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29 La Cometa: Lecturas y estaciones del año
Amalia Hoya
Le gustaba mucho leer y no podía ser de otra manera porque su familia le obligaba a buscar en el diccionario la definición exacta de la palabra ignorada y, además, tenía la suerte de haber nacido en una villa nombrada, hacía siglos, en un libro mundialmente famoso y contaba con apellidos ilustres que habían formado parte de la historia de España. En tiempos más cercanos, un compositor de prestigio escribía partituras que el mismo ejecutaba y otro que fue viajero, aventurero y coleccionista, entre otras actividades más, se dedicaba a fundar revistas en la que se publicaban ensayos de arte, viajes y fotografía. Y, por si fuera poco, proliferaban los historiadores, novelistas, poetas y ensayistas que habían escrito infinidad de historias, urdidas con hilos y tramas diferentes a los de otra clase de tejidos y, aun así, paralelos en calidad y reconocimiento.
La lectura requiere sosiego y soledad algo que también prefería, ya que se trataba de una soledad relativa, poblada por multitud de seres que transitaban en el papel, viajaban a países remotos y vivían aventuras, peligros y emociones imposibles de experimentar y emular en una sola vida. La literatura estimulaba su imaginación y le ofrecía la posibilidad de experimentar emociones nuevas; así que, con el fin de adentrarse en las páginas de libro sin que nadie molestara, deambulaba por las zonas verdes y hermosas que rodeaban la villa, en busca de un rincón tranquilo en el que iniciar la lectura y que escogía siempre en función de la estación del año, del clima, o del capricho de su humor.
En primavera, iba al pinar. Trepaba cuesta arriba hasta llegar a la parte más intrincada, indiferente a las punzadas de las agujas de los pinos que se colaban por los agujeros de las sandalias. A ratos se detenía para tomar aliento, echaba la cabeza atrás y, a punto de perder su equilibro, contemplaba extasiada las copas de los pinos, tan altas y tupidas que apenas dejaban ver el cielo. Apreciaba la generosidad de los árboles: regalaban cobijo, frescor, oxígeno, alimento, calor… El bosque era un espacio lleno de vida que percibía con solo aguzar el oído: los ruidos que hacían los animalitos, el crujido de las ramas y el sonido de las piñas desprendidas de los árboles que la sobresaltaban al caer. Retiraba la hojarasca y buscaba las que seguían cerradas que, con un poco de suerte, se mantendrían así hasta Navidad; las pintaría de purpurina y adornarían el Belén o el árbol. Mientras las elegía, la fantasía le llevaba a desear el encuentro con un gnomo que tuviera su hogar debajo de alguna seta y pedirle los tres deseos que, según decían, solía conceder. Por desgracia, esto nunca sucedió.
Disfrutaba con intensidad de la escapada en solitario y, embriagada por el olor que exhalaba el lugar: una mezcla de madera, resina y tierra húmeda, retomaba la marcha hasta alcanzar el final del monte, donde había un puente hecho con troncos y una cascada que se precipitaba alegre y le salpicaba el rostro sudoroso por la subida. Si continuaba el paseo, llegaría al siguiente pueblo y podría volver al suyo en autostop o caminando por la carretera; sin embargo, hubiera sido casi un pecado cambiar el rumor de la Naturaleza por el ruido de los automóviles y optaba por desandar el camino. Bajaba a la carrera, resbalando a cada paso y riendo cuando la caída le obligaba a arrastrar los pantalones sobre la hojarasca todavía húmeda por el rocío del amanecer. El descenso era muy rápido, no tardaba en llegar al camino y a la iglesia con una torre muy alta y un reloj que le indicaba que una vez más llegaba tarde a comer y volverían a regañarla.
En verano, cogía el libro, un bocadillo y un vaso de plástico que se convertía en caja una vez plegado, e iba a leer a un merendero cercano que ella adoraba como si fuese un santuario. Allí organizaban las familias y pandillas de amigos barbacoas para merendar o cenar. Ella prefería ir temprano por la mañana, cuando no había nadie más que algún jubilado; iba los sábados, o en diario, si le apetecía hacer novillos. El merendero tenía mesas de piedra con bancos adosados y solía elegir la que quedaba más alta: así tenía una panorámica magnífica de la villa. Comenzaba a leer arrullada por el murmullo del agua fresca del regato que bajaba de la Sierra para acabar convertido en fuente, o se dejaba arrullar por el susurro del viento, que movía las hojas de los chopos centenarios y a los que nunca olvidaba en sus oraciones, con la súplica vehemente de que no los talasen ni quemasen jamás. Los sonidos le traían a la memoria frases leídas en los libros escritos por Stevenson, Verne, Melville, Salgari y alguno más.
“… solo pido el cielo sobre mí y un camino bajo mis pies.”; “El bosque recobraba su densidad, pletórico de árboles.”; “No quiero en mi barco, a ningún cobarde que tenga miedo”; “Un viento irresistible agitaba la floresta…”
Y estas ensoñaciones lograban que perdiese la concentración y le distraían durante un buen rato.
