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Ande yo caliente, y ríase la gente
Ayer fue el día de Todos los Santos y hoy, el de los Fieles Difuntos, lo que nos hace meditar en cómo serán las cosas cuando en lugar de celebradores de esas conmemoraciones seamos los celebrados. El paso de la vida es breve y la perdemos, casi toda, en busca de la irrepetible oportunidad de ser algo más que átomos en el Universo batallando por nuestro bienestar. “Para pedestal, no para sepulcro, se hizo la tierra, puesto que está tendida a nuestros pies”, dijo un pensador.
A veces uno siente la tentación de darle la razón a Luis de Góngora por aquello de “ande yo caliente, y ríase la gente”. Es una tendencia de los hombres. Ya en el Siglo de Oro cada cual halaba la brasa para su sardina, lo que sigue siendo un defecto de fábrica de la humanidad, y salvo las contadas excepciones de algunos estoicos capaces de hacer un sacrifico por los otros, el común de los aspirantes a un homenaje desde la comodidad de un nicho rentado piensa sólo en el pan caliente de su mesa.
Si cada uno viviera en su propia finca, con su huerta, sus cerdos y sus gallinas; si todos fuéramos ciudadanos —al decir de IKEA— de la República Independiente de nuestra Casa, las cosas serían muy sencillas. Cada cual sabría qué es lo suyo y por qué debería luchar. Pero vivimos en el gran corral de una sociedad que tiene voces autorizadas para hablar por los diferentes segmentos de ella y no existe ni la más remota posibilidad de una voz propia del ciudadano. Confiamos en nuestros intermediarios con la vida y la muerte, que interpretan nuestro pensamiento y terminan distorsionándolo, para lograr acomodarlo en el cajón donde entra lo que ellos creen que pensamos.
Cuando las cosas marchan, con sus altas y sus bajas, pero marchan, las representaciones y las interpretaciones del pensamiento popular se acercan más a las necesidades reales de la gente. No podría ser de otra forma cuando se perciben el bienestar y las oportunidades que tienen las personas para abrirse camino, aún dentro de la imperfección de las desigualdades sociales. En cambio, cuando los tiempos son malos y la peor cara a los malos tiempos la tienen que poner los que perderán más, es hora —sería hora mejor decir— de que la gente se invente algún mecanismo de defensa, una vacuna, un escudo que la proteja de la contradictoria diversidad de ideas de los representantes y permita que lleguen hasta ellos los reclamos que de verdad importan. Pero eso no existe en la vida real.
Voy a los Plenos del Ayuntamiento y no puedo decir que estamos rodeados de políticos irresponsables. Los habrá más o menos aptos, más o menos inspirados en una idea de bien; pero sí puedo decir que todos ellos no escapan al marco de lo que cree su partido que es la realidad; pero ésta no siempre es objetiva y es más definible como “aquello que parece ser”. La realidad es fundamentalmente un acuerdo y no hay nada que impida la existencia de realidades distintas para gobernantes y gobernados.
No son criticables, a estas alturas de la democracia, las diferentes percepciones de la realidad. Para eso existen los partidos y la etimología de la palabra “partido” lo explica: separado, fragmentado, dividido. El diccionario los define como “conjunto o agregado de personas que siguen y defienden una misma opinión o causa”. Por tanto, los partidos nunca podrán tener ni las mismas opiniones ni defenderán la misma causa. Entonces, pregunto, ¿cómo podrían arreglárselas, aun dentro de su legitimidad, para encarnar los intereses de todos?
¿Qué es lo vemos en los Plenos en Béjar? Tres partidos con tres formas distintas de ver las cosas, al margen de que tengan razón o dejen de tenerla, y uno de ellos, por su mayoría absoluta, es el que asume la responsabilidad de encarnar la voluntad popular, a pesar de no representarla de conjunto y aunque los otros partidos no estén de acuerdo. Y esto es normal, es la manera en que está diseñada la democracia.
Se podrá decir cualquier cosa de esta incongruencia. Y cualquier cosa que se diga, a favor o en contra, no la va a modificar. Es un destino manifiesto, como una maldición de la momia egipcia. Es, simplemente, lo que hay. Y es todo lo que hay porque nunca recordamos que los partidos no están ahí para hacer los que les venga en gana sino para encontrar la forma de que los ciudadanos no pierdan ni el bienestar ni las oportunidades. Y eso es una tarea tan complicada y tan comprometida que ellos prefieren ignorarla, sustituyéndola por su gestión inspirada en una opinión que es la que el partido cree la correcta. Es el cuento de nunca acabar.
¿Qué se puede hacer? No por desconfianza hacia los partidos sino para rellenar sus espacios en blanco y el margen de error que existe con la voluntad popular, que es una, cuando los partidos creen que pueden ser dos, tres, cuatro, muchas más. Este asunto, que parece depender del cristal por donde se mire, tiene como consecuencia que difícilmente un partido logre ver a través del cristal por donde miran las repúblicas independientes de cada casa.
En un pueblo de gente que no estuviese esperando el homenaje a los Fieles Difuntos se podrían hacer muchas cosas y de hecho, una imprescindible: crear un método ciudadano de control de los partidos y sus decisiones, dándoles la pauta de lo que es importante y lo que no y de lo que la gente necesita ahora mismo y de lo que puede esperar, así como poniendo en blanco y negro lo que la mayoría de las ciudadanos estima que se debe hacer. Pero esto también es imposible, al menos en Béjar, que tiene un bonito cementerio.
Para llegar a esa especie de Ágora griega, lugar donde todos tengan voz y voto, tendríamos que encarar la realidad desde otros puntos de vista que no son los que hoy tenemos. Habrá quien diga que existe una Comisión Mixta de Participación Ciudadana, pero estará diciendo más de lo mismo. Esa Comisión es otra reducida representación de tendencias y no un órgano de participación efectiva de la ciudadanía; y como si eso fuera poco para cuestionar su valor en la circunstancias actuales, habría que añadir que es una comisión sin ningún poder de influencia en los asuntos medulares de la localidad, apenas la apariencia de una participación popular en los asuntos de gobierno y algo que no tiene, ni de lejos, el alcance de lo que su propio nombre indica. Por supuesto, tampoco es su culpa.
El Ágora, pongámosle por nombre a esa quimera —aunque radique fuera del Mercado de Abastos y rompiese la tradición de los antiguos griegos— no tendría, por supuesto, el poder de aprobación del gobierno local; pero sí el de informarle qué es lo que necesita la población y a lo que aspira en cada momento. Podría ser una fuente de iniciativas de toda índole, incluidas las económicas y emprendedoras en primer lugar. Y sería el muro contra el que se estrellarían los errores de evaluación de los partidos cegados por su propia luz; y sería, a fin de cuentas, una manera de ser todos, o al menos muchos, los implicados en el hoy y el mañana.
Lo que pasa con esto es que no deja de ser una utopía; porque la población envejecida y falta de energía de Béjar parece no tener la aspiración de pensar por sí misma y le sobra con Luis de Góngora:
Ande yo caliente,
y ríase la gente.
Traten otros del gobierno
del mundo y sus monarquías,
mientras gobiernan mis días
mantequillas y pan tierno,
y las mañanas de invierno
naranjada y aguardiente,
y ríase la gente.
Aunque hasta eso podría ser una falsa valoración inducida por las apariencias, lo que sería muy de desear; lo que sí no tiene alternativas —para que la voluntad popular no sea una tragicomedia en la práctica de la representación a distancia— es que si no se habla ahora, habrá que callar para siempre, olvidados de que un principio justo, desde el fondo de una cueva, puede más que un ejército.
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