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Exposición homenaje a un hombre que se hizo a sí mismo: “Prim. De soldado a presidente”
Lo último que escuchó fue el estampido de los cristales al hacerse añicos. De manera instintiva, se acurrucó en el fondo del coche. El cañón de un arma se introdujo por la ventanilla sin compasión ni posibilidad de reacción y a poco la boca del infierno expulsó varios proyectiles al unísono al tiempo en que alzaba la mano derecha por instinto de protección. Un retaco se la atravesó de parte a parte, haciéndole desaparecer el dedo anular, que quedó colgando de una tira de piel, mientras que otro era desviado por la empuñadura de su bastón. El dolor era insoportable. Pero el tormento no había acabado. Sin posibilidad de defenderse ni de huir encerrado en aquel pequeño habitáculo, una andanada de trabucazos desde la derecha y luego desde el lado contrario le destrozó el hombro con nueve retacos de un solo disparo que se le alojaron en el hombro izquierdo y le provocaron una herida en el codo. La sangre empezó a manar a chorros por las heridas. La cara no quedó a salvo de los granos de pólvora alojados en su rostro. Fue cosa de unas milésimas de segundo. Antes de perder la conciencia, en el mismo instante en que se daba cuenta de la magnitud del desastre, se dijo, maldiciéndose a si mismo: “General, te has dejado cazar como un conejo”.
Lo que aconteció después es un misterio y ni aún analizando la momia del general Prim los forenses se han puesto de acuerdo al respecto. Los historiadores sólo pueden asegurar que, tras el atentado de la calle del Turco sucedido en la tarde del 27 de diciembre de 1870, el presidente del consejo de ministros no salió vivo de su convalecencia en su residencia de Buenavista, bien fuera por las consecuencias de una septicemia provocada por las heridas, bien por una mano ejecutora que le remató en su lecho de muerte. Un golpe de estado en toda regla que cambió la historia de nuestro país.
Quién iba a pensar que aquel niño revoltoso que a los seis años cantaba encaramado en un taburete por su corta estatura durante la misa, el Joanet, como todo Reus le llamaba, llegaría a ser el icono de la libertad; quién iba a pensar que aquel muchacho que se alistó con 19 años en los cuerpos francos a la muerte de su padre llegaría a ser el protagonista de la Revolución Gloriosa de 1868; quién iba a pensar que aquel joven arrojado y temerario, que atacaba a pecho descubierto a los líderes de las partidas carlistas de Cataluña, llegaría a ser un ídolo de masas; quién iba a pensar que quien defendía los intereses de su tierra como diputado en el congreso desde los 24 años y que alcanzó, no por influencia y peloteo sino por méritos propios, vertiendo sangre y con heridas sin cuento, el grado de general a los 29 años llegaría ser político de guante blanco, cabeza del partido progresista; quién iba a pensar que el represor de la revuelta de la Jamancia de 1843, gobernador de Puerto Rico, representante del estado en la expedición de México, observador en la guerra de Crimen, exiliado por cuestiones políticas, viajero por medio mundo (Turquía, Francia, Inglaterra, Cuba, EEUU, Puerto Rico, Marruecos, Italia, Alemania, Suiza), llegaría codearse con Lincoln o Napoleón III; quién iba a pensar que aquel que había vertido toda su gallardía y arrojo, exponiéndose a las balas enemigas en la Guerra de Marruecos, atacando en vanguardia con la bandera de España en una mano y la espada en la otra en las heroicas acciones de la batalla de los Castillejos y la de Wad- Ras, en la toma de Tetuán, en nombre de Isabel II, acabara por despojarla del trono a base de conspiraciones fracasadas, sin ceder un momento al desaliento; quién iba a pensar que el militar rudo y desbocado, vehemente y exaltado, sin estudios y sin haber mamado las maneras de los salones, se transformara en un fino político, un prohombre perteneciente a la nobleza (marqués de los Castillejos, conde de Reus, vizconde del Bruch), de brillante oratoria, maneras cortesanas y cosmopolita. Nadie podía suponerlo, en efecto, y menos que llegara a ser la cabeza pensante de un sistema político de que hoy gozamos: la monarquía democrática y con ella la libertad de reunión, de prensa, de expresión, la separación entre la Iglesia y el Estado, el sufragio universal, el ejército profesional (que no pudo llevar a término), el reparto igualitario de impuestos en proporción a la riqueza y el apoyo a la instrucción pública gratuita, entre otras.
