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La cometa 38: Fantasmas sin hogar
Amalia Hoya
Hace unos días el Casino de Béjar programó la exposición de acuarelas “Casas de tinta” de PAULA ALMONACID OLLEROS en la que tuve el honor de colaborar con un breve relato que ilustraba una de ellas, concretamente, la casa de Juan Luis Meluis en la c/Flamencos número 4. La lectura de los relatos coincidió con la presentación, en el mismo lugar, de mi novela Vínculos de Sangre organizada por el Centro de Estudios Bejaranos y compartida con el escritor Iván Parro, por lo que preferí no intervenir en las lecturas. Ahora, deseo compartir con los lectores de Béjar Biz la historia que me sugirió la casa de Juan Luis Meluis.
Aprovecho para dar las gracias a Carmen Cascón y al Centro de Estudios Bejaranos por ofrecerme la oportunidad de participar y de conocer a Paula Almonacid Olleros, una persona con un encanto especial que se manifiesta y trasciende en cada una de sus bellas acuarelas.
FANTASMAS SIN HOGAR
Entre suspiros y lamentos, Paquita le susurró al oído que el ayuntamiento iba a derribar el edificio que habitaban, ya que, según decían, estaba en ruinas. La noticia horrorizó a Jan Lui porque si era cierta, dónde irían él y Paquita, su gran amor. No podía consentir que tal cosa sucediera.
Jan Lui había venido de Flandes en el siglo XVIII, después de que el Ducado de Béjar firmase un acuerdo con Bruselas con el fin de lograr que pañeros flamencos enseñaran a los bejaranos el arte textil, algo que él dominaba a la perfección, a pesar de que entonces era muy joven.
Emprendió con ilusión la aventura, pero enfrascado en tejer estameñas, sargas, droguetes y lencerías, y con la dificultad añadida del idioma, no tuvo oportunidad de contraer matrimonio ni de formar una familia. Sin embargo, la casa que le adjudicaron, en una calle que pronto se llamó de los Flamencos, se convirtió en un verdadero hogar y él mismo grabó en el dintel de piedra su nombre previamente castellanizado y la fecha de llegada a la villa con el deseo de que fuera suya por toda la eternidad.
Transcurrieron dos siglos hasta que allí se instalaron el sacristán de la parroquia cercana y su hija, una mujer que tenía las mejillas como pétalos y era tan amable que no conocía el enfado ni la ira. Y, aunque ya era tarde para él, Juan Luis sucumbió al arrebato de un amor imperecedero y sin sentido que superó la comprensión humana. Logró subyugar a Paquita que, al encontrar la felicidad detrás de aquellos muros, no volvió a salir a la calle y cada tarde, acodada en el balcón, saludaba y sonreía a los paseantes, cortejada por las dulces palabras que el espíritu de Juan Luis le insuflaba en la boca y en el oído. Y así pasaron los años sin que los dos enamorados abandonaran jamás el refugio del hogar.
Ahora, angustiado por la tristeza de su amada ante el inminente desastre, Juan Luis se preguntaba por qué mejor no derruían el edificio de enfrente, sin dintel personalizado y donde anidaban las palomas que habían destruido la galería de cristal hasta convertirla en un peligro para los viandantes. Sabía bien que el paso del tiempo gravita inexorablemente sobre las construcciones, pero algunas guardan entre sus paredes acontecimientos y sucesos interesantes ocurridos a quienes las habitaron; por tanto, no tenía más remedio que abandonar a Paquita unos segundos, para ir a perturbar el sueño de los ignorantes y obligarles a comprender la necesidad de restaurar antiguas edificaciones que siempre atesorarán la historia y sus fantasmas.
Amalia Hoya Agosto 2024
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hace 2 días 2 horas - Tal vez no ha entendido lo
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hace 2 días 20 horas
Precioso relato que emociona por su sensibilidad y el apego y cariño que muestra la autora hacia los espacios narrados y, también, a los personajes descritos, reales o imaginarios... Siempre contado con algunos apuntes y comentarios históricos.
Muy interesante, asimismo, la bonita y nostálgica exposición de acuarelas que comenta la autora y que muestra muchos inmuebles de Béjar y alrededores.
Gracias a las dos creadoras por su aportación a la cultura bejarana.
Paquita y el sacristán no son tan imaginarios; habitaron en el número cuatro de Flamencos doscientos veinte años después de la fecha que reza en el dintel de Meluis. Ella nos vendía golosinas, regaliz y los recortes de las obleas que fabricaba allí mismo el sacristán de San Juan. Amalia puede añadir en su relato a Sindimio -nombre a buen seguro extinguido en las nuevas generaciones- sereno de profesión y dueño del piso segundo.
Pero Amalia, no me derribes el edificio de enfrente. Allí tenía su taller Arturo Lera, relojero tan hábil que fue capaz de reparar un despertador frito en la sarten porque un vecino tempaldo de aloque lo confundió con un huevo. Verídico.
En primer lugar, doy las gracias a las dos personas que han respondido, es una satisfacción saber que alguien lee lo que escribo.
Pues efectivamente, eres la única que se ha dado cuenta de que Paquita existió. Tal como dices, vendía golosinas a los niños y tenía fama de adusta, pero conmigo siempre fue muy amable y sonriente; también es verdad que pasaba las tardes en el balcón, lo sé porque mi familia vivió en esa calle, mi abuelo en el número 7. Y recuerdo al sereno de increíble nombre, pero ignoraba que fuese el propietario del segundo piso; de cualquier manera, no lo hubiera incluido en el relato porque, en determinadas relaciones, tres no es un buen número.
En cambio, sí habría incluido en mi libro "Personajes", una serie de relatos alguno de ellos narrado desde la fantasía, cuyos protagonistas son personas de Béjar a las que conocí de pequeña y me dejaron huella, por una u otra razón.
No cabe duda de que el relojero Arturo Lera, del que no sabía absolutamente nada, hubiera sido un personaje digno de formar parte de esta antología. Su historia es tan interesante que tal vez la incluya en alguno de mis relatos futuros.
Amalia Hoya
Qué relato tan entrañable. Con vuestro permiso añado algun detalle. Eugenio el sacristán habitó esa casa junto con su esposa la Paquita chica y su hija la Paquita grande (era más alta). El edificio de enfrente no es el del taller de Arturo de Lera: se trata de la casa donde vivieron "los vicentes" (también conocidos como "los pegalones pues eran temidos por pendencieros) y su madre, ya que el padre estaba emigrado en Alemania y lo ganaba bien, lo cual le permitió construir esa galería tan ostentosa en su época y que ahora habitan las palomas. Al taller de Arturo de Lera se accedía en el número 9 por un callejón cubierto que llegaba a un corral y tras éste estaba la vivienda-taller del relojero.
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