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¡Ser o no ser! Comer o ser comidos.
Como dicen los Evangelios: “Quien tenga ojos para ver, que vea”. Basta el telediario o el saldo de la cuenta bancaria para saber que algo anda mal. En España y donde no es España, existe una atmósfera parecida a la que precede a las tormentas huracanadas: todos aseguran sus puertas, se aíslan del exterior, acopian agua, velas y alimentos… y a ver qué pasa. En ese momento nadie es dueño de su destino.
El mundo vive acosado por el fantasma de las crisis. La gente, que depende de sus gobiernos, obtiene como resultado lo que sucede en Grecia o lo que podría suceder en España. La garantía del bienestar deja de estar avalada por la economía, y los palos, los palos que más duelen, va a parar a la base del sistema: el ser humano devenido consumidor. Es como la cadena trófica en los arrecifes de coral: siempre depende del más pequeño y del apetito del más grande. Y los más pequeños… comen mierda.
De lo que resulta que si pagamos justos y pecadores es dentro de una noción numérica; porque un veinte por ciento menos de un salario modesto es caer en la pobreza y el veinte por ciento de una fortuna significa ser menos rico e igualmente solvente. Son los justos quienes pagan por los pecadores.
Pero los justos, los que comen mierda en la base de la pirámide alimentaria, son, paradójicamente, quienes la sostienen. La democracia --porque de democracia estamos hablando-- llegada desde muy lejos, no ha evolucionado al compás de las presiones populares sino por la necesidad de mantener estructurada una base de consumidores. El papel social de todo aquel que trabaja y se gana la vida con su esfuerzo personal es sólo uno: consumir dentro de una atmósfera publicitaria donde parece que el bienestar puede ser una maquinilla de afeitar sin la cual no se puede vivir. Es el papel de los tontos de la película.
Los representados no son actores activos de la política. Son el objeto de ella. Y esa realidad no la transforma ni el hecho, cierto también, de que no siempre son los políticos, a veces realmente llenos de buenas intenciones, los verdaderos culpables. Ellos no son más que la forma de mantener en orden los cardúmenes de consumidores y son tan prescindibles como aquellos.
En política, a nivel de un país o una región, está lejos la participación efectiva de los representados. En ellas se conjugan tantos intereses que cualquier término medio será injusto para otros. Los ciudadanos, que levantaron su boleta --una vez cada cuatro años--, no tienen nada más que hacer en política hasta la próxima. Es el tope de la ilusión de la democracia. Como alguien ha escrito, “el concepto de representación política describe cómo el poder político es alienado de un gran grupo y conferido a manos de un subconjunto más pequeño de tal grupo por cierto período”. Y, lógicamente, la participación del representado en las decisiones del representante se aleja; tanto, que se convierte en algo fuera de su alcance, lo que equivale a decir que no deja de ser un espejismo.
Alguna transformación de la democracia tendrá que ocurrir para que los ciudadanos dejen de ser “electores” –o electrones girando en torno a un núcleo-- y tengan derecho a decidir qué es lo que necesitan. Siempre habrá un sabio que diga que así no se puede gobernar; pero eso mismo pensaba Francisco Franco. Tal vez sean en los municipios donde tendrá que surgir el ADN de un nuevo modelo de gobierno democrático.
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