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Nemesio Sánchez: el regreso de tío Bartolo y la piel de la culebra
Sexto capítulo de las memorias de D.Nemesio Sánchez García, nacido antes del amanecer del 20 de diciembre de 1889 en El Cerro. Emigrante. Nunca regresó.
Entre 1900, o 1901, no recuerdo bien, me dice mi madre de ir a casa de tío Andrés. Ya sabéis que allá a todos les dicen de tío ó tía. Este “tío” era vecino nuestro y hacía poco había llegado un hijo suyo de regreso de la guerra de Cuba. Se llamaba Nicolás, estaba en el patio y había dos mujeres más. Mi madre lo saludó y le preguntó cómo era que estaba tan desmejorado. Él contestó que habían sufrido muchas penurias. “Hubo momentos que tuve que beber mi propia orina porque me moría de sed”. Mi madre lloraba al escucharlo.
A la semana siguiente, vino un tío mío que se llamaba Bartolo, también había estado en la guerra de Cuba, pero nunca se había visto con Nicolás. Venía vestido de civil, con un traje nuevo, con la chaqueta sin abrochar, ¡gordo! Llevaba una camisa blanca con pechera de seda y rayas amarillas y azules como de un centímetro de ancho. Yo quedé enamorado de esa camisa hasta el extremo de comprarme una parecida, once años después, cuando la vi en una vidriera, en una tienda en San Miguel, cerca de Campo de Mayo. Entré sin vacilar y compré una a mi medida, la cuidaba como a una mascota hasta que se gastó de tanto uso.
Pero volvamos a mi tío Bartolo. Le pregunté a mi madre cómo era que Bartolo había vuelto tan gordo y el vecino tan magro, a lo que me dijo que Bartolo había servido como asistente de un general y por lo tanto comía y bebía muy bien, porque lo pagaba el pueblo, y que ahora al ejército y al Gobierno todos los llamaban de traidores, vende patrias y ladrones. Me acuerdo de una canción que se cantaba en aquella época:
Ministros, ¿queréis comer barato y de buena forma?
En los Estados Unidos, tiene Sansón una fonda
Allí no hay más que llegar, sin precisar de dinero
Y enseguida preguntar, ¿qué tiene este caballero?
Tengo balas estofadas, bayonetas en puchero
Fusiles amisterados, pólvora frita con huevos
Cañones en saladilla, proyectiles con arroz
Granadas con patatas fritas, que están mejor que el jamón
Y buques acorazados, que tienen mucho valor
Mucho furor y dinero para recuerdo de España
Porque las islas ya se vendieron
De las barbas de Moisés, tengo que hacer una escoba
Para barrer los cuarteles de las tropas españolas.
Ahora yo digo, ¿éste es el trabajito de los americanos, corromper a los gobiernos para conseguir más riquezas? ¡¿Qué tal?! Pero volvamos al pueblo del Cerro.
Cuando cortan el heno en los prados, lo hacen con la guadaña. La sostienen con ambas manos por el mango, aquí lo llaman, cabo, y empiezan a cortar en un extremo de la propiedad, junto a la pared y siguen al otro extremo, cortando de derecha a izquierda con los brazos extendidos.
Cuando llegan al otro extremo vuelven hacia donde comenzaron y así hasta terminar. Llevan, en la cintura, un cuerno de vaca lleno de agua, sujeto con una correa con hebilla y una piedra de afilar para la guadaña.
Luego de tres ó cuatro días, el heno está seco y listo para ser amontonado, valiéndose de la horquilla de roble que cité anteriormente. Luego ponen una soga doblada en el suelo, separada unos cincuenta centímetros entre sí. Encima de la soga ponen un fardo de heno, luego cruzan las sogas y ponen encima otro fardo, atan todo de modo que esté bien apretado y cargan todo en el aparejo sobre el mulo y sujetan la carga con una cincha.
