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Paisajes naturales y renaturalización
Por Antonio García Díaz
Artículo publicado en Balcón Serrano: Revista de información y opinión sobre las actividades del proyecto piloto de desarrollo rural “Trenzando Diversidad”.
La interrelación entre hombre y medio creó el paisaje que hemos recibido. Es un paisaje humanizado, sin dejar de ser por ello un paisaje natural.
Las personas que hemos visto muchos documentales de la 2 posiblemente estemos contaminados de ese concepto de que lo natural son solamente los territorios vírgenes.
Sin infravalorar el valor patrimonial que ellos representan, hay que recordar que pocos espacios de la superficie terrestre han permanecido ajenos a la actividad humana, incluidas las selvas amazónicas o la estepa siberiana. Si en esos espacios la densidad de las poblaciones humanas fue débil era precisamente por la modulación de esa densidad a los recursos que ese medio les ofrecía.
Desde nuestros inicios, las culturas recolectoras-cazadoras o las neolíticas siempre han sido conocedoras de las limitaciones medioambientales y de los peligros de pasar las líneas rojas de la sobreexplotación. Esta conciencia estaba especialmente omnipresente en las culturas de los pueblos insulares del pacífico.
Es conocido el ejemplo de Hawai, en donde había una autoridad dentro de la comunidad cuyo trabajo y función era la de observar, conocer y definir qué plantas o qué peces y en qué grado de intensidad se podían recolectar o pescar. Estas comunidades también contaban con normas y costumbres para el control demográfico.
La generalización de la actividad agroganadera como forma de vida trajo cambios en el paisaje y en la biodiversidad, pero no necesariamente supuso un empobrecimiento. Especialmente, en nuestras zonas de montaña, podríamos decir que todo lo contrario, que el aprovechamiento en mosaico de los territorios implicaba la incorporación de nuevas variables con la creación de un sinfin de microhábitats.
En esta fotografía del valle de Montemayor en el mes de julio podemos observar la riqueza creativa de sus habitantes a la hora de la diversificación paisajística: bosque de ribera, prados de regadío adehesados con fresnos, setos de piedra, masas de roble, castañares...
Todo ello buscando la optimización del recurso para sus moradores, pero en armonía y en complicidad con el medio. La filosofía del sistema tradicional de gestión del territorio tenía siempre presente la conservación del recurso ya que era conocedora de que lo contrario significaba una pérdida de patrimonio para la población presente y para su descendencia.
Esta es la gráfica de evolución de la población de uno de nuestros pueblos. Podemos observar cómo en la primera mitad del siglo XX la población se mantiene muy elevada (superior a los siglos anteriores). Para sustentarla incrementaron cuantitativamente las actividades productivas en el territorio, pero esto no supuso necesariamente un cambio de sistema. Se sembraron más huertos o se roturaron más tierras de labor y se optimizó el aprovechamiento de los pastos.
La gestión del territorio tenía siempre presente la conservación del recurso ya que lo contrario significaba una pérdida de patrimonio para la población presente y futura
Las masas forestales sí sufrieron una fuerte presión en su aprovechamiento, pero en compensación eran atendidas con minuciosas labores de limpieza, podas y clareos.
Posiblemente este aumento supuso un incremento de la capacidad de sustentación de la fauna silvestre, al menos de aquélla que se beneficiaba directamente de estas actividades, muchas de las cuales eran a su vez especies claves para la buena salud de la pirámide ecológica: conejos, perdices, liebres, pequeños pájaros…
No debemos de andar muy desencaminados en estas afirmaciones ya que en 1953, en el momento cumbre de la superpoblación de nuestros pueblos y del medio rural en general, el gobierno de España creó las Juntas de Extinción de Alimañas. Su finalidad era el exterminio de muchas especies que ahora están protegidas por peligro de extinción. En su listado de animales a eliminar no solamente estaban el zorro o el lobo sino también el lince. Personas mayores de nuestros pueblos nos han contado, que en estos años, cuando ellos eran niños, les pagaban por entregar en su ayuntamiento huevos o polluelos de pegas, arrendajos, alcotanes o águilas ratoneras.
Y es justo aquí, a finales de los años cincuenta cuando se inicia el proceso de la diáspora de las poblaciones rurales hacia las ciudades. Se inicia la imparable pérdida de población, se abandonan paulatinamente las siembras, se desatienden las masas forestales, los campos y montes se llenaran de brozas, zarzas y escobas. Es a partir de este momento cuando da comienzo un cambio de sistema o al menos sí se producen radicales transformaciones dentro de él.
Y también es en este momento cuando la biodiversidad inicia la caída en picado de la que ahora todavía somos testigos.
Toda esta argumentación puede contener errores, pero no más que aquéllas que por activa o por pasiva corresponsabilizan a las comunidades rurales de la pérdida de biodiversidad. Mi argumentación busca llamar la atención sobre dos reflexiones:
- Por un lado que la sociedad, las administraciones, los técnicos y los estudiosos deberían de reconocer y respetar los valores culturales y ambientales implícitos a las personas que vivieron y viven en el campo realizando prácticas tradicionales.
- Por otro lado, la preocupación de que si no se comprende el papel fundamental que juegan las comunidades rurales en la conservación ambiental, se diseñarán estrategias que las ignoren o las arrinconen una vez más, considerándolas como parte del problema en vez de cómo lo que son realmente: la parte fundamental de la solución.
Un campo sin campesinos
Siento un profundo temor de aquellas argumentaciones que por activa o por pasiva consideran o dan a entender que la desaparición de los campesinos será una buena noticia. Que esto traerá la recuperación de los ecosistemas primigenios.
Los ciudadanos amantes de la naturaleza, sin necesidad de ver la 2, ó de cambiar de continente, podrán disfrutar los fines de semana de la contemplación de espacios naturales vírgenes y sagrados. De ser posible esta reconstrucción, de ser la más acertada, cosa que dudo, y de ser sostenible, implicaría unos costes muy elevados, también necesitaría de personas que realizaran los trabajos de mantenimiento, limpieza o vigilancia, pero eso sí, ya no serían campesinos.
Considero que lo realmente inteligente es conocer y fomentar nuestro propio modelo y comenzar desde ya, porque todavía hoy se puede realizar en continuidad y a partir de todo lo que todavía conservamos. Y algo se habrá hecho bien cuando la península ibérica, con una presencia agroganadera de más de seis mil años, es el territorio europeo con mayor biodiversidad en fauna silvestre y en razas domésticas, por no hablar de la dehesa de encinas, una creación cultural única en el mundo y ejemplo de un aprovechamiento eficiente, multifuncional y sostenible.
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