Su proyecto político pecaba de modernidad, un avance del cual estaba necesitada la oscura y atrasada España, pero que no era entendido correctamente por los políticos rumbosos de cortas miras de entonces. La envidia enquistada de sus colegas de gobierno, el ansia de poder de los se habían quedado encerrados en su jaula de oro (Serrano) o fuera de juego (Montpensier), la reacción absolutista frente al progresismo, el republicanismo que quería más y más, aun a costa del orden y la estabilidad, se orquestaron para eliminar físicamente a la única persona que otorgaba coherencia con su figura al régimen recién estrenado e imposibilitaron por cuatro días que su artífice conociera en persona a un rey votado en las cortes por primera vez en la historia, un monarca cuyo reinado efímero duró apenas 2 años. El error más grande cometido por Prim, más allá de los luctuosos de 1843, fue dejar que le asesinasen, habida cuenta de que por todo Madrid circulaban los rumores de un atentado, no posible, sino real. ¿Quiénes fueron los asesinos? ¿Montpensier, Serrano, Paúl y Angulo, los masones (Prim formaba parte de la logia del Grande Oriente Nacional de España, con grado 18, y del Grande Oriente de Escocia, con grado 33 y nombre de Washington), los alfonsinos con Cánovas a la cabeza, los grandes terratenientes cubanos? ¿Quiénes fueron cómplices? ¿Sagasta, Rojo Arias? Ríos de tinta corren aún vertidos desde las más opuestas plumas y nosotros no vamos ahora aquí a abordar ese tema prolijo y confuso.
La exposición “Juan Prim y Prats. De soldado a presidente”, en el Alcázar de Toledo, ahora Museo del Ejército, muestra con acierto objetos relacionados con la vida pública y privada del general de manera cronológica, comenzando por su ciudad de nacimiento (Reus, Tarragona) y acabando por los trabucazos de la calle del Turco. Abruma la cantidad de uniformes, condecoraciones y armas de los espadones del siglo XIX (Narváez, Espartero, O’Donnell, Serrano y, sobre todo, Prim) trufados con las vestimentas de las tropas carlistas o de los soldados de las colonias. Capítulo sobresaliente lo constituye el dedicado a la Guerra de Marruecos (1859-1860) con las armas capturadas al enemigo, reconstrucciones de las principales batallas (Castillejos y toma de Tetuán), dibujos y lienzos conmemorativos. Al igual que lo es el apartado que reconstruye la vida política del general Prim como presidente del Consejo de Ministros con la exposición de la constitución de 1869.
Pero hay objetos que se quedarán gravados en la memoria del visitante. Por ejemplo el uniforme que lucía Prim en la campaña de Marruecos, de guerrera azul oscuro con los entorchados de general en la bocamangas (¿se fabricaría el paño en Béjar?), pantalón grana, fajín carmesí, la condecoración máxima del ejército español, la Laureada de San Fernando (dicen que el general de las tropas marroquíes aconsejó a Prim que se la quitara en la batalla porque era blanco fácil por su brillo, a lo cual hizo oídos sordos), la leopoldina o ros modificado, y la espada. También se exhibe para la ocasión, y restaurada, la bandera española enarbolada por el general en la batalla de los Castillejos. Con todo, y por el morbo que se ha creado en torno al asesinato, resulta interesante comprobar in situ los orificios abiertos por los impactos en la levita y el levitón que portaba la noche del 27 de diciembre de 1870 (alejamos así la idea peregrina y falsa de que vestía una pelliza de piel de oso que le pudo provocar la infección), el bastón que quedó truncado por las balas, así como varios proyectiles que la tradición dice que se extrajeron del cuerpo. Y todo ello acompañado por una reconstrucción del atentado y cartas del médico que lo atendió (es un decir, porque, una vez analizada su momia, se comprobó que apenas se le había hecho cura alguna, la mayoría de los proyectiles seguían alojados en su hombro y no se le había practicado autopsia), y armas similares (trabucos de cañón recortado de avancarga, pistolas y fusiles) a las que se utilizaron en la celada.
El misterio seguirá batiendo sus alas sobre la muerte del artífice de la Revolución Gloriosa de 1868, aquella por la que ofrendaron su sangre los bejaranos, mientras la mayoría de los españoles se limitarán a recordar los misterios del 27 de diciembre, sin comprender la personalidad y la trayectoria de uno de los más brillantes políticos de que ha disfrutado España.
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En la actualidad no hay ninguna duda de que Prim fue tiroteado en la calle del turco, apuñlado
por la espalda en su lecho de dolor y finalmente estrangulado a lazo. Todo esto nos lo ha contado
el examen de su cadáver momificado.Entre los forenses no hace falta acuerdo ninguno. Sólo hay una parte que
ha hecho la autopsia al general y los otros simplemente han cumplido el encargo de hacer un contra-informe
fallido. Por tanto de forma rotunda sabemos quien mató al general y por qué. El descubrimiento del verdadero
mecanismo de la muerte lo señala sin duda alguna. Prof. Dr. Francisco Pérez Abellán, presidente de la
Comisión Prim de Investigación.
La confusión creada se debe a falta de información las conclusiones de la
Comisión Multidisciplinar son muy claras y están disponibles. Francisco Pérez Abellán
Pues que bien les hubiese venido llevar a mano un revolver Colt al general y a los cocheros.
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