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Debe ser muy grande el placer que proporciona el gobernar, puesto que son tantos los que aspiran a hacerlo
La transparencia, en el caso de algunos políticos, podría ser la de un escaparate del Corte Inglés. Por alguna razón una abrumadora mayoría de los españoles tiene el tema entre ceja y ceja. Una Ley, la que fuere, que sirviera para evitar la corrupción política, tendría que ser radical. Y eso sería ilusorio en las circunstancias actuales. Partiendo la manzana al medio, ese asunto, que es fuente de conflictos en la sociedad y pone en entredicho el propio sistema democrático, no sólo apunta al soborno y el flujo de dinero público a los bolsillos de políticos y su entorno sino también a un pernicioso mal social que pasa por el tráfico de influencias, el uso y abuso del poder en beneficio propio o partidista y los compromisos contraídos entre corruptores y corrompidos, lo que logra transmutar el deber del servicio público en complicidad con sectores privados.
Una Ley de Transparencia debiera fundamentarse en la transformación de las motivaciones de quienes hagan una carrera política profesional, lo que hasta ahora se semeja bastante a una carrera por conseguir beneficios del poder. No todos los políticos son iguales, pero sí igualmente vulnerables a la corrupción. Todo hombre tiene su precio, lo que hace falta es saber cuál es.
Con la que está cayendo en esa materia es lógico que la gente pierda la confianza en un sector que ha dado en llamarse “clase política” para hacerse diferente y más parecido a las castas dominantes de otros tiempos gobernados por seres especiales con derecho divino. Esa Ley estaría obligada a disuadir a todo aquel que pretenda arrimarse a la política para vivir de ella. No es tan complicado, pero sí algo lo suficientemente drástico para que la mayor parte de la “clase” que dirige nuestros destinos sea capaz de aprobarla.
Se podría creer en un político que al llegar a una posición de gobierno sea obligado, por ley, a certificar su patrimonio y a aceptar que éste fuese congelado mientras ejerza un cargo remunerado. Se podría creer en los que acepten un modesto salario y nada más. Tan modesto como los de un profesional cualquiera y que ésa sea su contribución a la vida familiar. Sólo ésa. Los lógicos gastos del cargo no tienen por qué atenderlos los políticos. De eso se ocuparía una intendencia. El político estaría obligado, si quiere serlo, a financiar su vida privada con su salario y los ingresos familiares. Y la vida política con los presupuestos destinados para hacerla posible.
Cuando sean nulas o muy escasas las posibilidades de salir de la política “forrado” y cuando entren a ella servidores públicos que salgan como mismo entraron, pues habrá más credibilidad a la hora de escucharlos hablando por todos y en bien de todos. Pero mientras sean casta, clase con privilegios, dispongan de recursos económicos cuantiosos por los elevados sueldos en plural y las muchas compensaciones que reciben por servir al pueblo, habrá corrupción.
Servir al país no puede ser ocasión de recibir prebendas. Se sirve, como uno más, o se es otra cosa, extraña y alejada de las mayorías. En cambio, en el mundo que vivimos esto resulta una fantasía de trasnochado, porque hay que ver lo grande que es el placer que proporciona el gobernar, cuando son tantos los que aspiran a hacerlo.
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