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23 Un desierto transformado en paraíso
Tiempos oscuros son estos en los que vivimos. El mundo conocido se trastoca, se vuelve del revés como los calcetines sucios antes de meterlos en la lavadora y lo que antes era blanco se vuelve más negro que la más profunda noche. Las libertades conquistadas a lo largo de dos siglos se difuminan y acaban volatilizándose como las notas de una canción en el aire. La austeridad, qué palabra tan horrible, se esgrime cual panacea de los males que la economía inhumana ha fabricado al albur del desarrollo de las cómodas democracias sociales, quién sabe si dentro de poco, cuando salgamos del pozo profundo en que nos encontramos, recuperadas en el inconmensurable mar de los ciclos históricos o perdidas ante el fragor del islamismo radical.
Y en medio de la marea de pérdidas materiales del carcomido estado del bienestar, la clase media ha de acostumbrarse a abrir la cartera y pagar religiosamente por servicios que antes eran gratuitos. Todo sea por los brotes verdes. Un ejemplo reciente y de carácter turístico lo hallaremos a varios kilómetros de distancia, en la ciudad condal. El acceso al Parque Güell, uno de los símbolos de Barcelona, precisa desde finales de octubre de su correspondiente ticket previo pago de ocho euros. La rapiña de los políticos no es tan inocente como para no explotar la figura de Antoni Gaudí a la enésima potencia. Millones de personas visitan al año la ciudad y muchas de ellas acuden atraídas por sus geniales construcciones (al margen de la playa, los precios bajos de España, el sol, las tapas y otros atractivos typical Spanish). Pero, ¿es lícito cobrar por admirar este parque que ha tenido un acceso totalmente libre hasta antesdeayer?
El relato de los acontecimientos comenzó allá en 1899 cuando el industrial textil Eusebi Güell, mecenas de Gaudí, adquiere un terreno baldío e inútil en la Montaña Pelada. Quince hectáreas desprovistas de vegetación y habitada por alacranes y escorpiones, muy similar a lo que en su día fue el bejarano Tomillar. El lugar gozaba de un encanto particular al encontrarse próximo a la ciudad y ofrecer un cierto carácter de eternidad (no en vano se hallaron en él cientos de fósiles marinos prehistóricos). Sólo el genio de Gaudí podía ser capaz de transformar el desierto en paraíso. El plan de Güell era sumamente ambicioso: construir en aquel terreno, tan extenso como de difícil topografía, una ciudad- jardín privada tal y como había visto en sus numerosos viajes a Inglaterra. Así pues, y sin precedentes en España a los que agarrarse, el arquitecto puso su empeño para que la Montaña Pelada dejara de serlo.
El plan no radicaba en cerrar a cal y canto el espacio disponible para que los propietarios disfrutaran, ellos y sólo ellos, de su totalidad sino que mecenas y artista resolvieron disponer de un lugar de reunión y asueto común tanto para los barceloneses como para los dueños de las viviendas. Así, las casas se desplegarían por el terreno elevado sin estorbarse unas a otras, mirando siempre hacia el Mediterráneo, con un jardín acotado, abriendo el resto a los visitantes. El proyecto no era inocente: el parque huele al catalanismo desplegado por la Renaixença, a mitología clásica, a espiritualidad, a religiosidad, a contemporaneidad y hasta algunos ven masonería (idea que no comparto en absoluto). Grecia e Inglaterra, fantasía y funcionalidad, privado y público, delicadeza y pureza se dan la mano. Utilizando las técnicas más avanzadas, tales como el reciclaje y las maneras constructivas populares catalanas, el espacio se convirtió en un vergel en el que urbanismo, jardinería y arte constructivo se aúnan para elevar el espíritu. Un paseo por el parque nos llevará a reflexionar sobre los motivos inspiradores de Gaudí: las cuevas prehistóricas, los templos de la Grecia clásica en el mar de columnas situado bajo el banco ondulado, los mosaicos bizantinos en versión trancadís (realizados con restos de vajillas rotas), los jardines de la Italia renacentista, la ópera Hänsel y Gretel (que por cierto se estrenaba por aquellos días en el Teatro del Liceo) en los pabellones de entrada, la religiosidad en el rosario de piedras redondeadas repartidas por el paseo central y el calvario que corona el terreno, las olas del mar pétreo de uno de los pasadizos y en el banco ondulado polícromo, los templos románicos excavados en la roca, las iglesias góticas en otro de los pasadizos y todo ello inspirándose siempre en la naturaleza.
Sin embargo, el proyecto inicial no tuvo la acogida que se esperaba. La burguesía adquiría por entonces las grandes y elegantes casas del Paseo de Gracia o se trasladaba al cercano barrio de San Gervasio, próximos ambos a la Barcelona que se desparramaba más allá de las murallas derruidas. Sólo se construyeron tres viviendas en el parque; la del propio Güell (hoy colegio público), la casa de muestra que acabó adquirida por Gaudí, además de otra comprada en el momento de su construcción. Sin embargo, los barceloneses parecían disfrutar paseándose por los laberintos conformados por la mano del hombre y tan bien integrados en la naturaleza que parecían creados por la naturaleza misma. Así no era extraño que durante el fin de semana se reuniesen allí cientos de personas convocados por alguna institución cultural de la ciudad. A la muerte de Güell, sus hijos donaron la totalidad del parque al ayuntamiento de Barcelona para disfrute público y acceso libre.
Ahora aquella decisión, tomada en vida de Gaudí, se rompe en añicos. Es cierto que daba vergüenza encontrarse a cada paso con vendedores top manta que salían despavoridos entre los setos cada vez que la policía hacía acto de presencia. Es cierto que la masificación a veces era insoportable. Es cierto que una obra de arte de tal magnitud necesita de constante mantenimiento. Es cierto que se hace precisa la regulación de los visitantes. Pero, ¿es lícito cobrar ocho euros? ¿No es demasiado para los tiempos que corren? ¿La belleza debe pagarse? ¿Güell y Gaudí estarían de acuerdo si levantaran la cabeza?
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