Los bosquesAmalia Hoya
Cuenta una leyenda que Aysha, la sacerdotisa consagrada al sol, ansiaba tener un hijo contra toda lógica, puesto que le estaba vetado conocer a ningún hombre. Impulsada por la necesidad urgente que la llamaba, suplicaba a su señor, el astro poderoso que dominaba el cielo, que el mismo le engendrara el hijo que tanto deseaba y, cada día, esperaba con impaciencia un milagro imposible.
Apiadado de su locura y enamorado de su belleza, Eolo, el Señor de los Vientos, recogía los gemidos de la sacerdotisa y los guardaba en el Santuario de los Suspiros, dentro de una urna de alabastro. Una noche, Eolo reunió a cuatro de sus hijos: Bóreas, Noto, Euro y Céfiro y destapó ante ellos el recipiente. Los lamentos exhalados por Aysha volaron por el templo, hasta fundirse con Céfiro, el viento del oeste, templado y húmedo que sopla siempre en la primavera. El viento enamorado poseyó a la sacerdotisa dejándola encinta y, poco tiempo después, Aysha dio a luz a un niño hermoso y ligero como la brisa.
Las nubesEl sol, furioso por la grave desobediencia y traición, bajó a la tierra en su carro de fuego y, envuelto en su manto luminoso, arrebató el pequeño a la madre lo despedazó y esparció sus pedazos hasta hundirlos en lo más profundo de la tierra.
La aflicción de la mujer no tuvo consuelo. Huyó del Templo del Sol, y durante el día, se ocultaba de la luz vengativa del amo, en lo más profundo de las cuevas y por la noche, cuando él dormía, trepaba hasta los riscos, sin importarle desollar sus manos y rodillas, porque ningún dolor humano era comparable con el que sufría su corazón. Una vez encaramada al lugar más alto, gritaba y sus gritos estremecían el mundo, hacían temblar las montañas y las bestias se escondían aterradas en sus guaridas. Al fin, exhausta, se adormecía sobre las rocas, arropada por el halo piadoso de la luna.
Una vez más, Eolo vino en su ayuda. Primero envío a Euro, el viento del este que traía densas nubes y espesas nieblas capaces de ocultar el sol. Luego llego Noto, el siroco del sur que provocaba tormentas, huracanes y lluvias pertinaces que sopló sobre la mujer desvanecida hasta conseguir que sus ropajes flotaran como velas de navío, en el mar infinito de la noche, y su rubio cabello se convertía en una espiral dorada que ascendía hasta perforar el tejido del firmamento, para fundirse en la palidez de la luna.
Las avesLa bóveda celeste era el único testigo de la magia, porque la mujer envuelta en sus velos, poco a poco perdía la forma humana hasta convertirse en una tórtola de pecho blanco y plumaje plateado, salpicado de estrellas. Únicamente un círculo rojo, sello de dolor y lágrimas, bordeaba uno de sus ojos.
Bóreas, el frío viento del norte que siempre soplaba durante el invierno, completó el conjuro:

Tórtola, eres la esposa del viento y, donde quiera que vayas, comprobarás que la tierra se nutre de la sangre de tu hijo, de su simiente brotarán frutos sin fin que nutrirán el mundo, y de los que tú también comerás para saciar tus ansías de maternidad y completar el círculo; de esta manera, tu hijo volverá a formar parte de ti.

Por último, Eolo pidió ayuda al fiero Tifón que sopló sobre la tierra hasta arrancar de las profundidades los despojos del niño muerto y esparció sus pedazos sobre la superficie terrestre.
De los dientes del niño surgió el maíz; de su cabello rubio brotaron inmensos campos de trigo que desbordaban las laderas; de sus ojos azules manaron lagos y ríos que saciaban la sed de la tierra reseca; de sus brazos y piernas crecieron árboles que se cimbreaban bajo el soplo del padre Céfiro, al tiempo que ofrecían frutos y cobijo a la multitud de aves que poblaban el firmamento, y de los huesos y la sangre del niño brotaron hijos que poblaron la tierra, en un ininterrumpido ciclo de vida y muerte.

14 diciembre 2020

Amalia Hoya es escritora y fotógrafa bejarana. Sus novelas se pueden encontrar en Internet y en la Librería Malú de Béjar.