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Polémicas en torno a Renoir
Me pregunto por qué un pintor muerto allá en 1919 puede provocar aún encendidas polémicas sobre si sus obras deberían o no estar colgadas de las paredes de un museo. Le pasa ahora mismo al pintor impresionista Pierre Auguste Renoir y no debe extrañarnos: la concepción sobre lo que es o no Arte ha cambiado tanto a lo largo de los tiempos que los espectadores llegan a perderse entre tanto vericueto a los que nos someten los críticos de arte. Desde Norteamérica se han lanzado campañas y manifestaciones a las puertas de los museos reclamando que se retiren sus cuadros por no ser considerados obras de nivel, si acaso bellos objetos decorativos. Los miembros del grupo se han dejado fotografiar junto a los lienzos reales del autor con caras despectivas, bocas asqueadas, miradas interrogantes, ojos en blanco y cejas arqueadas mostrando en las redes sociales su descontento. Ni que decir tiene que la polémica se ha extendido como la pólvora y han surgido enfrentamientos dialécticos entre los anti-Renoir y los pro-Renoir. Me pregunto si los que se posicionan en contra no se dan cuenta de que su postura no hace sino acrecentar el interés del espectador por el pintor. Quizá ignoran que, ante las campañas de bombardeo de lienzos renoirianos en tono de chanza, el espectador no adopta otra actitud que la de acercarse a un museo para contemplar de verdad esa obra que tanta repulsa provoca.
Meloso, dulce, alegre, colorista, bonito, empalagoso, son apelativos comunes para describir los lienzos de Renoir. En sí mismos me parecen un canto a la ruptura con la obra del artista desde parámetros artísticos actuales. Niños y niñas con gorritos y flores en el pelo, bellas señoritas enfundadas en gasas vaporosas, perros y gatos envueltos en lazos, me hacen pensar en la coqueta corte versallesca, en las damas de María Antonieta, en el rosa pompadour de los miriñaques, en la frivolidad de una corte al margen de los problemas reales del mundo. Incluso a las turgentes formas de representar el desnudo femenino a lo Rubens. Renoir debe entendérsele como un pintor que reinterpreta precisamente eso: el siglo XVIII francés, los lienzos de Fragonard, Chardin o Vigee Lebrun. Si tenemos en cuenta que en sus inicios fue un decorador de porcelanas y que de ahí saltó a la cumbre del Arte, nos daremos cuenta de que ese poso del que bebió durante toda su vida estaba en el fondo de sus concepciones artísticas.
Quizás fue Renoir el primer pintor impresionista que triunfó si a eso se le llama vender sus obras y ganar dinero. Frente al rechazo de sus contemporáneos a las concepciones artísticas del grupo, el pintor, que se inició pintando mano a mano con Monet al aire libre, supo sacar partido a ese mundo plácido y reposado de escenas campestres y hogareñas de una burguesía ávida de que retratara su dominio sobre la sociedad. Que se adaptó al gusto de sus clientes es una afirmación absolutamente cierta. No cejaba a la hora de representar a los hijos de su marchante de arte y de sus clientes, a las damas encopetadas y a sus amigos más juerguistas, como Caillebotte. Y con ello sabía que vendía sus obras, más allá de las polémicas que suscitaba en las exposiciones conjuntas con el resto del grupo impresionista. ¿Es por ello menos valioso que Monet, Pisarro, o Sisley? Simplemente cobraba por su trabajo, como también hizo Rembrandt o Goya. Los artistas no son nada sin sus mecenas, sin sus Médicis, Julio II, Felipe IV o Güell. El dinero no lo es todo, es cierto, pero ya en vida de Renoir se impuso el ideal del artista: un bohemio desarrapado y desdichado, un loco como Van Gogh, un asocial como Cezanne o un borracho como Toulouse-Lautrec.
Y en España no somos inmunes al influjo de esta polémica americana. En nuestro caso, más que rechazar o adorar a Renoir, que también, los conflictos estallaron entre dos instituciones a la hora de presentar sus exposiciones sobre el artista. En Barcelona, y tras su periplo por Tokio, las obras estrella del Museo D’Orsay se exponen por obra y gracia de la Fundación Mapfre. Y en Madrid el Museo Thyssen hace lo propio con una selección titulada “Renoir. Intimidad”. He tenido el gusto de disfrutar de ambas y no entiendo los venablos lanzados entre los dos a la hora de organizar sus muestras respectivas. Se han publicado artículos en los medios de comunicación digitales poniéndose a escurrir unos y otros a cuenta de si una u otra está mejor organizada, de si una es una birria y la otra expone lo mejor del artista.
