MascarillasHay ya una sutil “guerra” encubierta entre la gente con las mascarillas, lo llevaba observando como algo sospechoso desde el principio de esto, pero ahora ya estoy en lo cierto. En los 60 y buena parte de los 70, cuando España despertaba de muchas cosas ya sin solución de continuidad, en Valdesangil, la mañana de la fiesta mayor del 15 de agosto, a la hora de la misa solemne y de la consiguiente procesión con la patrona por las calles, se producía una situación única en el año: la gente joven e incluso la que no lo era ya tanto, estrenábamos algo por ser el día que era. Lo que se había comprado cada uno era secreto absoluto hasta ese día, en el que cuando tocaban las campanas para ir a misa latían los corazones de emoción por ser el día que era y porque había empezado el esperado desfile de estrenos. Los minutos antes de entrar a la misa y, sobre todo la procesión, se convertían en una “guerra” de miradas y juicios sobre los estrenos de los demás, para ver quién iba mejor y quién peor, pero todos a la moda de aquellos años, en los que comenzaba a explotar, también en la forma de vestir, otro tiempo lleno de energía y oportunidades en el que las resacas parecían haber quedado definitivamente atrás.
Aunque era cosa de los dos sexos, en las chicas era más frecuente y apasionada la competencia. A algunas les importaba más que nada el hecho de estrenar, otras iban más allá y se metían en el conflictivo asunto de la competencia con las demás, que luego era muy comentado a la hora de comer con toda la familia.
Algo así está sucediendo ahora con las mascarillas. Se ha desatado una especie de competencia que tiene lugar cuando se está en el supermercado, sacando al perro, en la cola de la farmacia o en la de la panadería, que es cuando uno pude lucir una buena o mala mascarilla.
Hubo un tiempo en la breve pero intensa historia de esta epidemia, en el que solo unos iniciados llevaban mascarilla. La llevaban porque eran efectivamente unos iniciados, cosa de su propio carácter y porque se tomaban esto ya con una ansiedad extrema, mientras que los demás todavía andábamos que si sí que si no, ya que en las autoridades no había aún un criterio claro sobre si era bueno, regular o no servía para nada llevar mascarillas por la calle. En ese momento llevar mascarilla, los pocos que la llevaban, no representaba otra cosa que el reflejo de una sociedad desorientada que no sabía muy bien qué hacer y en la que cada cual se tomaba la situación de acuerdo con su personalidad. Los más snob se la pusieron en seguida, fuera porque eran más listos que los demás o simplemente más neuróticos ante la situación. Luego se desató su uso, nos pusimos todos nerviosos y se terminaron las que había. Aquellos iniciados que las llevaron primero decían con la mirada, absorbidos por ya por la masa: «Si ya lo decía yo». En principio no sabíamos si era otra situación similar a la coyuntura del papel higiénico, que a los más procrastinadores en el acapare les hizo temer que volverían a la piedra o al papel de periódico. El caso es que se acabaron en todas partes las mascarillas que había. Lo importante era conseguir una, fuera del tipo que fuera.
Estamos ahora en otra fase sociológica que resulta apasionante de observar. Establecido que hay que usar mascarilla para salir a la calle, se ha desatado la competencia de ver quién la lleva de mejor calidad, más cara, más a la moda, más sofisticada, más segura e incluso más guay, porque lo guay es siempre una inclinación para el que se siente guay. Es otro de los flecos interesantes de observar, de tantos como emanan en estos días de las tensiones y miedos en los que el ser humano lo da todo en el asunto, producto de sus nervios desatados, por el miedo a morir, por el confinamiento y por lo que dicen que se nos viene encima cuando hayamos salvado el pellejo.
Estás en la cola de la panadería y como a veces no hay nada de qué hablar y es preciso entretenerse en algo, te fijas en los que van llegando. Se nota el escrutinio en los más observadores. Cuando alguien lleva una super mascarilla con una pinta estupenda, de diseño, por los materiales, con su marca y su todo para que se sepa quién la produce, esta persona nos escruta como diciendo: «La mascarilla que tienes es una porquería». Algunos le miran con envidia porque quisieran tener una así, pero no le preguntan dónde la han comprado no sea que le den un corte porque no se lo quieran decir y así seguir siendo de la élite en la cosa de las mascarillas. En el supermercado o en la cola de la farmacia te cruzas con gente y las ves de las más pintorescas: haciendo como un embudo, con una trampilla para respirar, de las de hospital o dentista sencillas, buenas, malas, regulares, artesanales… Lo primero que hacemos al tener a alguien delante es escrutar la mascarilla que lleva. Con la cantidad de información que hay en los ojos de las personas y en su mirada, ahora que la cara se reduce solo a los ojos, nosotros nos fijamos lo primero en la mascarilla, a ver como la lleva tal o cual a ver si es de la élite o normalita o mediocre. Porque en esto hay otra cosa interesante: primero se mira a la mascarilla, a ver cómo es, a ver si es que hay nuevos modelos que se nos escapan, ya que ha ido mutando el diseño o ha sido el avance en la eficacia. Luego de reconocer el modelo, se intenta identificar al poseedor, no sea que vaya a ser alguien conocido y no se le salude. Finalmente, si se le hubiera reconocido, lo último es unir la clase de mascarilla y la persona que la lleva en una idea compleja, con el consiguiente juicio determinante para sacar alguna conclusión personal sobre los dos: persona y mascarilla, algo que nos entretenga y nos deje tranquilos.
La siguiente fase de esto empieza ya a manifestarse con emoción. Pero, como todo al principio, ahora es solo tímidamente, cosa de pioneros, aunque amenaza con explotar, viendo que esto de la profilaxis puede ir para largo y la condición humana es una cosa intrincada e inagotable. Va a venir la mascarilla de diseño. Si. No solo para evitar al bicho, sino también para lucirla, ya que nos cubre una buena parte de lo que primero y lo único que se nos ve: la cara, y la situación exige diferenciarse unos de otros, y con ello, tenerla mejor o peor, ya que la cara no puede seguir cumpliendo la función de ser nuestro escaparate por sí misma. Ya hay gente trabajando en esto. Las pioneras han sido esas señoras a las que no les asusta nada. No tenían mascarilla ni forma de conseguirla o simplemente no se querían gastar dinero, por lo que se han hecho una con telas que había en casa y un forrado interior de lo que sea. Y se las han puesto ellas mismas e incluso se las han mandado poner a sus maridos para ir a por el pan, que al principio ha sido motivo de cierto rubor, para luego enseguida tener colegas en lo mismo. De momento estamos en la fase de llevarla muy buena, buena, regular o así-así, con algún apaño casero para que no se empañen las gafas, de sol, que es mejor llevarlas para que no se nos meta -dicen- el bicho en los ojos, que anda por ahí muy esparcido y tenaz. Por ahora las de diseño son situación de snovismo, pero dentro de nada la tendencia va a ser a llevar una careta de metacrilato como las de usar motosierras y dentro, una mascarilla diseñada por los que no pueden colocar la moda primavera-verano y tienen que reinventarse. Ya lo verán. Este verano puede ser una cosa nunca vista (como todo lo que está pasando).