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El mejor vecino es el que vive a 500 metros
Cinco de abril
Un ruido fuera de lugar me ha levantado de la cama para mirar por la ventana. Eran las dos de la madrugada y tuve la precaución de no encender la luz. Gracias a la farola de la calle y una luna llena en lo alto del cielo, he podido observar que mi vecino estaba mirando hacia todas partes mientras sujetaba la verja del jardín de la entrada. En la acera estaba aparcado un camión de mudanzas con el motor apagado.
Observé que otros dos hombres salían de su casa cargando muebles. Los había comprado en El Corte Inglés hacía apenas seis meses, lo recuerdo porque era mi cumpleaños y aquel día vino una furgoneta y empezó a descargar sillas, mesas, colchones y sofás. Se lo comenté a mi marido con la idea de que pasáramos un día a saludar a los recién llegados. El me dijo sonriendo que ya habría tiempo para las presentaciones.
¡Por fin se trasladan! Respiré con alivio al verlos marchar en su coche un par de horas después, siguiendo a sus muebles. No quise despertar a mi marido porque temía que me acusara de cotilla.
Estos meses había dedicado bastantes horas a observar a esa familia porque me llamó la atención que la mujer apenas salía de casa y cuando lo hacía, miraba al suelo y no saludaba ni hablaba con nadie. Superaba los cuarenta, no se teñía el pelo y vestía con austeridad, falda debajo de la rodilla y zapatos planos. Sus dos niños se limitaban a pasar un par de horas en el jardín trasero donde intercambiaban juguetes con mis hijos a través del seto y nunca los vi salir para ir al colegio. El marido no tenía horario fijo, aunque se pasaba las tardes fuera. Era un hombre de mediana edad, entrado en carnes, con el pelo teñido de negro que se lo alisaba con la mano continuamente mostrando una sortija de oro en el dedo meñique.
Una tarde vino a casa a saludarnos. Se presentó como pastor de los Testigos de Jehová y nos mostró una Biblia encuadernada en piel por si nos interesaba adquirirla. Además de pastor de almas, resulta que era vendedor o, tal vez iban unidos una cosa y la otra. No preguntamos el precio y tampoco nos interesamos por la revista que nos ofreció, aunque leí algo en la portada sobre “alcanzar el paraíso”.
Apenas coincidíamos en el vecindario, pero a los dos meses se estropeó la relación. Todo sucedió el día de Reyes. Mis hijos jugaban con sus bicicletas y sus cajas de Lego y los niños de mis vecinos se sorprendieron de que sus majestades no hubieran llegado a su casa como a las otras y se quejaron a sus padres porque veían a los demás disfrutando con sus balones, zapatillas y coches teledirigidos.
A mi vecino no se le ocurrió otra cosa que llamar a mis hijos para decirles que todo era una farsa y que no volvieran por allí. El día de Reyes se ensombreció ¡Todavía recuerdo sus llantos como si fuera hoy!
Mi marido escuchaba mi enfado en silencio, levantando las cejas y moviendo la cabeza sin actuar ni soltar improperios, cosa que yo hacía sin parar. Siempre se mostraba reflexivo y esa actitud, a veces, me ponía de mal humor. No comprendía esa falta de sangre en las venas. Yo le habría arañado la cara, pero no lo hice.
Unos días después, mientras regaba los pensamientos en flor de la ventana de la cocina, pude ver una pelea en la calle entre el pastor de almas y dos hombres que, gritando amenazas y tironeándose las chaquetas, por poco provocan una desgracia. Me pareció que el vecino sacaba una navaja, pero tal vez fueran imaginaciones mías. Cuando la gente salió para ver qué pasaba, los hombres se fueron corriendo y mi vecino regresó a su casa sin decir una palabra. Todos coincidieron conmigo en que nunca había sucedido una cosa así en nuestra calle.
Mi marido, abogado de profesión, callaba ante mis comentarios, seguramente para no echar más leña al fuego ante la imposibilidad de cambiar las cosas, pero en esta ocasión, me dijo que tal vez lo de la religión fuera una tapadera. Dejó pasar un par de días, se armó de valor y decidió visitarles para hablar con ellos. Fue recibido con amabilidad y atenciones, incluso le regalaron una Biblia con un filo dorado en sus páginas, pero no consiguió sacar nada en claro.
–¿Qué puedo decirte? El hombre se excusaba levantando los hombros, desvió el tema y parecía que fuéramos amigos de toda la vida. Por cierto, sabía que yo era abogado, ¿se lo has dicho tu?
–No, no hemos hablado de eso, le contesté tratando de recordar.
–Dime, ¿Qué te parece esta biblia? ¿Qué puede costar una obra así?, me preguntó levantando la mano y mostrando su adquisición con una sonrisa guasona.
–“El que regala bien vende si el que lo recibe lo entiende”, Ya conoces el dicho. ¿Qué quiere? ¿Hacer las paces? Por mí ya la puedes tirar a la basura, le contesté, no me interesa relacionarme con esa gente. ¿Le has dicho que somos agnósticos?
–No ha hecho falta. Me la ha colocado sin hacer proselitismo. Ya veremos por dónde sale, dijo.
El tiempo transcurría despacio y tampoco pasaba nada relevante, aunque solo en apariencia, porque un par de semanas después, escuché sollozar a la mujer, pero también golpes en la habitación de matrimonio de su casa, que se unía a la nuestra por un doble tabique relleno de fibras de celulosa contra el ruido, el fuego y el frío.
Lo cierto es que en los años que llevábamos viviendo allí, nunca nos importunaron ruidos en la casa de al lado, y apenas notamos algunos martillazos para colgar cuadros o cortinas. Me asusté y desperté a mi marido para contárselo, pero me dijo que teníamos que esperar, que tal vez fuera algo puntual, pero si no lo era, tendríamos que llamar a la policía. Me tuve que contener para no coger el teléfono.