Mi humilde opinión es que si bien Mapfre cuenta con una mejor obra de Renoir en este momento, ni más ni menos que Baile en el Moulin de la Galette, el resto de obras son, en general, de perfil bajo aunque de interés para el espectador. En el Thyssen ocurre lo mismo: lienzos interesantes mezclados con otros no tanto. Pero es que esto, señores, pasa siempre en las exposiciones. No todo van a ser obras maestras... Es casi imposible reunirlas en una misma ciudad y en un museo, cuanto más una institución de carácter privado (Mapfre) y otra semi-pública (Thyssen). Además, y por esta misma razón, cada uno puede organizar y hacer concurrir lo que le apetezca, sin defraudar al visitante, bajo un título distinto que delimite lo expuesto.
Al margen de la polémica principal (el pisoteo del Thyssen al Mapfre, o al revés), los dardos se lanzan a cuenta de si una u otra ha explotado las obras de la última etapa del artista, aquella en la que casi no podía pintar por los dolores que le aquejaban a cuenta de la artritis. Y resumo mi parecer: en ambas se aprecia un excesivo interés por los lienzos rosados, imprecisos y repetitivos que caracterizan este canto del cisne de Renoir. Mapfre y Thyssen podrían haber hecho mejores selecciones a la hora de elegir el material expuesto. Sin embargo, no es una fase a evitar. Demasiado mérito tenía el pintor de seguir ejercitando la pasión de su vida a pesar de la enfermedad. Quizá hubiera sido conveniente no dedicar la mitad del espacio expositivo a ella, sino sólo una parte.
En fin, polémicas al margen, me quedo con sus pinceladas sueltas, con su maestría a la hora de representar a la masa festiva bailando entre la luz filtrada por los árboles del Moulin de la Galette, con sus paisajes de matorral empastado y táctil, con sus bodegones complementarios de una escena campestre, con el canto a la vida, con la mirada de los niños, con la representación sublime de la piel y de la carne femenina.
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No me declaro anti-Renoir, pero su obra siempre me ha parecido floja, demasiado ligera en los temas y en la forma: me interesa muy poco. No por ello han de ser descolgados sus cuadros de los museos, como piden algunos: es parte importante de ese grupo de renovadores de la pintura (mucho menos de la escultura) que fue el impresionismo. Pero, claro, te pones delante de las obras de quienes influyeron en estos mismos pintores (el Velázquez de pincelada más suelta y certera, el último Goya) o de quienes cita la autora, antecedentes dieciochescos (Fragonard o, mejor, Chardin), y es que no hay color, incluso aunque el color sea, precisamente el punto fuerte de los impresionistas. No niego que pueda tratarse de una preferencia personal debida a mi formación, en la que tanto se valoraba la pincelada vigorosa y precisa. Si nos fijamos en nuestro Sorolla, por ejemplo, vemos que todo parece estar en su sitio a la primera, esa pincelada ancha y tan acertada que casi se basta para definir el mundo, mientras Renoir se regodea en tanteos imprecisos, como si no supiera qué hacer con los pinceles, como removiendo la pintura con un palito. Pero, vamos, que para gustos los colores. Si tengo que elegir entre los impresionistas, me quedo con parte de la obra de Manet y con el Monet de los nenúfares, después pondría a Degas, Pissarro, Lautrec, Sisley, Cassat, etc. y en último lugar a Renoir y Caillebotte (no incluyo post-impresionistas). Disfrutemos de todos ellos. José Muñoz Domínguez / DNI nº 08.104.629-G
Pues si don José lo dice, así será: Renoir era un flojo. Y miedo me da pensar en el día que le dé por juzgar la obra de nuestros dos más grandes e internacionales artistas paisanos, Antonio Zaballos y Ricardo Martín Vázquez.
No tergiverse: doy mi opinión, basada en mis estudios de Bellas Artes, en mi experiencia como pintor y en mi gusto personal, así que no digo que Renoir sea un flojo, sino que a mi me lo parece (lea de nuevo el comentario). A usted le parecerá otra cosa y es muy libre de expresarlo, como haré yo mismo con cualquier otro pintor sobre cuya obra me apetezca decir algo. José Muñoz Domínguez / DNI nº 08.104.629-G
Como bien señalas en tu artículo, al artista hay que valorarlo en su totalidad. Siempre habrá cuadros menos perfectos junta a obras maestras. Les pasa lo mismo a los cantantes o los escritores. Lo importante es el conjunto de su producción. Incluso, puede ocurrir, que una obra mediocre aparentemente añada algún matiz que haga más interesante la totalidad de su obra. Sobre gustos...
Un saludo de Cayetano.
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