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La Cometa 41: Mejor en Navidad
Amalia Hoya
De nuevo era Navidad, una fecha poco apropiada para estar solo en casa. La radio llevaba horas con el mismo programa de villancicos machacones, daba igual a la emisora que sintonizara, y la música empalagosa me traía a la memoria imágenes que prefería olvidar. Vertí en la copa el último whisky que quedaba y, tras apurarlo, me puse el abrigo y salí a la calle.
El frío intenso y la nieve habían dejado el pueblo desierto, envuelto en un silencio solemne. El único sonido que se oía era el crujido de la nieve bajo mis pies. Apreté los puños dentro de los bolsillos del abrigo con la intención de calentarme las manos, hundí la cara detrás de la bufanda y continué calle abajo con determinación, aunque sin rumbo.
Un sentimiento extraño que sentía ajeno, me incitaba a espiar las ventanas iluminadas y cubiertas apenas por las cortinas que dejaban entrever adornos navideños, el brillo de las velas, la luz de las chimeneas encendidas e, incluso, escuchaba el murmullo amortiguado de risas y conversaciones. El calor estaba dentro de esas casas y ninguna era la mía. Yo no tenía nada que celebrar, nadie con quien compartir.
Sin saber el motivo, lo que había despreciado durante años y, en este momento, resultaba acogedor. Había eliminado de mi entorno a familia, amores y amigos; los había cambiado por una soledad buscada, no por eso menos cruel, que empezaba a pasarme factura.
El desapego de mi carácter, el motivo por el que era incapaz de amar, de mantener relaciones y afectos duraderos, me obsesionaba. Dicen que el amor hace sufrir, pero también sufre el que no puede amar porque no posee sensibilidad ni empatía. La vida es triste, aburrida y carece de sentido para los que son incapaces de experimentar emociones profundas.
Obsesionado por el asunto, llegué a matricularme en clases de psicología con el fin de averiguar el origen y la causa de tanta frialdad. Creo que fue Freud quien dijo: Si no amas ni te aman, acabarás enfermo, o algo por el estilo, no estoy seguro. Duré muy poco en las clases; a medida que avanzaba en los temas, me acometía un vértigo extraño, el temor a reconocerme en los modelos y las dejé enseguida.
Sin embargo, la enfermedad pronosticada creo que había llegado. Desde hacía meses, notaba un malestar creciente acompañado, tal vez, de remordimientos. Eran igual a flecos deshilachados que se enredaban en mi cabeza y me atacaban el cuerpo y el espíritu. La soledad física se había vuelto asfixiante, casi una losa que me aplastaba más y más.
Seguí caminando sin rumbo, inmerso en estas elucubraciones y pensamientos recurrentes, que me obligaban a repasar los hechos de mi vida, con el fin de averiguar dónde estaban los fallos. Por voluntad propia, me había convertido en el prisionero sometido a una tortura mental incesante y nociva.
Acababa de llegar al mirador que había al final del pueblo, una terraza enorme que se asomaba sobre de los márgenes del río y en la que se celebraban bailes y verbenas durante el verano. Alargados por la luz de las farolas, los álamos que circundaban la ribera, ahora sin hojas, proyectaban sombras dilatadas sobre la plataforma de cemento y sus ramas desnudas, mecidas por el viento, se convertían en mi imaginación en seres inquietantes que me observaban y acechaban.
Escuché con atención y creí oír el sonido de una orquesta mezclado con el murmullo de jóvenes risas; sin embargo, no había nadie allí. Era un espejismo, añoranzas de tiempos pasados en los que pude haber sido feliz en los brazos de una chica bonita y enamorada de mí a la que nunca correspondí.
Me aproximé a la barandilla de la terraza. La luna rodeada de un gran cortejo de estrellas se asomaba a mirarme. Extendí los brazos hacia ella cuanto pude, hasta que el dolor causado por el gesto se hizo insoportable y el pecho parecía a punto de estallar. Cerré los ojos y una fuerza poderosa me elevó del suelo, a la vez que el dolor se atenuaba. Volví a abrirlos y supe lo que era el pánico. ¡Flotaba en el aire! Podía ver el tejado de mi casa, de todas las casas, del pueblo entero.
Me froté los ojos, intenté despertar de la pesadilla, pero el gesto de la mano actuó como un timón y me llevó todavía más alto. Ascendía a gran velocidad al encuentro con un universo acogedor. No tardé en verme rodeado de infinidad de puntos luminosos que me cegaban con su luz, aunque no me molestaban, formaba parte de ellos y brillaba también con luz propia. Había dejado de ser opaco, anodino, una persona solitaria, sin alicientes que no interesaba a nadie y me había convertido en un ser integrado en la legión inabarcable de estrellas, bañado por su brillo estelar.
Y así, convertido en chispa, en relámpago o, en un meteoro fugaz, me fundí en la inmensidad del orbe, en el origen del mundo. Por primera vez en mucho tiempo me sentía en paz.
**
El vaso resbaló de mis dedos y el sonido del vidrio, al romperse contra el suelo, disipó en parte el sopor. Todavía bajo los vapores del alcohol, miré desconcertado en torno a mí. Seguía en mi casa. La única compañía era la lluvia que llamaba en los cristales y que había sustituido a la nieve, hacía rato. En la radio continuaba el programa de villancicos.
Recogí el móvil, caído sobre la alfombra, y sin pensarlo demasiado, elegí un número de la agenda y comencé a marcarlo. ¿Quién sabe? Igual que el movimiento de la mano había ejercido de timón y fue capaz de integrarme en las estrellas, el dedo que marcaba las teclas podría dar un giro a mi existencia, si conseguía que alguien respondiera a la llamada.
Acababa de tener mi propia Epifanía: era Navidad. Diciembre de 2024
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