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En una ladera
Hortensia Mañas
Yo no conducía. Hacía tiempo que había dejado de hacerlo. ¿Por qué? Sencillamente las cosas eran así, siempre conducían ellos y a mí no me apetecía. Tampoco ahora, pero es diferente.
El coche dio dos vueltas de campana a setenta kilómetros por hora. Saltó por la ladera de la montaña no sé cuantos metros. Lo dijeron, pero no lo recuerdo. Se quedó volcado de lado cerca de los primeros pinos, sin rozarlos.
Dicen que enseguida llegó la ambulancia. Otros viajeros nos auxiliaron.
Recuerdo que disfrutaba el paisaje alpino, el cielo despejado y la expectativa de una semana con mi novio en una cabaña en plena naturaleza. Llevábamos seis meses de relación y yo todavía estaba enamorada. Recuerdo que quiso besarme y que acerqué mi boca, mirando de reojo la carretera. Venían curvas y la suerte se encargó del resto.
Todo sucedió a cámara lenta. Mi coche blanco dio un giro inesperado y derrapó con un ruido amplificado de papel de celofán arrugado entre las manos. Saltó del suelo firme para volar desafiando la gravedad mientras yo miraba el vacío y me acercaba sorprendida y a cámara lenta al cristal delantero con las manos abiertas, para protegerme del impacto. Al mismo tiempo miraba a mi novio y podía ver cómo maniobraba, agarrado al volante, intentando reconducir el avión en su vuelo temerario. En ningún momento pensé que íbamos a matarnos. Estaba volando.
¿Qué ocurrió después? Supongo que estuvimos esperando. Yo esperé aturdida a que nos rescataran del coche machacado.
Mi novio contó que fue el primero en salir por la ventanilla. A mí debieron sacarme con cuidado, porque no tengo ninguna fractura, pero me pasé un día en el hospital, en observación. Al principio pensaba que estaba bien, pero me aseguraron que había peligro, que el puesto de copiloto tiene más riesgos de lo que parece.
Mi madre es copiloto habitual y no creo que le vaya muy bien. Nunca lo había pensado hasta ese momento.
Veinticuatro horas de espera me dijeron, para comprobar que no corría ningún riesgo. Que mi cabeza estaba bien. Entonces empecé a notar que mi mano derecha se dormía. El médico dijo que la musculatura cervical se contrae para proteger la zona ante fuerzas descontroladas que actúan en una situación crítica.
Horas definitivas, acompañada por la novedad de un esguince de cervicales, adornada con un collarín blanco, como la nieve que habría tocado con la palma de mi mano si hubiéramos llegado a lo más alto de nuestro destino o, como mi coche conducido por otro.
¿Cuántas horas de espera ha tenido mi madre en su vida? ¿Alguna vez llevó un collarín protector?
Mi novio vino a verme. Me contó que estaba muy dolorido y también me habló del coche y del seguro. Si, a terceros. -Entonces, para chatarra- me dijo. -Lo siento, tranquila, no será nada- se disculpó. -Ha sido mala suerte, tu coche estaba muy viejo, no ha respondido bien-. Y ni una palabra más porque no era su coche.
La chatarra se irá deshaciendo, el óxido del tiempo lo irá fundiendo todo en un paisaje de oscuras montañas fallecidas a las que no desearé viajar y el crujido del papel de celofán se irá apagando. ¿Estoy satisfecha con los acontecimientos?, ¿Conforme, al menos? Dudo.
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Yo tenía que esperar un día y una noche y lo pasé anestesiada, tumbada, quieta, viendo una y otra vez la película del derrape, aspirando el perfume de los pinos y el tomillo aplastado, la tierra removida, viviendo el tiempo de los bosques, el tiempo de las piedras, escuchando el sonido lejano de la ambulancia y el murmullo de las voces asombradas.
A veces aparecía en mis sueños mi madre, sentada inmóvil en una ladera, siempre esperando algo. Ni una palabra sobre el aterrizaje.
Estaba sentada en una esquina de la cama. Se abrió la puerta blanca de la habitación y un doctor inmaculado vino a darme las novedades con todas las pruebas en la mano. He tenido mucha suerte, los resultados eran buenos, solo tenía que seguir en reposo durante un mes y tomar los antiinflamatorios que me prescribía. Luego tendría que visitar al traumatólogo para seguir mi evolución.
-¿Te vas a portar bien y a tomártelo en serio?, ¿te vas a responsabilizar de tu bienestar?; ¿quieres que avisemos a tu novio? – me estaba hablando como a una niña pequeña. Lo era.
He llamado a mi madre para que me haga compañía mientras me recupero en casa. Le he preguntado si está conforme con su vida. A estas alturas, piensa que todo está bien. Lo dice así: A estas alturas.
No avisé a mi novio cuando me dieron el alta. Mejor que no estuviera ese hombre al que dejé que dirigiera mi vida, que condujera mi coche sin conocerlo apenas.
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