A orillas del Alster, aquí se amasa el dinero del mundo, la ciudad lo ha ganado, lo conserva y lo incrementa sin tregua, mientras embellece todos sus rincones, paseos y piedras, con árboles ordenados y bellos como postales antiguas.
Hamburgo ha sabido nadar y guardar la ropa y, yendo más allá, resurgiendo de las cenizas en que quedó convertida por las bombas no hace tanto, se ha hecho con un ajuar de primera.
La puerta del mundo la llaman, puede ser. Este puerto largo y explotado, surcado por barcos de todas las banderas, contenedores a millares de Yang Ming o de Hapag LLoyd, cargueros de Valletta, cruceros de Panamá, el mismísimo Queen Elizabeth en dique seco, el tráfico incesante y veloz de mercancías, de las que ves relucir su valor añadido, el oro que chorrea a espuertas.

Debieron empezar con el comercio, y construyeron depósitos y muelles para recibir y expedir objetos y sueños, convirtiendo el estuario en lugar de entrada o salida de cualquier materia o persona, destino anunciado y seguro para cualquier parte. Antes, granos, tejidos o sales, y ahora coches, herramientas pesadas, utensilios de precisión, esta sociedad disciplinada y bien organizada remueve la olla con diligencia al tiempo que se construye una morada a la medida de su nuevo esplendor.

Aquí, frente a este lago del Alster, más grande que el principado de Mónaco (así lo cuentan los speakers), la tarde apacible, los gansos nadan o deambulan torpes sobre la orilla siempre verde, los sauces tienden una cortina dorada y el rumor del tráfico parece algo ajeno. Este es un decorado adecuado para la prosperidad de bolsillos bien llenos.

He tardado siglos en pasar por aquí, en parar aquí, y ahora que he llegado, compruebo, no sin cierta turbación, lo descansado que resulta sentir, contemplar esta belleza productiva, bien cimentada y dibujada, con un punto de naturalidad impostada, una belleza a salvo, parece, de la tormenta que avanza por todas partes.