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El arte de representar un retrete: los “Realistas de Madrid”
De aquella primera exposición de descubrimiento de Antonio López me queda el regusto de la admiración. Desde entonces no me ruborizo al declararme admiradora de un maestro entre maestros, de un genio vivo (cosa rara), que destaca por su franqueza, humildad y claridad de ideas.
Cuando escuché que se preparaba una exposición conjunta de los tres López (Julio, Francisco y Antonio) frente a cuatro mujeres de bandera (Isabel Quintanilla, Amalia Avia, María Moreno y Esperanza Parada), me juré a mí misma que acudiría al Museo Thyssen para dejarme embrujar por la veracidad de los “Realistas de Madrid”. Y recordé entonces que había habido un acercamiento previo a estos artistas por mi parte en una exposición en Caja Duero de Salamanca y cómo me impactó aquel lienzo de unas niñas en chándal rosa comiendo un Bollicao, una escena que de tan cotidiana asombraba mirarla y que me hizo sentir como aquellos parisinos pasmados ante la visión de escenas de la vida real hechas arte, hacía más de ciento cincuenta años, cuando los pintores impresionistas hicieron acto de aparición revolucionando el concepto de la pintura. Ahora no sabría decir el título de aquel cuadro que se quedó grabado en mi memoria, ni tan siquiera su autor o autora. Lo único que tengo claro es que la etiqueta de realista, siempre denostada por ser “simplemente” una copia de la realidad, quedó para mí impresa en letras de oro como una forma de clasificar un estilo sublime.
Mujeres. Por primera vez varias mujeres integraron un grupo de artistas en aquella España gris de posguerra que parecía transcurrir sin pena ni gloria en la década de los 50. Todos ellos, Amalia, Isabel, María, Esperanza, Julio, Antonio y Francisco se conocieron en Madrid mientras estudiaban en la Academia de Bellas Artes de San Fernando e hicieron piña, de amistad y artística, la mayoría entregados a la pintura, uno solo, Francisco, enteramente a la escultura. Sin pretenderlo, o quizá sí, plasmaron el Madrid de aquella década y las siguientes, elevando la categoría de sus calles pobladas de coches y gente a modelo artístico, cosa que no había ocurrido más allá del famoso cielo madrileño captado por Velázquez.
Utilizar como modelo un retrete o un lavabo sucio es propio de Duchamp y su “Fuente” o urinario; es una forma, en suma, de romper definitivamente el arte a través del escándalo. Antonio López utiliza este motivo sin aspavientos, recurriendo al cuarto de baño de su estudio, sucio y destartalado, como tema de varios lienzos y dibujos. Un prodigioso embeleco para el espectador si tenemos en cuenta que con gran economía de color (blanco y negro y todas las tonalidades de grises salidos de un grafito, en muchos casos) es capaz de representar sin posibilidad de equívocos los cambiantes tonos blancos de azulejos, lavabo, retrete, suelo y luz que penetra a raudales de las ventanas.
Cualquier motivo del interior de una casa es susceptible de ser representado por los “Realistas de Madrid”: desde un retrete pasando por un cuarto de estar o de costura hasta una mesa de estudio poblada de papeles y objetos cotidianos, o un bodegón tan simple como un plato de cristal y unas granadas. Nos adentramos así en los parámetros personales de los artistas, en el día a día, de una casa que puede ser la suya o la tuya o la mía o la de cualquier español de entonces y de ahora.
Pero también vislumbramos lo que se despliega más allá de la célula protectora de las cuatro paredes habitacionales, mirando a través de una ventana sin salir de la propia habitación. En este sentido el artista traslada su mirada al mundo exterior sin verlo del todo. Porque delante de nosotros, y antes de que el ojo capte la realidad de lo que fluye fuera, existen barreras: la pared húmeda y sucia del edificio de enfrente, los marcos oxidados de las ventanas, los cables de la luz, las ramas esqueléticas de los árboles en invierno.
Un estadio más allá permite a Isabel, a Amalia, a Julio, a Antonio, a Esperanza, a María, salir al patio o al jardín, donde un simple muro del color del adobe, lleno de humedades y desconchones, es un buen motivo para plasmar lo que el ojo ve, que no es más que un muro y unos naranjos raquíticos con cuatro frutos a punto de caer.
Y ya, por fin, salimos a las calles de Madrid y nos paseamos de la mano del artista por la Puerta del Sol o el Paseo de Recoletos o la Gran Vía o un barrio cualquiera de aquel Madrid en plena expansión, y escuchamos el pitido de los coches, el murmullo de la lluvia al estampar contra el suelo, el hablar quedo de los días nublados, el viento meciendo las hojas de los árboles. Y es ese día y a esa hora, y no a otra, o quizá sí, y los edificios se adosan unos a otros describiendo rectas y curvas en el espacio, miles, cientos, que el artista es capaz de resumir sin que el efecto distorsione lo que quiere decir. Y la vista a ras de suelo, sobre una colina, da la impresión de que el monstruo de la ciudad despierta y que la tierra vomita casas y edificios sin parar.
Y este artificio, ¿es solo una copia de lo que vemos, como afirman los que denostan el realismo e hiperrealismo? No, y mil veces no. Es la realidad que el artista representa a través de su mirada, la suya, de su retina, de su mente, de su voluntad, de su realidad. Observa sus obras y te darás cuenta de que prima en ellas, por encima del mundo, la subjetividad del artista.
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"Lo que el ojo ve". Con eso basta para expresar lo propio de este realismo tan español y universal, pero tan diferente del hiperrealismo americano (Close, Estes, Parrish, De Andrea), pues se nutre de una larga tradición muy nuestra, siempre renovada desde los bodegones de Sánchez Cotán y Zurbarán hasta los López y más allá. Yo también quedé cautivado por estos autores y otros desligados del grupo de Madrid (como el extremeño Eduardo Naranjo, por ejemplo), pero justo en el peor momento, cuando estudiaba Bellas Artes en Madrid precisamente, y a quienes pintábamos realista nos miraban con bastante desprecio: se llevaba entonces -años ochenta- lo que me dio por llamar "la mano torpe" y casi todos los "modernos" de entonces rechazaban eso tan retro de pintar la realidad. Recuerdo especialmente una visita de Antonio López al taller de pintura -estaríamos en tercer curso, creo- y las atinadas observaciones que nos hacía paseándose ensimismado entre los caballetes. Seguro que los lectores ya habrán visto "El sol del membrillo", de Víctor Erice (1992), una aproximación intimista al realismo de este pintor que merece ser revisitada. Sigamos disfrutando de soles y membrillos, retretes y cuartos de costura, de lo universal que se esconde en las cosas cotidianas. José Muñoz Domínguez / DNI nº 08.104.629-G
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