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Sociedad de bajo coste
Elpais.com.- VICENTE VERDÚ
Más de una vez, a lo largo de esta eterna crisis, nos hemos preguntado si al deterioro del sistema, social o económico, cultural y político, no correspondía también un empeoramiento en la calidad de las personas.
En la dialéctica de toda la vida unos creen que es la sociedad quien decide el valor de los individuos y otros que son los individuos quienes perjudican a la sociedad. La política penitenciaria en Estados Unidos cree que debe aislarse y hasta eliminar al sujeto que daña a la comunidad mientras en España, por ejemplo, la doctrina es que son unas malas condiciones sociales quienes lo malean y, en consecuencia, la culpabilidad ha de buscarse en la organización social. Con la primera idea los individuos merecen la pena de muerte y con la segunda merecen la oportunidad de su reinserción.
¿Fue la codicia y la ignominia de los agentes financieros quienes desencadenaron esta gran crisis o fue el sistema neoliberal quien arrolló los pilares que habían proporcionado estabilidad y prosperidad durante más 10 años seguidos? Lo cierto es que una y otra juntas se sintetizan en una época donde la insignia viene a ser el low cost. Un bajo precio de las cosas unida a su mala prestancia, una corta obsolescencia de los artefactos debido a su deliberada fabricación sin rigor. Y, en paralelo, una corta duración de las amistades, los amores, los vínculos que a su brevedad suman la propensión a la avería.
Igualmente, una a una, las personas inmersas en esa atmósfera poco limpia también ellas se manchan o contagian de algún hollín moral y no se trata solamente de que parezcan más egoístas, menos dignos o de pobres conocimientos, sino que fallan como escopetas de feria en una proporción seguramente coherente con la lasitud de la feria en general.
Un ejemplo significativo que salió hace poco a flote fue la vergonzosa conducta del capitán del Costa Concordia, que abandonó el barco sin cumplir con sus deberes para el salvamento del pasaje. No todos los capitanes han perdido la honra, pero miles de políticos y empresarios han dejado de lado la honradez. Ni parece que haya leyes eficaces para evitar que la sociedad se degrade como pedía Aristóteles en Ética Nicomáquea, ni los preceptos religiosos que armaban la conciencia interior de los creyentes, son cosas de un tiempo donde la relajación hace negocios por todas partes, desde los conciertos a los gimnasios, desde las sesiones de masaje a la medicina natural.
El episodio del Costa Concordia podría ser, exagerando, la metáfora de un naufragio de la condición actual de las personas. No todo el mundo es malo pero muchos han contraído el mal. No va a terminarse el mundo, pero cuando se trata de esta coyuntura financiera casi nadie duda en referirse al “borde del abismo” o al Apocalipsis de san Juan.
A la inmoralidad esencial del sistema económico se añade la carga de la débil moral cívica o personal. Una se encarama en la otra y trabadas se hunden en un momento en que cumplir con la palabra, comportarse con dignidad, respetar a los demás y a sí mismo ha ido perdiendo importancia.
La pérdida de importancia de la integridad es la pérdida de importancia del mundo (y de lo inmundo). Frente a la justicia la lenidad, frente a la honradez la trampa. El peso que han perdido hoy casi todos los objetos conocidos, desde el teléfono a la máquina del tren, se corresponde con la ligereza en que se tienen las categorías que antes pesaban tanto. Pesaban tanto como para cimentar una personalidad respetable y contaban tanto como lo que ahora, como un patrimonio raro, se llamaba la reputabilización.
Se llamaría así, dentro de lo económico, a la confianza que hoy, excepcionalmente, posee un banco o un político. Pero, en general, la reputación fue una condición que hace medio siglo decidía el destino común y sobreentendido de las relaciones, privadas o colectivas.
Una malla con agujeros
Si la irresponsabilidad ha sustituido en buena medida al sentido del deber, la especulación ha hecho lo mismo con el sentido del crédito. No hay producción en la especulación como no hay asiento en la firme personalidad del otro. De ello se deduce una malla social que se agujerea o deshilacha fácilmente y de cuyo desarreglo brotan los individuos tarados. Tipos incapaces de responder ante su extraviada conciencia y sin su sanción, sin acuerdo civilizado la comunidad se desciviliza o, justamente, se envilece.
Esta gran crisis puede llegar a ser, por tanto, una crisis de civilización. A la degradación general de los materiales, la mala calidad de los tejidos, la calculada obsolescencia de los aparatos o la artificial elaboración del pan, sigue, en coherencia, la pérdida de consistencia en las personas. ¿Cómo no pensar, pues, que si el sistema ha colapsado es por efecto de sus materiales revenidos y los defectos de su infame construcción?
Bien, admitámoslo como hipótesis: las gentes de ahora son de peor calidad que las de antes. Pero ¿por qué? Una explicación darwiniana vendría a exponer que ese peor no es otra cosa que una nueva cualidad para sobrevivir en la actual realidad del medio.
Físicamente, cabría decir que una persona íntegra (entera) se aviene mal con un mundo complejo (no integrado) y fraccionado. La gente no sería de este modo peor en sentido absoluto sino que la notaríamos desigual con el paso del tiempo.
La buena persona o la persona honrada, se caracterizaba porque alteraba poco o nada su composición y a esto lo llamábamos ser fiel a sus principios. Poseíamos un retrato de ella y el retrato constituía su único y fiable repertorio. Un retrato de ese “de cuerpo entero” puesto que era así como se definía al ser ejemplar: “un hombre o una mujer de cuerpo entero”, “un hombre o una mujer de la cabeza a los pies”.
