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17 Los jardines melancólicos de Aranjuez
Las notas musicales, suspendidas en el aire primaveral, no abandonaban mi cabeza mientras paseaba por los parterres del jardín. Es imposible en Aranjuez no escuchar mentalmente los acordes de El concierto de Aranjuez del maestro Rodrigo como tampoco lo es no visionar en cada captura de la cámara fotográfica los lienzos salidos de los pinceles de Santiago Rusiñol. Música, pintura y naturaleza se aúnan junto a la estela de reyes y acontecimientos históricos que han tenido lugar entre los muros de su palacio.
Disponíamos de una tarde suelta en Madrid y, mientras nos decidíamos ante el panel de líneas de colores en la estación de Atocha, la duda nos asaltaba: ¿Jardín de El Capricho o Aranjuez? La señorita primavera se había hecho esperar ante un anciano invierno que pugnaba por no quererse marchar. Necesitaba ver el color de la flores, aspirar los aromas infinitos de la naturaleza, a pesar de exponerme a los riesgos de una alergia que todavía no había dado señales de manifestarse. Optamos por Aranjuez cuando el panel electrónico comenzó a parpadear en rojo: 1 minuto. Descendimos la escalera mecánica corriendo, sin esperar su lento discurrir, y entramos como una exhalación en el tren antes de que las puertas se cerrasen tras el último pitido de advertencia. Una voz enlatada anunció la salida del tren con destino a Aranjuez. La suerte estaba echada.
Tras un recorrido sin contratiempos, más allá de un par de sudamericanos que intentaban ganarse la vida destilando sus dotes de cantante y guitarrista por un par de monedas, el tren arribó a la bella estación de Aranjuez, una de las más hermosas de España. A pie el paseo entre ésta y el palacio nos tomaría un cuarto de hora siempre flanqueados por los plataneros de un paseo paralelo a la carretera. Desde ese mismo momento, los acordes del maestro Rodrigo y las pinceladas de Rusiñol acompañaron mi contemplación de la luz, de la disposición de los árboles y las plantas, del trino de los pájaros, del sonido argentino del agua de los surtidores.
Mi cámara capturaba sin cesar instantáneas de los jardines, el dibujo de los setos y la perspectiva centrada y renacentista de las fuentes, siempre protagonistas de la fotografía. Tal o cual vista calcaba mecánicamente algunos de los lienzos del pintor catalán muerto precisamente en Aranjuez en 1931. Escritor de dramas teatrales, poeta y artista, Santiago Rusiñol había nacido en Barcelona en 1861. Su destino estaba marcado desde la cuna: regentar una fábrica textil, el vapor de los Rusiñol, a la muerte de su abuelo. Sin embargo, su espíritu ansiaba volar, conocer otros mundos, dedicarse al Arte y se ahogaba entre el debe y el haber, los libros de cuentas y los balances. Ya sobrepasada holgadamente la veintena, y no sin la desaprobación de su familia que veía en el camino que iba a escoger un desdoro para ella, comenzó a escribir y dibujar, a viajar en una tartana con su amigo Ramón Casas, otro miembro de la burguesía malogrado por la vena artística, por toda Cataluña. Se hizo coleccionista de obras de Arte, viajó en numerosas ocasiones a la bohemia parisina, dio a luz a obras teatrales que obtuvieron un éxito considerable en su tiempo y conoció a otros artistas de la talla de Zuloaga (quien, por cierto, le inoculó el virus del aprecio por un artista olvidado cuyas obras habían sido arrumbadas en los trasteros de museos e iglesias, El Greco).
El grupo de amigos artistas acabó por crear de manera efectiva un movimiento llamado Modernismo que tuvo gran predicamento en Cataluña y lograron hacerlo, no con la soflama y la teoría, sino con la organización de tres fiestas. En Sitges, donde había comprado un palacete viejo y olvidado, congregó a pintores, músicos, escritores, arquitectos, actores, escultores, hombres y mujeres, españoles y extranjeros, Albéniz, Puig i Cadafalch, Casas, Rusiñol, Eric Satie, con la idea de compartir pareceres, escuchar música, pintar la luz mediterránea y soñar con un mundo artístico diferente. Los bohemios de familias burguesas triunfaron; sus obras de arte, de ser rechazadas por la sociedad imperante, fueron cosechando éxitos y la burguesía comenzó a comprar aquellos lienzos que en otro momento desdeñaban por estar inconclusos a su modo de ver.
Sin embargo, el embrujo de Aranjuez no le llegó a Rusiñol hasta más tarde, una vez que claudicó ante el sol mediterráneo y las leyendas de Granada, buscando la quietud que sólo los jardines melancólicos podían darle después de una vida dedicada al arte y las letras, los viajes por el mundo y su adicción a la morfina. Los parterres organizados con tiralíneas, el sol de la tarde cayendo otoñal entre las hojas moribundas, los chorros de agua derrumbándose argentinos sobre los pilones de las fuentes y las sombras de los cipreses enhiestos anunciando la muerte en un silencio sepulcral aquietaban su espíritu. Aranjuez no era como hoy un jardín asequible a los turistas, abierto de par en par al interés de aquel que quiera visitarlo, sino un coto privado de Alfonso XIII. Nadie podía entrar sin un consentimiento real expreso. Rusiñol lo obtuvo porque una de sus máximas vitales había sido no adentrarse en los arriesgados vericuetos de la política. El rey le nombró Jardinero de Honor de la Casa Real con paso franco a la naturaleza ansiada, a la que acudía cansado y anciano, con sus lienzos, paleta y gama de colores, su silla y su pipa emitiendo un humo más propio de una locomotora a vapor. Se puede decir que Rusiñol murió pintando pues el día anterior a su fallecimiento lo había estado haciendo perdido entre la maraña regular de los jardines, como siempre.
Cuando el sol comenzó a ponerse y los rayos tristes iluminaban cansinamente los paseos de los Jardines de Aranjuez decidimos que nuestra visita podía darse por concluida. Pulsé el botón de alimentación de la cámara y el objetivo se replegó con un débil sonido.
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Ojalá que todos los bejaranos mostrasen la misma sensibilidad que Carmen hacia los jardines, propios y ajenos. Que no nos echen del Paraíso. Desde Segovia, Pepe Muñoz
Muy sugerente este juego que nos propone Carmen, entre la realidad pintada y la misma realidad fotografiada al cabo del tiempo, ¿las fuentes, los paseos, los árboles son los mismos? ¿Las personas que pasan y miran son en verdad distintas? ¿O Rusiñol sigue ahí, pintando por siempre jamás el mismo cuadro en nuestros ojos?
Alguien estuvo allí y vio y fijó el instante, la segunda mirada, en cierto modo, lo certifica, derogando así el tiempo que pasó. Cuando paseemos por allí estaremos viendo el cuadro y si nunca llegamos a ir, ya habremos estado.
Pasear por ahí, con ese maravilloso entorno y acariciada por los acordes musicales del maestro Rodrigo, tiene que ser una gozada.
No sé si voy a lograr enviarte este comentario, ya lo intenté otras veces y no debí saber hacerlo, esta nueva configuración del blog, no debo de entenderla.
Cariños.
Kasioles
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