Yo intenté hablar con la vecina cuando su marido se marchó al trabajo, pero no lo conseguí. No abría la puerta y no salía a la calle. Los niños tampoco se asomaban al jardín. Eso me intrigó mucho mas. ¿Tendría algún moratón? Me estaba obsesionando.
Por si fuera poco, un hecho vino a redoblar mi inquietud. Los días siguientes, una mujer con un pañuelo al cuello y gafas oscuras se paseaba por la calle y miraba con atención la verja sin atreverse a llamar al timbre. Se acercaba, levantaba la mano y luego, la bajaba. Vino durante varios días, a distintas horas. Al parecer yo no era la única que vigilaba.
La verdad es que procuraba no salir de casa para no perderme nada. Andaba como abducida por los sucesos de la calle como si fuera adicta a una serie de televisión y las plantas de mi ventana empezaban a sufrir con tanto riego, pero así descubrí que no solo ella fue la novedad de la semana, también el dueño de la vivienda se paseaba por allí, conversando con algunos vecinos y mirando de reojo su casa alquilada.
El caso es que hoy se van. ¡De-sa-pa-re-cen! Me vuelvo a la cama pensando que el vecino ideal es el que está a mas de quinientos metros, como dice mi amiga Ruth de Noruega. Al fin, suspiro y vuelvo a cerrar los ojos después de comprobar que mi marido sigue durmiendo, que no ha pestañeado en todo este tiempo. Envidio esa capacidad, pero al mismo tiempo, me reconcome el gusanillo de contarle lo que acabo de descubrir en plena noche. Sin duda se trata de un traslado con premeditación y alevosía, pero seguro que me reñiría por montarme mi película particular.
Ocho de mayo
Ha pasado un mes y mi marido ha recibido una llamada del vecino. Me mira con los ojos muy abiertos mientras escucha en silencio.
–¿Qué pasa?, le pregunto
–El vecino, que está en Comisaría y necesita un abogado, me dice nada más colgar.
–¿No irás a…?
–Tranquila, solo voy a averiguar lo que pasa ¿No quieres saberlo? Todavía no le he perdonado lo de los niños, me dijo poniéndose la gabardina y saliendo de casa.
Apenas habían transcurrido un par de horas cuando ha regresado y me ha dirigido una mirada inexpresiva demorándose en colgar el gabán en el perchero de la entrada. Todo un teatrillo para despertar mi curiosidad todavía más.
–¡Cuéntame!, le he dicho ansiosa, llevándole a la mesa de la cocina, donde tenía preparadas unas cervezas y unas aceitunas para disfrutar la conversación.
–Le ha denunciado el dueño de la vivienda por impago, pero no tiene nada que hacer. No hay contrato, todo era en negro. Le tienen que soltar, pero hay otra denuncia, por estafar a una señora con la que mantenía alguna relación y que le proporcionaba dinero para su iglesia o el salón del reino, como le llaman ellos. Y tampoco ha pagado las compras que ha hecho en este tiempo. Hay varios acreedores, sobre todo, el banco y El Corte Inglés. Pero hay algo mas turbio. Al parecer una mujer presentó una denuncia por maltrato y al día siguiente la retiró. Quiere que le represente, que lo defienda.
–No pensarás hacerlo, ¿verdad?
–Ese no lo tiene fácil para alcanzar el paraíso. Hay mucho fango ¿no te parece?
–Prefiero quedarme con la intriga. Pasa página, por favor.
–Le he dicho que estoy muy ocupado, pero que buscaré a alguien que le defienda.
–Te va a seguir llamando. ¿Te imaginas a alguien así, dejando deudas y agresiones por todas partes? ¡Pobre mujer, pobres niños!, suspiré apesadumbrada.
14 de junio
Vamos a tener nuevos vecinos en la casa de al lado. Ya me he enterado de que son una pareja de creativos de música techno. Me puedo imaginar la casa llena de sintetizadores, teclados, secuenciadores, sonidos monótonos y estridentes a todas horas. La casa temblará. ¿De donde saca estos inquilinos el dueño de la casa? Ayer vino a quitar la cadena y el candado que cerraban la verja de la entrada. ¡Menudo personaje, con la pasta que tiene y todo lo gestionaba en negro!
–Como incordien mucho, tendremos que buscar una casita independiente, aunque sea en las afueras, le digo a mi marido.
–Ya se verá, mujer. No te anticipes, me dice sin oponerse.
La buena noticia es que mi marido me ha ayudado a encontrar trabajo como pasante en un bufete. Dice que tengo muchas cualidades y que me vendrá bien desarrollar mi carrera profesional. En este asunto siempre hemos estado de acuerdo.
Necesito estar ocupada y nos vendrá bien el dinero para huir de vecinos molestos. Lo paso bien y tengo las tardes libres para ocuparme de la casa y los niños mientras le doy vueltas a los casos que me van entrando. Es divertido comentarlos con él, porque, aunque siga siendo tan parco en palabras, es mucho más comunicativo cuando se trata de asuntos profesionales.
No he vuelto a saber nada de los Testigos de Jehová y la señora del pañuelo y las gafas que venía por aquí no ha regresado. Alguien del juzgado me ha soplado que le perdonó la deuda al pastor, retiró la denuncia y que ahora la familia vive en su casa, que los acoge y seguramente los mantiene. ¿Cómo es posible que haya gente así?
Pero lo mejor de todo (toco madera), es que mi vecino ya no es mi vecino y es probable que nunca vuelva a verlo, aunque todavía me persigue la imagen de su mano alisándose el cabello teñido de negro con su sortija de oro en el dedo meñique. ¿La habrá empeñado?
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