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Varios siglos nos contemplan en Cartagena
Las vías plateadas se extendían más allá de los confines de la vista, paralelas siempre, castigadas a nunca encontrarse por obra y gracia de un dios inmisericorde. El tren avanzaba deslizándose por ellas suave y amorosamente, acariciando los raíles y agitando las ramas de los naranjos y limoneros que le flanqueaban el paso. El final de su carrera lo impondría el inevitable encuentro con el mar.
Desde Murcia a Cartagena la vista del viajero se deleita durante el soplo leve de una hora con las montañas casi desérticas, los plásticos de los invernaderos y el océano de verdes y naranjas y amarillos de los árboles frutales. Un único vagón, que incluye la propia maquinaria, nos transporta de una a otra. Alguna que otra urbanización, surgida de la nada, se alza en despoblado como un testigo presente y futuro de la especulación inmobiliaria. ¿Cuántos de esos pisos estarán hoy vacíos, mudos, faltos de vida?
El corto viaje muere en una estación señorial, hermosa, con empaque. No en vano en la ciudad se respira el aire de otro tiempo, aquel en el que las minas cercanas de La Unión producían reales y pesetas en unas cifras estratosféricas tales que permitieron el surgimiento de una burguesía boyante al calor de unos minerales extraídos con sangre, sudor y lágrimas por la fuerza de unos brazos procedentes de la inmigración. Si a ello añadimos la presencia de la armada de la marina española, Cartagena renovó su cara y se introdujo entre las ciudades más importantes del siglo XIX en España. Poco, por no decir nada, quedaba de ese otro enclave milenario por el que lucharon Aníbal y Escipión el Africano. La sorpresa esperaba paciente en el subsuelo, enterrada bajo toneladas de tierra. Arquitectos catalanes como Víctor Beltrí se asentaron en la ciudad, desplegando una arquitectura digna del Ensanche barcelonés con su Casa Maestre o el Palacio Aguirre. El ayuntamiento es un buen ejemplo del momento de esplendor. Construido en 1900 junto al mar (hoy dista de él a unos buenos cien metros), la riqueza de sus materiales asombra hoy día. Viendo su hermosa fachada bien pudiéramos pensar que nos encontramos en San Sebastián. Esta joya arquitectónica se ha restaurado hace relativamente poco tiempo ante la amenaza de hundimiento: los mármoles de los que se confeccionaron su escalera palaciega y fachadas otorgaban un peso a la construcción que la base, de tierra marina, no podía soportar. Sin su consolidación pudiera haberse convertido en otra Torre de Pisa. Asombra la riqueza de su mobiliario, el gusto del diseño, el delicado trabajo de forja y las buenas pesetas que costaría en su tiempo, señal inequívoca de una ciudad próspera que hoy parece olvidada.
El día en que llegamos las calles rebosaban de extranjeros. Se hacía difícil pasear a través de la calle principal ante la marea humana que procedía del puerto. Antes de desembocar en aquel lugar, testigo de la partida de miles de soldados y marineros hacia las ignotas tierras de Marruecos, para sostener una guerra que dejaba cientos de cadáveres anónimos cada año, y de la llegada de todo un rey, Amadeo de Saboya en enero de 1871, percibimos la presencia de un edificio flotante, origen de los americanos que inundaban la ciudad. Cuando partió el trasatlántico entre pitidos atronadores, la ciudad volvió a la soledad más absoluta.
La sorpresa se encontraba en el subsuelo. El asentamiento poblacional cartaginés y posteriormente romano, Cartago Nova, dormía bajo toneladas de tierra. Nadie hacía presagiar que varios metros más abajo de donde habitaban los marineros, en humildes casitas de adobe, pudiera encontrarse uno de los teatros romanos más espectaculares de la península. Imagino la cara de los arqueólogos allá en la cercana década de los noventa cuando se dieran cuenta de tamaño descubrimiento. Hoy día se accede a él a través de un palacio barroco del siglo XVIII, el Palacio de Riquelme, de muros rosados frente a la casa consistorial.
El Museo del Teatro Romano fue concebido por el arquitecto Rafael Moneo no sin dificultades de carácter arquitectónico. ¿Cómo comunicar un palacio barroco exento con el Teatro Romano, situado a su espalda, salvando un desnivel de varios metros de altura y aprovechar el espacio para desplegar el museo? No dudamos de que en su elección tuvo mucho que ver con el acierto a la hora de diseñar el Museo Nacional de Arte Romano de Mérida, una buena actualización de las formas constructivas romanas en ladrillo. Sin embargo, en Cartagena la complejidad era mayor ante la obligatoriedad de integrar edificios preexistentes. El visitante penetra al museo a través del palacio barroco, utilizado como zona de recepción de visitantes, sala de audiovisuales y oficina, y se adentra en un pasillo descendente a modo de túnel del tiempo con exposición de piezas y paneles explicativos. El corredor comunica con un edificio cúbico de nueva construcción de varios pisos de altura, intercomunicados a través de escaleras mecánicas, construido en hormigón visto y chapado en ciertas zonas en piedra dorada de Cartagena y con suelo en pizarra negra. Las esculturas halladas en las excavaciones se exponen en distintos niveles sin que nada interrumpa su visión e iluminados con luz natural procedente del exterior. Una vez llegados al nivel superior, otro túnel de bóveda de cañón ascendente de ladrillo tipo romano nos traslada desde el museo hasta una de las capillas de la bombardeada iglesia de Santa María la Vieja, adosada al teatro en un nivel superior. El templo, al igual que la ciudad, fue bombardeado durante la guerra civil y es testigo mudo del conflicto más sangrante de la Historia de España. No se ha querido restaurar para que no olvidemos y su esqueleto deshuesado aún nos hace reflexionar sobre la barbarie. Una de sus capillas aloja un mosaico romano de gran valor, por lo que Moneo ha querido reintegrarlo en su proyecto de musealización. Por fin, y sin que el visitante se lo espere, con gran escenografía, tras la capilla levemente iluminada y pequeña y un breve pasillo, se desemboca en la parte superior del teatro, deslumbrante en su belleza de siglos. La sorpresa es total. A tus pies varios siglos te contemplan desde aquel siglo I a.C. en que fue construido con una capacidad para 6.000 espectadores.
Los vestigios romanos no se delimitan al teatro. Tuve la oportunidad de visitar la Casa de la Fortuna, conservada bajo los edificios de una casa, el Augusteum y el Foro Romano, en el Cerro del Molinete, ahora en excavación, en el que los visitantes tienen la oportunidad se seguir con emoción el proceso de descubrir pieza a pieza, fragmento a fragmento, la historia milenaria de Cartagena, desperdigada por toda su extensión, desde el Cerro del Molinete hasta el mar.
Asentamiento cartaginés, emporio romano, población bizantina, lugar musulmán, puerto hacia las Indias, enorme fundición y astillero de la Armada Española, ciudad de paso de soldados hacia Marruecos, Filipinas o Cuba, capital industrial y moderna, Cartagena debe buscar ahora ser un punto de atracción turística ante el declive creciente tras el cierre de las minas de La Unión. En ello están y tienen los mimbres necesarios para conseguirlo.
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bello tu post... es verdad que aquella Cartagena está llena de magia, como lo está la de Indias, en mi país, seguramente llamada así en honor a esa Cartagena y ambas a la remota Cartago...
Paz
Isaac
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