El otoño era la estación favorita: un tiempo dulce en el que el calor se atemperaba, la Naturaleza se vestía con colores cálidos y suntuosos y la belleza dificultaba la tarea de escoger entre los espacios frondosos que rodeaban la villa. Al fin se decidía, y acababa subiendo una cuesta empinada y sin asfaltar que acortaba bastante la distancia al bosque de castaños. Llegaba arriba con la lengua fuera y ganas de saciar la sed en la fuente que siempre tenía el agua muy fría. Descansaba un rato en la plaza de los tilos, o en los bancos de la ermita, siempre abierta para que la Virgen venerada por todos acogiese a cuantos acudían a visitarla. Enseguida se dirigía a un camino jalonado de casitas, dignas de figurar en algún cuento de hadas y, otra vez, la fantasía le impulsaba a imaginar historias victorianas que podrían haber sucedido dentro de ellas o en su jardín; quizá meriendas interminables en las que se debatiría, amigablemente, acerca de los avatares de la vida y que podían haber brotado de la pluma de Lewis Carroll, o incluso, de las hermanas Brontë, de Conan Doyle o Dickens, puestos ya a imaginar.
La tarde se le iba en elucubraciones y tenía que acelerar el paso con el deseo de llegar pronto al punto de lectura favorito. Rebasadas las casas, saltaba una de las cercas y se tumbaba en un prado inmenso, ligeramente en talud, enfrentado a la Sierra imponente y al pueblo vecino. Era una vista grandiosa que le encantaba observar y relajaba su carácter impetuoso hasta un punto que, por un instante, olvidaba el libro. El cielo de otoño era hermoso y cambiante: un azul intenso se cubría de repente de nubes esponjosas, parecidas al algodón de azúcar que su padre le compraba en la feria cuando era niña; si ocultaban el sol o se colgaban de las cumbres de las montañas, se volvían casi negras y un trueno retumbaba a lo lejos. Aunque, probablemente, los verdaderos responsables del estruendo podían ser los enanos a los que Rip van Winkle encontró jugando a los bolos, en un valle oculto entre los riscos.
El frío le disgustaba. Por eso, en invierno, prefería leer en su habitación o en la cocina de la casa, pero allí no estaba sola y su madre demandaba ayuda; por lo que, bien abrigada, se dirigía al palacio situado al final del pueblo, que mantenía abierto el jardín durante el día. En realidad, cualquier época del año era adecuada para visitar el recinto; sobre todo en otoño, momento en que lo alternaba con el bosque de castaños, porque en esta estación, la vegetación adquiría tonos rojizos y dorados que favorecían mucho al parque y lograba que pareciera una imagen anclada en el tiempo. Las hojas de los árboles caían lentas y solemnes hasta caer en las fuentes, tapizaban los senderos y contribuían a reforzar la imagen romántica del entorno. Aprovechaba para recoger las hojas más bonitas que servirían de adorno y como composición de algún cuadro.
Le gustaba admirar el conjunto formado por el edificio y el estanque sentada en un banco de piedra con blasones que, al abrirse en abanico, parecía abrazar la pileta de una fuente; tenía grabadas en la piedra unas iniciales que coincidían con las del nombre de su abuelo y, si iba con amigos y amigas que no fuesen de la zona, le gustaba bromear diciendo que así era.
Pero la magia del recinto se acentuaba durante el invierno, cuando lo cubría la nieve y no había nadie a la vista. El estanque tenía en el centro un pabellón de hierro que se reflejaba en el agua, convertida por la helada en un espejo del que surgían imágenes antiguas. Imaginaba a damas y caballeros, con ropajes y sombreros pasados de moda, remando a bordo de pequeñas embarcaciones, mientras los niños hacían pompas de jabón en el templete, o perseguían a los pájaros en el jardín inferior, salpicados por los juegos de agua. Ni siquiera el tenue crepitar de la nieve en el suelo rompía el embrujo.
No tardaba en irse: el frío imposibilitaba una estancia larga; sin embargo, volvía estimulada por el paseo y con el ingenio enardecido. Ahora era más fácil comprender lo duro que sería cabalgar por las frías estepas, si eras un correo del zar; cruzar a través de un armario a una dimensión gélida sin llevar abrigo, o conquistar tierras lejanas a bordo de un drakkar.
De regreso, pasaba por la biblioteca del parque y pedía prestadas las últimas novedades literarias. Incapaz de esperar a llegar a casa, iba a una de las cafeterías del pueblo y hojeaba los libros, mientras tomaba un chocolate con churros y entraba en calor.
Era muy joven, casi una niña, por lo que, hasta ese momento, solo había leído, mejor dicho, devorado, literatura clásica y más o menos juvenil, pero soñaba con inmensas bibliotecas y librerías misteriosas que sabía repartidas por todas las ciudades del mundo, al tiempo que ansiaba conocer las historias y aventuras nuevas que le ofrecerían sus próximas lecturas. El mundo literario era infinito y a pesar de tener la certeza de que no dejaría de crecer, ni dispondría de tiempo suficiente para abarcarlo, seguiría buscando refugios en los que perderse con el fin de disfrutar de experiencias y vidas diferentes.
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