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Lo que queda del mapa
Borges, en uno de sus cuentos, habla del emperador cuyos geógrafos habían desarrollado de tal modo el arte de la cartografía que habían llegado a reproducir todo el imperio a escala natural. El emperador tenía así, a su disposición, además de su inmenso territorio, una reproducción del mismo con idéntico tamaño y detalle. Dos mundos sometidos a su voluntad imperial por el precio de uno. El real y el dibujado. Valles, montañas, ríos y ciudades reproducidos con exquisita perfección. Representación y realidad superpuestas, idénticas e intercambiables. ¿No era esto una maravilla?
Avanzando por el camino que nos abre la pluma de Borges, tendríamos ante nuestros ojos el mundo y sus cosas tal como son y justo debajo, (o encima, tanto da), como una piel, un mapa del mismo mundo tal como fue en el momento en que fue representado por aquellos afanosos cartógrafos. Porque está claro que ambos mundos, que un día fueron iguales, el real y el dibujado, habrían comenzado a divergir desde el mismo instante en que los sabios acabaron su trabajo, el tiempo masticando las torres, las batallas, los hombres y el viento haciendo su trabajo implacable.
A partir de esta digresión les propongo un paseo por el planeta Tierra para descubrir lugares o rincones que, por su naturaleza o su estado, por su singular condición, podrían ser parte de ese mapa, también ajado, a su vez, por el paso del tiempo, habiendo suplantado al territorio o a la forma original, a los elementos primigenios que un día allí estuvieron. Lugares que han quedado varados entre el espacio y el tiempo y que nos muestran lo que queda del mapa.
Bien saben ustedes que existen territorios imaginados e inalcanzables, pero no, no es este el caso, hablaré siempre aquí de sitios donde he estado, a los que se puede llegar por algún camino, ya sea éste recóndito o perdido, o que incluso están ahí, a la vuelta de la esquina, al lado del tráfico incesante de los días.
Comenzaré por Santa María de Rioseco, en el norte de la provincia de Burgos, en las Merindades, a orillas del Ebro, cerca de Villarcayo. Un lugar que nació como monasterio cisterciense, allá por el siglo XIII y que conoció momentos de esplendor y de gloria para acabar, derrotado por el olvido y la hiedra, conformando un grabado romántico que habrían podido firmar Giambattista Piranesi o Caspar David Friedrich.
¿Existe ese lugar?
Ahí tienen esos arcos ingrávidos sosteniendo el tiempo perdurable, las piedras enmarcadas en ángulos imposibles, el polvo, el bosque construyendo paredes verticales, la melancolía suspendida, la luz titubeante, la zarza interminable, el desamparo.
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