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Recorrido por la melancólica Lisboa un día de lluvia
Lisboa. Por sus calles vagan aún los espíritus de Camoes y Pessoa, sobre sus plazas planea la sombra del marqués de Pombal, sus edificios vibran al son del terremoto de 1755 y en el aire se oyen las voces pacíficas que hicieron resquebrajarse a los pilares de la dictadura de Salazar.
Llegamos un día lluvioso de enero. Las nubes lloraban sobre la ciudad, hundiéndola más si cabe en la melancolía que siempre parece reverberar a través de cada poro. Sí, triste y decadente me pareció bajo las lágrimas de los chaparrones constantes que nos azotaban a cada poco cadenciosamente, casi como una tortura oriental, fina y elegante, sublimando las calles trazadas con escuadra y cartabón del barrio de Chiado, lejos del retorcimiento de los estrechos callejones de la Alfama. Los adoquines brillaban empapados mientras poníamos atención en no resbalar y admirábamos el reflejo de los edificios en la superficie irregular de los mosaicos sobre los que pisábamos.
Tras tomarnos un profundo café con pastelitos de nata en una cafetería de la céntrica rúa Garret, encaminamos nuestros húmedos pasos hacia la Plaza del Comercio. Señorial y cosmopolita, el espacio despliega un cierto aire centroeuropeo con la particularidad de que abre uno de sus lados al anchuroso río Tajo, que viene a morir un poco más abajo en el Atlántico y que en Lisboa toma el disfraz de poderoso océano. Ante las sucias aguas, y bajo la escultura del rey Pedro IV, reflexionamos en aquel periodo brillante para Portugal, cuando una vez finalizada la reconquista y aislado el reino, cercado por la potente Castilla, sus habitantes decidieron dirigir sus miradas hacia el ocaso y adentrarse en las procelosas aguas del peligroso océano. Pesados galeones como castillos flotantes hondearon sus gallardetes en aquel mismo lugar en el siglo XV, prestos para partir hacia lo ignoto, a un mar plagado de monstruos capaces de engullir flotas enteras, y regresaron, en cambio, triunfantes con las bodegas repletas de especias de Oriente, sedas de China, oro de Brasil, y otros productos que engrandecieron a Portugal hasta convertirla en un reino fuerte, competidor en el dominio de los mares con otras potencias más populosas.
Mas de la antigua Lisboa poco queda ya. Si acaso el barrio de la Alfama, asentado sobre una montaña, coronado por el Castillo de San Jorge y la Seo a sus pies, testigos de una etapa medieval y moderna engullida por la fatalidad. Paseando por sus enmarañadas calles, haciendo esfuerzos por retrepar su cumbre, no nos sentíamos extraños, pues cierto aire allí se respira de la convivencia de las tres culturas (judía, musulmana y cristiana) que salpica de por entero cualquier pueblo y ciudad española. Chiado, en cambio, fue destruida el 1 de noviembre de 1755 por un terremoto de grado 9 en la escala de Richter seguido por un maremoto con olas de varios metros de altura y un pavoroso incendio. Unas noventa mil personas fallecieron en el desastre y una nueva Lisboa, tras conmover al mundo, resurgió de sus cenizas por obra y gracia de su primer ministro, el ilustrado marqués de Pombal. A él se le dedicó una escultura que luce en lo alto de la avenida más moderna de la ciudad. Un mimo en la rúa Augusta de Chiado nos saluda. Ataviado con casaca, chaleco, pantalón ceñido, medias, zapatos de hebilla y peluca empolvada, ofrece a las damas un vistoso ramo de rosas rojas. Es él, sin duda.
Para completar la imagen de aquel luctuoso suceso, que hizo tomar conciencia a los intelectuales europeos de que los fenómenos derivados de la naturaleza eran asequibles al intelecto humano y no producto de la cólera divina, recomiendo un paseo por las venerables ruinas de la iglesia del convento do Carmo. A pesar de haber podido reconstruirla, los lisboetas decidieron mantener su techumbre abierta al cielo como testimonio y homenaje a las víctimas sepultadas bajo sus escombros.
La pesadilla de los turistas. Sí, eso significan las calles empinadas, inacabables, sólo capaces de ser coronadas con arrojo y buenas piernas o con ayuda de elevadores, tranvías y tranvías-cremallera. Lisboa ha tenido el romántico gusto de preservar sus antiguas formas de transporte. Si los tranvías- cremallera han quedado reducidos a los forasteros, los tranvías de madera, con sus característicos colores rojo y amarillo, son utilizados por los lisboetas para desplazarse por el casco histórico con comodidad, mezclándose sin problemas con grupos de turistas. Los portugueses, lejos de la imagen un tanto rural que les solemos adjudicar erróneamente, son cosmopolitas y se esfuerzan por pronunciar lento su cerrada lengua en cuanto atisban la presencia de un español y despliegan con los visitantes cordialidad y amabilidad. En todo caso, los transportes son magníficos y se puede llegar sin problema a ciudades próximas, como Sintra, Estoril o Belem, en trenes de cercanías o moverse por la ciudad a través de un nuevo metro de fácil trazado.
Debemos desterrar, sin embargo, la antigua idea de que Portugal es sólo un país donde se compran toallas y café. Recuerdo cómo de niña peregrinábamos a Vilar Formoso, en la raya con Ciudad Rodrigo, con el fin de adquirir productos mucho más baratos que en España. Las cosas se han trastocado con la crisis. El país ha sido invadido por las marcas españolas, cuyos productos en el sector de la alimentación son notablemente más caros que aquí, mientras que en del textil se mantienen los precios de una asfixiante invasión de Zara, Mango y otras conocidas empresas de la confección.
La ciudad ofrece al visitante, como complemento a tales maravillas, museos y centros culturales. Por ejemplo el museo Calouste Goulbekian y su colección de pintura europea desde el medievo hasta el siglo XIX inclusive, porcelanas chinas, mobiliario o joyas; el museo de Artes Decorativas, en pleno centro histórico; el museo de Arte Antiguo; o el museo de los azulejos, próximo a la estación de tren de Santa Apolonia. Dejamos para otro artículo la ineludible visita a Belem, donde se enclavan su famosísima Torre, el monumento a los Descubrimientos, el Monasterio de los Jerónimos, el Museo de Carruajes o el Palacio de Ajuda.
Porque Lisboa brilla bajo la luz mortecina de un día de lluvia, melancólica como un fado, cosmopolita y amante de lo antiguo y propio, repicando las lágrimas del cielo por sus habitantes muertos en el terremoto sobre los adoquines de las calles, mientras las aguas del Tajo lamen cadenciosamente sus bordes antes de morir en el Atlántico.
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