Bajo licencia de Creative Commons.
20 La Cometa: París. Una historia de tejados y nubes
Relato publicado en la revista anual ESTUDIOS BEJARANOS (2021)
La rehabilitación integral llevada a cabo durante el segundo imperio (1852 – 1870), por el barón Haussmann y auspiciada por Napoleón III hizo de París la ciudad de la armonía. El proyecto afectó a edificios, fachadas, calles, bulevares, zonas verdes, monumentos, mobiliario urbano, alcantarillado y todo tipo de equipamientos, tanto en el centro de París como en la periferia, y logró transformar el conjunto de calles medievales, estrechas e insalubres en las que apenas se podía circular, en una urbe moderna de grandes avenidas, amplias plazas y edificaciones de altura idéntica y de un estilo arquitectónico que debía ajustarse al modelo previamente establecido. El proyecto fue criticado en la época por su coste elevado, pero es evidente que convirtió a París en una ciudad hermosa e inconfundible, dotada de gran personalidad y encanto, que no deja indiferente a nadie, y con la que todos soñamos un poco ya que, sin duda, hay que visitar al menos una vez en la vida.
De manera especial, dicha armonía se aprecia en sus tejados de pizarra gris rematados por mansardas y para comprobarlo, basta subir a las torres de las iglesias, a las azoteas de los palacios y museos, a las de los grandes almacenes y, como no, al mirador natural de Montmartre. Una vez en lo más alto, la mirada se extiende sobre un “mar” de color gris oscuro, formado no por olas, sino por una superficie dentada y simétrica que a la imaginación podría parecerle las teclas negras de un piano gigantesco, porque las blancas no resistieron la tentación de huir y volar alto hasta convertirse en nubes y así, poder contemplar, desde el cielo la belleza de La Cité. Si la sugestión ayuda, tal vez oigamos la voz dulce de Françoise Hardy que canta: C’est le temps de l’amour, le temps des copains et de l’aventure…, pues en ningún lugar del mundo es posible experimentar el romanticismo del amor con la misma intensidad y glamur que en París, ni conseguir nuevas amistades tomando un café, codo con codo, en los cientos de terrazas diseminadas por sus calles y bulevares.
Al mirar estos tejados, de simetría casi perfecta, apetece ser un diablo cojuelo y levantarlos uno a uno para observar a los artistas que habitaron en sus buhardillas; pioneros en crear un arte revolucionario y vanguardista que cambió el concepto artístico y sirvió de modelo a las generaciones futuras del mundo entero; o simplemente, curiosear e inventar la vida de los otros y, parafraseando a Baudelaire: “… imaginar sobre las olas de tejados a una mujer madura ya, arrugada, enfrascada en sus tareas y que nunca sale… Y acostarse cada noche satisfecho de haber vivido y padecido en la piel de otros”.
Mientras los tejados dejan al descubierto sus secretos, como una caja de cumpleaños, esas teclas blancas disidentes, ahora convertidas en nubes, se escurrirán sinuosas desde las tejas de pizarra para colgarse del filo de los aleros, balancearse en el alféizar de las ventanas y, por un instante, mirarse en los cristales cerrados, que también sugieren fantasías infinitas de lo que puede suceder tras ellos y, volviendo a Baudelaire recordar que: “Si miras a través de una ventana abierta, jamás verás tantas cosas como si mirases una ventana cerrada”.
A continuación, las nubes vagarán por la bella ciudad, siguiendo el recorrido del Bateau Mouche bajo los puentes del Sena y casi seguro que perderán su singladura para quedar prendidas en las farolas del Puente de Alejandro III, en los arcos del Puente Nuevo o, si hay suerte, contemplarán ensimismadas alguna escultura en el Puente de las Artes. Agotadas por el recorrido volverán atrás y examinarán con atención los libros de los bouchinistas o, en el Cour Carrée del Louvre, se mirarán coquetas en la superficie pulida de la pirámide, con la vana pretensión de fundirse y formar parte de ella.
Las nubes viajeras, enseguida remontarán hasta alcanzar las torres de Notre Dame donde se unirán a las gárgolas, vigilantes perennes de la Cité y, juntas, tal vez ayuden a Cuasimodo a buscar a su Esmeralda. Cumplido el objetivo, volaran bajo y veloz por las calles de la isla Saint Louis, donde el tiempo se ha detenido en el espacio, y fingirán ser el top nevado de un helado Berthillon, que hará las delicias de cualquier turista despistado.
