escaneado con georadares centímetro a centímetro la pequeña iglesia del convento de las Trinitarias, en el centro de la capital, y han sido capaces de encontrar “zonas con posibles enterramientos”, lo que no me parece extraño, pues los templos eran lugares de enterramiento de personas principales durante el Antiguo Régimen. Una vez sacado el mapa del subsuelo, deberán extraer muestras de cada una de las tumbas y pasar a la segunda fase, en la que un equipo de forenses, entre los que destaca Francisco Etxeberria, analizarán tales restos con el fin de identificar el cuerpo de don Miguel. ¿Será posible que lo logren con los huesecillos pulverizados de su mano enferma? La edad también ayuda: 70 años tenía el insigne escritor al morir, una edad provecta en un tiempo en la que la media de fallecimiento rondaba los 55 años. También se conoce el dato de que pocos años antes de morir conservaba ya pocos dientes (no había dentista y en caso de dolor de muelas había que acudir a un barbero que no dudaba en arrancar las piezas a dolor vivo) por una descripción inmisericorde que hace de sí mismo y gracias a la cual se identificó como suyo el retrato que cuelga de los muros de la Real Academia de la Lengua, aunque de su identidad se tengan dudas al respecto. Sí, de Cervantes no se tiene imagen fidedigna más allá de la salida de su pluma, por lo que no podemos dar por enteramente buena la que vemos en los libros de texto. Crudo, pero no imposible, lo tienen los investigadores. La forma más fiel de identificar los restos mortales de un individuo, el ADN, está además descartado, pues su rastro, según confirmaron los investigadores, estaría muy deteriorado.
¿Reposarán los restos de Cervantes, enterrado de caridad, en el interior del templo, espacio reservado a personas pudientes? ¿O más bien se despositaron en un lugar más humilde dentro del convento? De ser así su hallazgo se complicaría, pues del edificio solo se conserva la iglesia y el resto fue removido varias veces en estos cuatrocientos años de distancia.
Sin los restos nos quedan sus libros, donde verdaderamente vive don Miguel de Cervantes, y su retrato:
Este que veis aquí, de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y desembarazada, de alegres ojos y nariz corba, aunque bien proporcionada, las barbas de plata, que no ha veinte años que fueron de oro, los vigores grandes, la boca pequeña, los dientes ni menudos ni crecidos, porque no tiene sino seis, y esos mal acondicionados y peor puestos, porque no tienen correspondencia unos con los otros; el cuerpo entre dos extremos, ni grande ni pequeño, la color viva, antes blanca que morena, algo cargado de espaldas y no muy ligero de pies; éste digo que es el rostro de La Galatea y de Don Quijote de la Mancha, y del Viaje al Parnaso, a imitación del de César Caporal Perusino, y otras obras que andan por ahí descarriadas, y, quizá, sin el nombre de su dueño. Llámase comúnmente Miguel de Cervantes Saavedra. Fue soldado muchos años, y cinco y medio cautivo, donde aprendió a tener paciencia en las adversidades. Perdió en la batalla naval de Lepanto la mano izquierda de un arcabuzazo, herida que, aunque parece fea, él la tiene por hermosa, por haberla cobrado en la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos, ni esperan ver los venideros, militando debajo de las vencedoras banderas del hijo del rayo de la guerra, Carlo Quinto, de felice memoria.
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