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La ilusión de vivir en un cuento
Porque ese es el pensamiento que inunda a los visitantes que osan acercarse a Sintra, el pueblo de los palacios, las montañas siempre inmersas en la niebla y el misterio que parece flotar en sus bosques y jardines. La monarquía portuguesa se decantó por morar en este lugar desde los remotos siglos medievales a juzgar por la fortaleza que se alza imponente en las crestas de sus montañas. El castillo de los Moros desafía la lógica habitacional y sin embargo ofrece unas posibilidades defensivas inmejorables desde su posición elevada con respecto a la planicie que se despliega a sus pies. En un día claro, de puro sol, los reflejos cristalinos del mar nos deslumbran en la lejanía.
Cuando la amenaza musulmana se encontraba parapetada lejos, allá en el sur, sin capacidad para la incursión en parajes tan norteños, la monarquía portuguesa emprendió la tarea deconstruir un palacio a los pies del macizo montañoso. El reino estaba a punto de iniciar la carrera de los descubrimientos y era próspero y rico. Del Palacio Nacional, tocado por los dedos del terremoto de Lisboa de 1755, destacan sus gemelas chimeneas de la cocina, escenario de banquetes probablemente centrados en la gastronomía cinegética. No en vano el paraje que lo circunda es abundante en caza. A los pies de esos grandes embudos se deja oír el lamento del viento que baja de las montañas, potente y húmedo. Los salones del interior recuerdan, en cierta medida, a los de la zona palaciega del monasterio de El Escorial con su aire austero, propio del siglo XVI, con sus zócalos cerámicos (en el caso del portugués con azulejos lusos en vez de talaveranos) y sus suelos de adobe. Es por ello por lo que al visitante le parece frío y falto de la gracia y del esplendor delos palacios barrocos o decimonónicos.
Si comparamos el Palacio Nacional con el Palacio da Pena la diferencia es abrumadora tanto en estilo como en encanto. Su construcción se debió al sueño de un rey que se adelantó a los designios del Rey Loco, Luis II de Baviera, en el diseño del famoso castillo de Neuschwanstein. De origen alemán, el rey consorte portugués Fernando II ansiaba una morada de cuento, propia del movimiento romántico que se enseñoreaba de los gustos artísticos europeos allá en 1836 cuando se inició su construcción. Enamorado de Sintra y delas ruinas de un antiguo convento levantado en lo alto de la montaña, decidió edificar un palacio que, desde nuestra concepción moderna, parece salido de un cuento de hadas. Emerge entre los bosques de vegetación atlántica un conjunto de torreones rematados en cupulines de aire islámico desplegados en torno a una concepción arquitectónica plagada de recovecos, patios y terrazas abiertas sobre desniveles de infarto. Los colores vivos acentúan su carácter positivo y el interior parece más el decorado de una obra teatral que el mobiliario de un palacio de verdad. Por ejemplo, el claustro de pequeñas dimensiones, remedo del que una vez estuvo a disposición del convento, junto al cual se abre el comedor de claras reminiscencias góticas. O la sala principal del palacio-castillo adornado con valiosos muebles indios de caoba y escoltado por esclavos orientales de bronce de tamaño natural,
Y si de sueños se refiere, no le fue a la zaga el propietario de la Quinta da Regaleira, un rico hacendado brasileño que vio en este apartado rincón de Sintra el lugar ideal para concebir un jardín y un palacete repleto de guiños masónicos, cabalísticos y rosacruces. Grutas excavadas a lo largo de la finca desembocan en pozos de gusto románico, en terrazas con vistas vertiginosas, pasadizos misteriosos y lagos y estanques de aguas plácidas. Los túneles poseen la gracia de no estar iluminados salvo en ciertos tramos lo que se exige al visitante valentía para recorrerlos y conquistar así el codiciado premio de ser apto para adentrarse en el enigmático mundo de la masonería. Sin duda el Pozo Iniciático es el más sorprendente de los lugares que se despliegan en la inquietante Quinta, sin menospreciar el Pozo Imperfecto o la capilla del palacio. Excavado en tierra, se compone de una escalera subterránea espiraloide en torno a un pozo central. Su simbología es ciertamente compleja y nada se deja al azar, ni siquiera la cruz templaria que adorna el fondo del pozo o el número de tramos y escalones que debe ascender el iniciado hasta alcanzar el exterior guiado por la luz del sol. Y todo de la mano de su ensoñado propietario, el doctorAntónio Augusto Carvalho Monteiro y el arquitecto italiano Manini.
Un consejo: abstenerse de visitar Sintra en momentos de gran afluencia de visitantes y turistas porque pierde parte de su encanto y además no es posible apreciar sus misterios y el aire de ensoñación que inundan cada uno de sus rincones.
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