Después, visitarán El Marais, sobrevolando la Plaza de los Vosgos y observarán con envidia a los parisinos que toman el sol, al mismo tiempo que degustan los ricos croissants. Abandonarán la plaza para filtrase por los intersticios que, el paso del tiempo, ha abierto en los portalones grises de madera, en los que todavía se escucha el sonido del rodar de los carruajes y los cascos de los caballos, en el interior de sus zaguanes. Oirán también el tropel de pasos airados que, con su fragor, pretendían acallar el ruido de las carrozas sofocándolo para siempre. Irán tras ellos, primero a la Bastilla y, más tarde, a la antigua plaza de Luis XV, hoy llamada de la Concordia, donde puede que lleguen a tiempo de ver rodar alguna cabeza empolvada. Las nubes saben que el odio es un sentimiento contrario al amor, aunque mucho más intenso y, a lo mejor, sienten piedad o ganas de llorar sobre las piedras centenarias y así lavar la sangre derramada por católicos y hugonotes en siglos pasados; o por los revolucionarios y comuneros en épocas más recientes, o quién sabe, si este nuevo aguacero querrá imitar a otro bien distinto, formado por ladrillos y adoquines que estudiantes descontentos lanzaron al aire en un mayo glorioso.
Exhaustas por el cúmulo de acontecimientos, las nubes inquietas buscarán espacios más lúdicos donde descansar, objetivo difícil de elegir, en una ciudad que ofrece tantas posibilidades. Mientras se deciden, y para divertirse, traspasarán las manzanas de edificios por atajos elegantes, que permiten llegar rápidamente a la calle paralela, como los passages: Jouffroy, Des Princes, Verdeau, Vero-Dodat, Madeleine, Panorames y muchos más. Y es probable que, durante estos recorridos, endulcen con dos gotas de agua las tazas que reposan sobre los veladores de los cafés y salones de té; admiren las antigüedades y objetos originales que exhiben sus establecimientos o, paradas frente a una tienda del passage Brady, finjan probarse el turbante de un sij y ver qué tal les queda, en el reflejo del cristal del escaparate.
Terminarán la tarde en la rue Cremieux, mirando a los gatos y las fachadas de colores y, al llegar la noche, dudarán si acudir al Barrio Latino y, en la rue Mouffetard asistir a una sesión de jazz de la mano de Chet Baker o, mejor, elegir el Barrio Bohemio y emular las piruetas del cancán, girando enganchadas en las aspas del Moulin Rouge.
De una manera u otra, seguro que acabarán el tour perdidas en los vericuetos que forman las callejuelas y viñedos de Montmartre; subiendo a la colina, bien por las angostas escaleras jalonadas de farolas, o por la curva deliciosa de la rue L’Abreuvoir. Y, al llegar a la Plaza del Tertre, formarán parte del paisaje pintado por algún artista emergente, seguramente, una joven promesa futura. Para concluir la noche, y fundidas con las cúpulas blancas del Sacre Coeur, otearán la panorámica nocturna de la metrópoli, ahora tachonada por el brillo de las luces encendidas.
Antes de volver al lugar de donde partieron, harán un último recorrido, rápido y veloz, por encima de los treinta y siete puentes y el río Sena, quien sabe si para estorbar los deseos suicidas de algún amante despechado, incapaz de tolerar el desamor en la ciudad de los enamorados, o averiguar si es cierto que las cenizas de Juana de Arco reposan en su lecho y no es solo una leyenda. Completada la ronda, admirarán el destello centelleante del faro de la noche: la Torre Eiffel y coronarán su cúspide por un instante.
Estas nubes traviesas, henchidas de historia, belleza y emociones, derramarán una lluvia de estrellas sobre el mar de los tejados acharolando sus pizarras que, al amanecer, el sol enjugará y hará brillar aún más, en una ciudad que llaman de la luz.
Al llegar el invierno, las nubes habrán completado el periplo y ya, más sosegadas, añadirán blancura, en forma de nieve, a las teclas negras del piano de los tejados. Luego, durante la noche y favorecidas por la brisa, susurrarán sus andanzas en el oído de las mansardas para compensarlas de su estatismo obligado. Y una vez el piano completo con todas sus teclas, París entero cantará: “Sous le ciel de París s’envole une chanson, hum, hum…”
Enero 2022
- Por fin el ayuntamiento
hace 7 horas 17 mins - Y yo le paso este enlace,
hace 7 horas 18 mins - Parece una noticia del Mundo
hace 8 horas 11 mins - Y a los verdaderos
hace 9 horas 50 mins - Lo de la guía de
hace 14 horas 48 mins - Sííí, apuntandonos a este
hace 16 horas 49 mins - Curso para aprender a poner
hace 17 horas 47 mins - Un curso para aprender a
hace 18 horas 11 mins - Igualmente, el pueblo que
hace 19 horas 40 mins - Ya les pega mucho a los
hace 19 horas 48 mins
Enviar un comentario nuevo