Recogía con esfuerzo las briznas que quedaban por el suelo; y como era fiesta y no llevaba el mandil, sacó de un bolsillo una bolsa de tela estampada, bastante grande, que contenía un pañuelo blanco y varias horquillas de moño, las sujetó en la cabeza una a una brillando sobre las canas de la espiral de la trenza, y embutía una tras otra las ramitas verdes rematadas en morado al fondo del saquillo…
Seguíamos la procesión con el olorcito flotando a tramos alrededor; pacientemente, llenaba y rellenaba a las agachaditas el bolsón lavado.
-¿Qué es esto?
-Tomillo.
-¿y?, para que sirve?
-Tú, recoge y calla, que ya lo sabrás cuando llegue el invierno.

Pasé la primavera y el verano vigilando regularmente aquella carga de misterio sobre el estante alto de la alacena…
Aquella brisa metida en saco olía, teníamos recuerdos de procesión en la cocina.

De repente un día, con viento frío, vino la lluvia.
Yo veía acolcharse grises las nubes desde abajo, tumbada en alfombras de prados…
Mi abuela me llamó dentro, y con ese saber hacer que da la experiencia, encendió la chimenea. Entonces y sólo entonces, bajó la bolsa y sacando un buen manojo lo soltó crepitando sobre el fuego.
-Reza niña, que esto ahuyenta los malos espíritus…

Y comenzamos mientras la lluvia aporreaba el tejado:
-“bendito y alabado sea el santísimo sacramento del altar,
Y la pura y limpia concepción de María…”

Danzaba la llama y perfumaba la rutina el cantueso de nuestro Señor.
Acurrucada al pie de mi gato, segura quedé yo, ni un mal espíritu quedaba en leguas a la redonda…
No, con el dulce morado de la primavera, bendecido, en el corazón de la hoguera.

Gel Borrajo