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Cartas a Luiso, que partió de viaje (décima y última)
La muerte de Luiso, aun esperada, no deja de sorprendernos. Después de dos resurrecciones, algo de lo que precisamente no se pueden jactar muchos dioses, habíamos dado en pensar que era inmortal. Desde luego, la mayoría de los humanos habríamos perecido mucho antes en el intento. Él no, él amaba la vida fieramente y se aferraba a ella con elegancia y determinación.
En este largo corto periodo de tiempo que ha durado la despedida, Luis nos ha dado una gran lección, ha mirado a la muerte de frente, con entereza, con toda naturalidad, y nos ha enseñado a todos a nombrarla sin temor. Ella es simplemente el final de esta serie de inciertos viajes que es la vida. Final de trayecto, se para el tranvía y hay que bajarse.
Entre las muchas facetas de la vida de Luiso, quiero destacar su alegría de vivir. L era el rey de la distancia corta, el hombre, el amigo cercano que te robaba el corazón. No tuvo grandes ambiciones ni persiguió grandes proyectos, quizá por propia elección, pero vivía la vida cotidiana, todas sus horas, a fondo, con alegría. Todos hemos conocido, vivido con él, los paseos, las meriendas, las partidas, las reuniones, ese hecho tan simple de estar juntos y hablar y darse calor unos a otros. En sus propias palabras: la sana alegría de vivir, sin motivo.
Hablaré también del Luis políticamente incorrecto, antes de que ese término se hubiera acuñado en el lenguaje. Luis diciendo las verdades del barquero en todo momento y lugar, ante poderosos o humildes, tirios o troyanos, propios o extraños, sin miedo, sin remilgos, sin doblez ninguna.
Cuando nos anunció hace apenas un mes que debía irse, con estas palabras: “debo alejarme”, los amigos urdimos un plan, una estratagema para acompañarle en el último trance. Decidimos escribirle cartas, e irlas mandando una a una, remedando a Scheherezade, la bella cronista del cuento de las Mil y una noches. Ya conocéis la historia, mientras ella contara cuentos al sultán, noche tras noche, su muerte quedaría suspendida. Así, nosotros, pensamos, mientras seamos capaces de escribirle, de enviarle cartas y él las lea, Luis vivirá. Una quimera imposible, como se ha demostrado. La parca juega siempre con dados marcados. Llegamos a escribir, a preparar hasta nueve y a remitirle siete antes de su partida. Todas están aquí publicadas, también las postreras. Esta será la décima y última.
Pues bien, en esas cartas, los amigos, cuando nos hemos despedido, rebuscando en aquello que más nos unía a él, hemos coincidido, sin ponernos de acuerdo, en recordar, en glosar nuestros días de juventud en un lugar de la sierra de Béjar, Hoya Moros su nombre, donde íbamos a pasar unos días cada verano.
Un sitio idílico, rodeado de imponentes peñascos de granito, el río que nace y discurre apacible entre meandros, prados verdes mullidos y nuestro campamento. Comenzamos a hacerlo a eso de los diecisiete años y luego subimos durante bastantes veranos.
Aquella fue nuestra república libertaria, nuestra Arcadia feliz, sans Dieu ni maître, en la que no había leyes, salvo acaso la de ir a buscar leña de escoba, antes del ocaso, para el fuego de la noche.
Y allí pasábamos las noches, al raso, alrededor de aquel fuego iniciático y purificador. Y ahí, Luis era el contador de estrellas, ninguna escapaba a su ojo penetrante, y nos avisaba cuando eran nuevas, que nunca habían estado ahí antes. Luis era asimismo el avistador de ovnis, los veía de todo tipo, sus luces, si rojas o verdes o amarillas o blancas, él, que nunca entendió de colores, sus parpadeos, sus misteriosas trayectorias, de dónde venían y dónde, quizá, aterrizaban.
Y finalmente, Luiso cantaba. Se sabía todas las canciones, todas las letras de principio a fin, y las cantaba con gracia infinita. Él era el conductor, el alma de la noche y de la fiesta. Y eso ha ocupado y ocupará un lugar principal en nuestro corazón para siempre jamás.
Por eso le vamos a echar tanto de menos.
Tengo el presentimiento de que Luiso se irá ahora a ese valle de leche y miel de la sierra, bajo los Dos Hermanitos, el lugar que más amaba. Así que, si os preguntan por él, no digáis que ha muerto, decid que está en Hoya Moros, contando estrellas, y allí nos espera.
Luis Ingelmo Hermosa nació en Los Praos (Béjar) en la primavera de 1948 y murió en Logroño en la madrugada del 25 de febrero de 2015. Hijo de Josefa y Miguel, asistió durante siete años (salvo los veranos) a misa diaria en los Salesianos de Béjar, después estudió en la Universidad Laboral de Córdoba y en la Escuela de Peritos de Béjar, donde obtuvo el título de Perito Industrial. Trabajó en empresas del sector textil y de la industria auxiliar del automóvil, desarrollando tareas de organización de la producción y control de calidad, residiendo en Béjar, Valladolid, Madrid, Portugal, Francia, Reino Unido y Logroño. Fue campeón del torneo de baloncesto de Béjar durante dos veranos consecutivos jugando con el Fragua en el puesto de alero -de tiro infalible a media distancia- antes de que hubiera en el pueblo campo alguno para practicar propiamente ese deporte. También practicó asíduamente los deportes de nieve en la modalidad de descenso sobre funda de colchón de plástico y otros artefactos similares. Fue asimismo constructor de naves espaciales para la cabalgata de Reyes en tiempos en que los jóvenes hacían esas cosas por el placer de hacerlas. Reputado maestro en el juego del habanero y en otros diversos, destacó también en el del mus por su proclividad a perder las partidas en el último minuto, incapaz de dominar el feliz entusiasmo de su boca entrañable.
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Adios mi querido amigo.
Contigo se ha ido un enorme pedazo de mi vida.
Nuestros (tuyos y míos) años veinte y treinta. Esa parte de mi propia vida ubicada en tu prodigiosa memoria (¿quién es capaz de recordar todas las letras de la lista descomunal de canciones con la que nos hemos reído tantas veces? se ha ido contigo.
Hasta siempre.
José Manuel.
Chapeau, Sr.Velasco y amigos.
Qué hermosa esta amistad"encartada"en la vida y en la muerte...Desde ahora Hoya Moros tendrá un plus,Luiso en su plenitud...
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