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Belem y su reflejo en las aguas del Tajo
Mientras el tren hacía su trayecto desde Lisboa pasaban ante nuestros ojos la fotografía en movimiento de coches y casas a nuestra derecha y el mar, siempre cambiante en su monotonía, a nuestra izquierda. El viaje se hizo corto, apenas un cuarto de hora trufado con tres paradas en aquel ferrocarril de aspecto sucio y oxidado por fuera y último modelo por dentro. Nada hacía presagiar a nuestra llegada al andén que sus asientos serían cómodos y la blancura de su interior tan prístina como la nieve. Cerca de nosotros, justo enfrente, se sentaban una silenciosa pareja de chinos, ella vestida a la moda y cuyo único afán consistía en revisar una sucesión imparable de tickets de Inditex. El bullicio de los lusos no parecía incomodarles, como tampoco el hablar fuerte de una familia de rusos colocada a su vera y los vaivenes de un par de adolescentes americanos. Sin duda, observando el paisanaje, cualquiera hubiera podido averiguar con facilidad que nos dirigíamos a un destino turístico.
El día comenzó con un cielo impoluto y, sin embargo, en el momento en que abandonamos el vagón ya en Belem, se cernían sobre éste unas nubes sospechosas, pequeñas pero cada vez más compactas, oscuras y rápidas. Nuestra parada en el Monumento a los Descubrimientos se saldó con una luz intensa que hacía resaltar los volúmenes de la gran escultura contra el firmamento. Erigido como homenaje a los quinientos años de Enrique el Navegante, uno de los personajes más emblemáticos de la historia portuguesa, se alza en la desembocadura del río Tajo, en el límite entre el mundo conocido y lo desconocido, la frontera hacia el Nuevo Mundo. Las grandes figuras del siglo XV están esculpidas formando en su apiñamiento un gran espolón que se introduce en las aguas tranquilas que mueren un poco más adelante mudando de nombre.
Después de un agradable paseo junto al río llegamos a la Torre de Belem, ejemplo del gótico manuelino, grácil en su misión de vigía y defensa. Recién restaurada, la lluvia no había ennegrecido aún sus paredes en su ciclo constante. La visita a las salas y las terrazas que se abren a cada poco merece la pena. Mientras ascendíamos escaleras y esperábamos turno en el trasiego incesante de turistas, las nubes se habían apelotonado formando un todo negro sobre el cielo. La lluvia había empapado el suelo de las terrazas y se precipitaba sobre el agua del río, imposibilitando la separación visual entre suelo y cielo. A poco las nubes descargaron su peso y se disiparon con la brisa. El sol volvió a lucir en el firmamento.
Una vez que el sol volvió a lucir, nos atrevimos a recorrer el escaso trayecto entre la Torre de Belem y el Monasterio de los Jerónimos, abarrotado a pesar de la lluvia. Las colas, dos para ser más exactos, llenaban la explanada de acceso de voces y bullicio. Guardamos las dos, la primera para penetrar en la iglesia, la segunda para disfrutar del claustro. No sé con cuál me quedaría si me obligaran a elegir. Quizás con la luz que se cuela a través de las vidrieras del templo para iluminar las manos de la figura yacente de Luis de Camoes, o con los altos pilares que sostienen las bóvedas de crucería cual troncos de árboles, o con el retablo desplegado a modo de gran mueble de maravilla en el presbiterio, o con el eco amplificado de las voces de los turistas en las crujías del claustro, o con la incesante lluvia que, de nuevo, hizo acto de aparición reflejando nuestras siluetas sobre las losas del patio, o con la luz del sol que iluminó a tramos la dorada piedra que configura los relieves de cada figura.
Y aún nos faltaban por ver un palacio y el Museo de Carruajes. Empezamos por el segundo por situarse cerca del monasterio. Como aquel estaba plagado de turistas aunque se podía pasear en ese salón de baile de tintes palaciegos. Una a una recorrimos cada pieza asombrándonos de la magnificencia de la corte portuguesa y de su buena conservación. Desde el coche de caballos utilizado por Felipe III en su visita al reino como monarca hasta el siglo XIX, destacan las tres lujosas carrozas del siglo XVIII de procedencia francesa que más parecen fuentes de Versalles que vehículos tirados por caballos.
Ya para finalizar el día marchamos hasta el Palacio Nacional de Ajuda, poco conocido para el gran público y por ello de visita más amena. Merece sinceramente la pena recorrer los fastuosos salones, los coquetos dormitorios, los tapizados gabinetes, y el inmenso comedor construido en su totalidad en el siglo XVIII tras el terremoto de 1755 y la actualización para las formas de vida propias de la segunda mitad del siglo XIX. Una de las cosas que más me sorprendió del palacio fue encontrarme en cada rincón con fotografías y retratos de Amadeo de Saboya, el efímero rey español. La explicación era simple: su hermana, Mª Pía, fue reina de Portugal por su matrimonio con Luis I. No fue el único palacio que visitamos (el Palacio Da Pena, el Palacio Nacional en Sintra, y el Palacio de Queluz también merecieron nuestra atención), sin embargo me pareció el más descriptivo de la desaparecida familia real portuguesa.
Mientras el ocaso se extendía sobre el Tajo poblando de oscuridad el Monumento a los Descubrimientos, la Torre de Belem, el Monasterio de los Jerónimos, el Museo de Carruajes y el Palacio de Ajuda volvíamos a Lisboa en el mismo tren, o quizá no fuera el mismo pero a mí me lo pareció, soñando en otro Portugal distinto de aquel de los recortes y las estrecheces, un reino que miraba hacia el otro lado del oceáno.
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