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3 La Cometa: Roma y el romanticismo
Por AMALIA HOYA
Amalia Hoya es una fotógrafa y escritora bejarana. Sus libros se encuentran en la Librería Malú de Béjar
«Tres monedas en la fuente», se titula la canción, y Verónica, de espaldas a la Fontana de Trevi, arroja las monedas sobre su hombro porque desea volver a Roma, como casi todo mundo; Roma siempre merece ser revisitada. Sin embargo, Verónica piensa que, quizás, sería mejor hacerlo en otra compañía, Mario es un buen hombre, pero incompatible con el romanticismo, a él solo le interesan museos y catedrales; son las piedras lo que le apasionan no las personas. En cambio, Verónica sueña con romances y persecuciones nocturnas, jugar con un amante a las cuatro esquinas, en las mal iluminadas callejuelas romanas y, al fin, ser alcanzada por él y besada con pasión bajo la luz de las farolas, al tiempo que, desde las ventanas entreabiertas, la música de una canción romántica cae sobre los amantes como lluvia de confeti: «Nel blu dipinto di blu felice di stare lassú… Volare»
Volar; eso es lo que le gustaría a Verónica y, en cierto modo, lo hace perdida en sus fantasías, y busca con ahínco parejas que se miren a los ojos, que parezcan muy enamoradas, sin conseguirlo. Lo que abunda en las calles de Roma son turistas de todas las nacionalidades: grupos de la tercera edad que van juntos y en tropel, igual que niños de guardería en un parque temático; matrimonios que arrastran tras ellos niños cansados y aburridos; grupos de chicos y chicas que viajan porque está de moda y, por descontado…, legiones de japoneses o de chinos armados con palos de selfis que, obedientes y disciplinados, siguen al guía por lugares emblemáticos que han visto ya señalados en la guía que llevan bajo el brazo. Parejas también hay, de todas clases, solo que, en vez de mirarse a los ojos, miran el plano, el folleto informativo o se hacen fotos sin parar, poniendo caras muy raras y, casi siempre, de espaldas a los monumentos; al parecer, más interesados en certificar que estuvieron allí que en admirar la belleza de lo que les rodea.
Y Verónica se pregunta dónde ha ido a parar el romanticismo ¿Lo habrá barrido de la faz de la tierra el siglo XXI? Quizás nunca existió y fue solo un invento de Hollywood o de la literatura romántica; a fin de cuentas, todos y, especialmente Verónica, hemos sido educados por el cine. Por eso, ella continúa buscando «Damas y Vagabundos» que compartan un solo espagueti sobre un mantel de cuadros; exultantes bellezas que se bañan de noche en la Fontana de Trevi y susurran con voz de contralto: «¡Marcello, vieni qui!»; incluso, espera ver alguna princesa inverosímil y a su pareja, circulando en vespa sobre los adoquines romanos o, tal vez, a una moderna cenicienta perdiendo su zapato Louboutin que enseguida encontrará un remedo de príncipe azul en forma de zapatero; pero no, no ve nada de eso ni siquiera a un Ripley sospechoso y escasamente amoroso esperando a su cita en Piazza di Spagna. Tampoco hay soledad en esta plaza, ni mucho menos luna llena; únicamente infinidad de turistas en chanclas y calzón corto que tapizan, literalmente, las escaleras del lugar a todas horas. Desgraciadamente, la soledad es casi el único lujo que no se puede conseguir en Roma.
A Verónica le parece que, de repente, la música que sonaba en su cabeza se ha rayado y, desde la distancia, con la reverberación de la canícula, le parece ver que los cuerpos multicolores de los turistas son los fustes que sustentan las columnas de los foros, multiplicadas ahora, sin orden ni concierto, y alejadas de cualquier canon arquitectónico. Tampoco en el Coliseo escucha vítores de pasión por algún gladiador victorioso, llamado Máximo, porque las únicas fieras que hay por allí son las hordas de turistas, nuevos bárbaros que asaltan otra vez Roma.
Verónica siente nostalgia del ayer y le gustaría haber acompañado a aquellos aristócratas ingleses que realizaban el Grand Tour como parte de su educación o, mejor aún, ser una dama del Renacimiento y haber conocido a personajes como Miguel Ángel, Rafael, Botticelli, Donatello, Masaccio, etc. y convertirse en su musa inspiradora.
Desde la ventana del hotel, Verónica mira el monumento de Vittorio Emanuel II. Esta noche, el edificio brilla aún más blanco y parece más que nunca el pastel de una de esas bodas horteras en las que el amor ha perdido glamur por culpa de un marketing que siempre acaba arruinándolo todo.
Entonces oye decir a Mario: ¿Sabes que hay más de 900 iglesias en Roma? Ni en tres viajes podríamos verlas todas. Mañana tenemos que ir al Trastevere para ver la bellísima estatua de Santa Cecilia, Maderno ha conseguido que el mármol hable y consigue poner la piel de gallina a todo el que la contempla.
Verónica lo mira sorprendida y piensa si compartir las bellezas del mundo no será también una forma de amor. Mario puede ser inmune al influjo de la luna, encontrar ridículo jugar a las cuatro esquinas en cualquier ciudad y, no digamos, besarse con pasión bajo el aguacero o bañarse en las fuentes, él que odia tanto mojarse; en cambio, es muy fácil comunicar con su espíritu contemplando juntos un cuadro, alguna escultura o un hermoso edificio. Sin duda, compartir la pasión por la belleza o la aventura del viaje puede ser también puro amor.
La música suena de nuevo en la cabeza de Verónica: «... l’unica cosa vera della mia vita: l’amore tuo per me…». Y es que, para la romántica Verónica, las canciones de Domenico Modugno siempre han tenido una non so che cosa.
Definitivamente, el romanticismo está sobrevalorado y no hay duda de que es un invento de Hollywood.
2 septiembre 2020
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Bonito homenaje al arte y al cine, a través de la bella y doliente escultura de Santa Cecilia y de las sugerentes citas de grandes películas.
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