Ya he dicho que al mulo lo cargan de ambos costados, emparejando el peso. Hecho esto, el dueño toma al mulo por la cabezuela y lo dirige un tramo hacia el corral, luego el mulo sigue solo como si lo guiaran, directo al corral. Una vez allá, el heno es introducido en el pajar por dos mujeres que se combinan, una recibe el heno que le alcanza el dueño y la otra lo coloca arriba, en el pajar.
Luego vendrán las cosechas de la uva, las aceitunas, las castañas; pero esto será en el otoño. Como ya he dicho, en el invierno hace mucho frío y la única tarea será cuidar de los animales.
En la primavera siguiente me dice mi abuelo; “vamos a ir a cavar las viñas de los sauces”. Así llamaban al lugar donde está la propiedad. Este trabajo consiste en remover con una azada la tierra alrededor de la vid y sacar la maleza. También le sacan los brotes que no tienen frutos, para obtener uvas más grandes. Estábamos haciendo esta tarea, cuando oigo gritar a un pájaro, no cantaba, se distinguía bien que gritaba. Sospechando que algo le pasaba me dirigí hacia done venían esos gritos. Alcanzo a verlo entre las zarzas, al tiempo que sale una culebra de entre las ramas. Fui a buscar a mi abuelo y le conté lo que había visto. Él me dijo que si yo no me acercaba a curiosear la culebra se habría comido al ave. Yo no podía entender cómo podía ser, que el pájaro, que podía volar, cayera en poder de la víbora. Me explicó que las víboras podían comer cualquier cosa y a cualquiera, porque cuando el reptil está cerca de la víctima, la paraliza con la respiración, se acerca sigilosa y se la traga entera. He matado varias y al abrirlas encontré en el vientre, ratas, lagartos o pájaros enteros. Mi abuelo era un hombre serio y le creí.
A la semana siguiente, mi hermano y yo fuimos a cavar una viña de nuestra propiedad, por otro sitio de la sierra. Al llegar, salté la pared por un lugar donde había un matorral de robles. Apenas hice pie, sale corriendo una culebra. Tomé la azada que llevaba y le di un golpe que la partí por el medio. Medía más de dos metros.
Las culebras se arrastran despacio por eso yo le pude pegar. Con otro golpe la maté y como vi que tenía algo así como una hinchazón en lo que me pareció el vientre, la abrí y encontré una rata enterita dentro de la panza. Esto terminó de convencerme que mi abuelo me había dicho la verdad. Ese mismo día encontramos la piel de una culebra muy grande. Las culebras cambian la piel en la primavera. Una vez cambiada, ésta es transparente como un papel, se ve todo lo que hay dentro.
Al llegar a casa ya de regreso, nos encontramos que en casa había un muerto envuelto en una sábana sobre una parihuela (especie de camilla), puesta sobre unos caballetes. Le pregunto a mi madre, “¿quién es este muerto?”. Mi madre me dice, “es tu tío Bartolo, que dormía en el piso del corral, donde guardamos el pasto para los animales. Tío Antonio le dio permiso para que durmiera allí porque no tenía casa, y hoy cuando fue a verlo lo encontró muerto. Entonces Antonio fue a dar conocimiento al juez y éste lo mandó a la iglesia a buscar los caballetes y la parihuela y se lo llevaron a su hermana, que es tu tía Luciana, pero ella no quiso recibirlo y por eso lo trajeron aquí.”
“Pero madre —dije yo—, ¿por qué no quiso recibirlo siendo su hermano?”. “Porque no le gustaba trabajar, vendió todo lo que tenía y por eso no lo quería”, me respondió ella y yo le dije, “pero madre, en un caso así hay que tener piedad como la tuvo usted, ¡no lo vamos a dejar tirado como a un animal!
Hago notar que hasta 1911, año que vine para Argentina, todos los que fallecían, ricos o pobres, eran sepultados de la misma forma: envueltos en una sábana, sostenida por cuatro hombres, lo colocaban directamente en la fosa.
Texto transcrito del original por Doña Inés Ruiz Quiroga.
Continuará…
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