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Lo que queda del mapa: Sa Bassa Blanca, a orillas del Mare Nostrum
Entre pinos, olivos y algarrobos pacen los animales sagrados, vestidos de granito, esperando la luz de poniente que siempre acaba por llegar. Están aquí, tranquilos, dispuestos por la mano y la sabiduría lenta de dos artistas, dueños de un tiempo que desaparece irremisiblemente: Yannick Vu y Ben Jakover. El azar y otros vientos les trajeron un día hasta este rincón de la tierra media, isla o paraíso, y aquí plantaron su casa y sus sueños con resultados que, con toda probabilidad, trascenderán sus vidas.
Una residencia inspirada en el arte mudéjar, diseñada por Hassan Fathy, con artesonados de estrellas verdaderas, en la que mora el beso de la muerte de Rebecca Horn junto a ilustraciones imposibles de Domenico Gnoli, sillas de Kuramata y Sachs o arpegios de violines telemagnéticos según Takis, todo ello tras celosías que muestran la libertad del mar al alcance de la mano.
Mas las sorpresas aparecen por todos lados y lo que fue un aljibe inmenso acoge una personalísima y delicada colección de retratos de niños ("nins") que es un auténtico referente a nivel mundial en pintura clásica sobre el tema de la infancia pintada, desde el siglo XVI al XIX. Y donde el infante que llegó a ser más tarde emperador primero de España y quinto de Alemania enseña sus ricitos temblorosos mientras tres hermanos, tiernos principitos de Saboya en el exilio, preparan, con cuatro siglos de antelación, el asalto a los futuros palacios de la moda.
Una antigua catacumba, que data de tan lejos como el año 2006 d.C., acoge, bajo el patrocinio del Sócrates más impertérrito, una cámara de las maravillas, un tesoro que quita el habla ante el esqueleto fosilizado de un rinoceronte lanudo que vivió (?) en Siberia hace 125.000 años, enmarcado en el lujo iridiscente de una cortina formada por 10.000 cristales de Swarovski, en tanto Einstein reescribe en la pared su grafito de la relación espacio-tiempo con un lápiz de neón azul cobalto y la pareja Vu-Jakober ofrece a probar al visitante un rutilante chupete de oro que solo cabría en la boca del mismísimo infierno. Nunca comprenderemos qué quiere decir exactamente todo eso, como tampoco que el tiempo terminará por acabar también con ello.
El gato más atento hace guardia ante la vieja torre del molino donde se encierra el oráculo, el mismo que predice desde la más remota antigüedad la descomposición inexorable de toda civilización. Las estelas del sol se ordenan en un círculo telúrico, sin propio centro. El aire pule la superficie marina, que espejea. Esa belleza solitaria y terca.
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