La honradez perfecta amazacotaba el valor (tanto como amazacotaba la miga del pan candeal) hasta hacer una sola pieza uniforme. Seríamos acaso diversos en el carácter, pero seres con alma de oro macizo. Un búnker metálico-moral que precedería al plástico capitalismo de consumo proclive a la flexibilidad.
Los dos factores importantes del sistema de consumo, la novedad y la flexibilidad, el fraccionamiento y la adaptabilidad se oponen a la integridad y la inalterabilidad. Todo ser compacto pesa más e incluso repitiendo su ser se hace mostrenco. Un modelo, tótem en la cultura tradicional, inservible hoy en la cultura del cambio.
La máxima de ser igual a sí mismo, base de la honradez, será opuesta a la novedad sin tregua. Individuos y objetos dejan de ser indivisibles y se hacen transformers ya sea en las relaciones personales, en las laborales o en las morales. La consideración positiva que se confiere a la innovación en todos los ámbitos es consecuente, por tanto, con la inconsecuencia de las personas. Es decir, a su inestabilidad antes que a la permanencia de sus principios básicos.
Las que vemos pues hoy como personas de mala calidad, gentes que, como los objetos, no mantienen su composición deviene en la imposibilidad de fijar en ellas la confianza, y hace obsoleta o la fidelidad. Son el efecto, en suma, de la movilidad incesante que exige la supervivencia. Para todos y para todo.
La paz y las tías
Pero ha de haber alguna explicación más. Las buenas personas fueron la base de nuestra paz. Ahora parece que ese tipo de gentes se han quedado ociosas o demediadas; y día tras día cuesta tropezar con este género de cuya actitud derivaba una bonanza casi vecinal. Podía confiarse en las buenas personas como soportes a través de cuya emulación se sanaba por contagio. Esos pilares actuaban, además, con la mayor naturalidad y era precisamente su real benevolencia, su capacidad de perdón y su asistencia la que decidía el relativo bienestar de los pueblos.
La reducción de buenas personas deja al grupo deshilvanado
No era necesario que numéricamente fueran legión, pero eran relativamente tantas que constituían una atmósfera o un dominante olor. Tías, antiguas compañeras, primas... Casi siempre estas buenas personas coincidían con ser mujeres, pero también había algunos y principales hombres buenos que en frecuentes ocasiones cumplían como alcaldes, notarios, médicos o abogados que nos ayudaban generosamente y nos asesoraban bien. La pérdida o la fuerte reducción de las buenas personas ha dejado por tanto al grupo social enflaquecido o deshilvanado porque estas gentes en las que convergían muchos otros actuaban como una hilación dentro de cuyo círculo vivíamos más confiados y liberados del inevitable temor de cada relación.
Hace muchos años, cuando no teníamos la televisión, los videojuegos, los vídeos, el cine y hasta la radio, los adultos y los ancianos se distraían mirando a la gente pasar. Los balcones con vistas a la calle mayor, las terrazas de los cafés, las ventanas que daban al paseo o, en general, todo puesto que permitiera contemplar el discurrir de los vecinos eran claramente apreciados.
De la observación y el comentario había, claro está, buenos y malos especialistas. Ojeadores pacientes que con su finura ataban cabos y ligaban historias secretas. Y comentaristas con liderazgo que, en frecuentes ocasiones, lograban difundir sus consideraciones y elevar sus conclusiones a categoría.
Las personas se entretenían así con las personas. Las personas se entretejían así con las personas. Se constituía así un genuino tejido social porque lo excitante consistía en hilar de modo tan fino y audaz como para hacer pasar el hilo argumental de la escena callejera a la escena hogareña y sus ocultos entresijos. Numerosos libros se escribieron a partir de este mínimo punto de vista entre visillos, pero lo importante fue, sin duda, la gigantesca biblioteca romántica (trágica o cómica) que numerosas personas, sin otros medios de distracción, obtenían de otras personas transformadas en actores de películas, novelas o cuentos en vivo.
¿Se amaba la gente más entre sí? No es seguro. Sí resultaba, no obstante, cierto que se necesitaban más. Más en casi cualquier aspecto, desde la sanidad a la compañía, desde la admiración a la envidia, desde la investigación al entretenimiento. Y dependían entre sí mucho más para brindar contenido a las múltiples horas del día y su particular modo de ponderar al personal.
De hecho, las personas se dividían entre las que demostraban fundamento y las que no, siendo la fundamentación igual a la cimentación y la cimentación sinónimo de un arraigo en lo cabal.
En coherencia, el linaje significaba un arraigo en la historia de la herencia familiar. La sangre provenía de arriba como de un manantial que se derramaba desde el cielo y traspasaba la historia a través de los cuerpos bañados por su corriente.
Las familias se desplegaban en el tiempo y los abuelos veían en sus nietos una continuidad vertical que provenía desde sus ancestros y se hundía en la tierra siempre prometida y comprometida ¿Qué ocurre sin embargo ahora? El conocimiento no recibe una inspiración vertical y honda a la manera de los libros, sino que el saber procede de las superficies de las pantallas, de los panoramas de los viajes, de las fachadas de los edificios.
Igualmente, el linaje puro y vertical se reemplaza por la mancha en horizontal. Las familias no trazan una línea de descendencia sino de evanescencia por cuya realidad el valor vuela, se pierde o se transforma. Lo sagrado pesa, es tabú, es débito a la probidad y la honra. Lo laico, poco a poco, tiende a desarticularse, gana velocidad y se deshace en aguas tan libres como turbulentas.
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