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Morir en soledad, un aviso a la sociedad
Iván Parro
Realmente son una infinidad los temas sobre los que se puede escribir y comentar, en eso creo que no hay discusión alguna, aunque a veces leas algo tan impactante o llamativo que tengas que modificar la idea inicial por otra nueva. Esto me ha sucedido esta semana, en la cual mi colaboración versaba sobre fraudes laborales, pero leí el siguiente titular el otro día y no puedo estar por menos que asombrado, asustado y alarmado: “Hallan el cadáver momificado de una anciana a la que nadie echó de menos durante cuatro años”.
¿Cómo se les ha quedado el cuerpo tras leerlo? Seguro que habrá habido tantas reacciones como lectores, pero estarán de acuerdo conmigo que una de ellas es la incredulidad. Cuatro años muerta una persona es mucho tiempo, ¿verdad? Diría que suficiente para que alguien, por curiosidad, humanidad o qué se yo (valores por cierto que cojean en nuestra sociedad), se interesara al no ver a la vecina, a la mujer de pelo blanco que compraba el pan todos los días a la misma hora en el mismo lugar, a la señora que era tan simpática y que siempre daba los buenos días o las buenas tardes, no sé, pero un poco de interés, ¿no?
María Amparo (que así se llamaba la mujer) murió sola, abandonada, solitaria, anónima. Un vecino de otro bloque llamó a Emergencias porque veía desde el deslunado mientras tendía su ropa dos piernas extendidas sobre el suelo de una casa del edificio colindante. ¡Y menos mal que este vecino se fijó, que observó, que algo le llamó la atención! ¡Menos mal que todavía la capacidad de sorpresa, de duda o preocupación anida en algunas personas! Y los sanitarios y policía acudieron a la casa, y claro, se encontraron ya con una momia para la cual nada se podía hacer, sino solamente quizá preguntarse por qué sucede esto, por qué mueren personas en soledad, abandonadas, porque María Amparo falleció de manera natural aparentemente. A lo mejor era de las personas que no querían compañía, que estaban mejor solas como asevera el dicho popular, huraña, solitaria, con dificultades de relación social o padecía alguna enfermedad, pero que nadie la echara de menos en su barrio, en el Cabanyal de Valencia, un lugar donde todos seguro se conocen, donde cada vecino se sabe la vida de los otros, a mí por lo menos me invita a la reflexión y a pensar qué está sucediendo, qué es lo que estamos haciendo mal o qué está ocurriendo cuando permitimos que pasen cosas así.
Una vecina de otro edificio, cuya puntera de su cocina daba a la cocina de la anciana fallecida, decía en declaraciones a la prensa que salía muy poco, que nadie iba a verla, que vivía con las ventanas cerradas a cal y canto, sin ruidos de televisión ni de radio ni de nada. Otra recuerda que vestía de forma hippie, y que pensaba que se había mudado a otro lugar. Y el banco tampoco sospechó nada porque retenía de la pensión que seguía cobrando el coste del alquiler de la vivienda. Nadie sospechó nada. Nadie la echó en falta. Nadie se ocupó de ella. Nadie la recordaba. Un nombre, unos números de cuenta más, una imagen más para el resto de sus vecinos que acabó sus días de la manera más triste posible: en soledad.
Recuerdo aquí otras colaboraciones acerca de este mismo tema: http://bejar.biz/soledad-epidemia-siglo-xxi y http://bejar.biz/node/36216, sobre todo para recalcar el hecho de que la soledad se está convirtiendo en una epidemia importante, que tiene su eco y relevancia en noticias como ésta, un caso que recuerda otros como el de María del Rosario, siete años muerta en un piso de Culleredo; el nonagenario de Tambre en A Coruña; la mujer de Ciempozuelos (cuyos vecinos sí que se quejaron por el olor pero nadie entró en la vivienda) o la del barrio del Pilar en Madrid, el señor Luis de la calle San Ildefonso, María Cristina Fontana o Margarita Aimar de Alferi, de Argentina, por citar sólo algunos casos que aparecieron y se comentaron en los medios, de personas mayores que murieron hace años, y de las que nadie se preocupó ni quiso saber de ellas, y se encuentran años después con evidentes signos de momificación.
Me pregunto, y es una idea que como sociólogo me viene rondando desde hace mucho tiempo, si es cierto que nuestra sociedad abandona a los ancianos, no les protege, no los cuida, los rechaza o pasa de largo ante ellos, pero ya sólo siquiera por egoísmo político deben ser bien atendidos y mejor cuidados, pues son votos siempre seguros y fieles.
Pero esta situación citada no es cuestión de políticas ni de ideologías; es una cuestión de Humanidad, de socialización, de ciudadanía. No quiero decir que estemos alerta y pendientes de cuantos ancianos conozcamos o nos crucemos por las calles de nuestros pueblos y ciudades, pero sí que cuando sintamos algo sospechoso, algo raro, extraño o que no encaja, intentar averiguar, ya sea solos o con ayuda qué sucede, o llamar a Emergencias para que se hagan cargo. Ya dice el refrán que más vale prevenir que luego lamentar.
Una sociedad que deja morir así de esta manera a sus propios vecinos es una sociedad falta de valores, ausente de ciertos principios. Hagamos entonces un ejercicio de autorreflexión sobre Béjar y sus mayores, sobre todo los que conocemos y no están en residencias, y pensemos en ellos, valorémosles, démosles dignidad y cercanía. Recuerdo el caso reciente del hombre fallecido en la estación de autobuses por ejemplo. Por favor, en la medida de nuestras posibilidades, circunstancias y mentalidades no les abandonemos porque me parece que tampoco nos gustaría que nuestros jóvenes nos abandonaran a nosotros en nuestra vejez, ¿verdad?
“No hay mayor pobreza que la soledad” (Madre Teresa de Calcuta)
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