Bajo licencia de Creative Commons.
17 La Cometa: El piso de la calle Leire
Amalia Hoya
Vi el anuncio hojeando el periódico: vendían un piso en la calle Leire 34. ¡Qué casualidad! Era el edificio donde había vivido con mis padres hasta los cinco o seis años; después, ellos murieron y no los recordaba bien: el resto de la familia nunca los mencionaba.
Durante varios días, sopesé la conveniencia de ir a verlo y al fin, venció la curiosidad y quise comprobar si se trataba de la misma casa: no iba a perder la oportunidad de conocer el lugar donde transcurrió mi primera infancia. Enseguida, concerté una cita con el agente de la inmobiliaria.
El edificio carecía de ascensor y la escalera parecía fría y oscura. Llegamos a la planta y el agente abrió la puerta; me detuve un instante en el umbral: temerosa de entrar y, al hacerlo, me asaltaron unos recuerdos poco definidos, pero suficientes para intuir que, efectivamente, era mi antigua casa. Tenía un pasillo muy largo, cerrado al fondo por una puerta y varias más a ambos lados, que ahora estaban abiertas, igual que las ventanas; una luz deslumbrante lo iluminaba por completo.
El apartamento estaba en buen estado y, al posible recuerdo emotivo, añadía las excelentes posibilidades decorativas. No lo pensé y decidí comprarlo; aunque no sin alguna duda, pues notaba cierta inquietud que achaqué a la emoción de volver a mi antiguo hogar y a la decisión precipitada
A Inés, la amiga con la que compartía casa desde hacía tiempo, no le gustó que no le consultara.
—¿Qué necesidad tienes de gastos y complicaciones? Estamos bien las dos juntas. ¿De verdad piensas comprarlo? Nunca te apeteció tener uno propio.
—¡Quién sabe! —dije—. A lo mejor es el momento. Tengo bastante dinero ahorrado y un piso siempre es una buena inversión.
—No sé —decía Inés cada vez más contrariada—. Esa idea tuya a la larga puede distanciarnos.
—¡Qué bobada! Tú y yo no vamos a dejar de estar unidas porque vivamos en lugares diferentes.
—¿Por qué precisamente esa casa? —insistía Inés—. Hay otras más cercanos a la mía.
—Tienes que comprenderlo, Inés. Es un ramalazo sentimental, el deseo de recuperar una pequeña parte de mi infancia, de la que apenas me acuerdo. Además, ¿has visto que bonito y grande es?
Inés no consiguió convencerme: estaba decidida.
Las primeras semanas pasaron deprisa: los arreglos, el traslado, las compras. Inés me ayudaba de mala gana, resignada ante lo inevitable. Yo intentaba tranquilizarla afirmando que, lejos de separarnos, dos viviendas nos darían mayor libertad, pero no conseguía convencerla.
Pasada la vorágine de la mudanza y la primera emoción, volví a notar aquella sensación de angustia en el estómago. El piso era demasiado silencioso y, sin embargo, creía escuchar voces que provenían de otros tiempos, o escuchaba el sonido de unos pasos que hacían crujir las tablas del suelo; ruidos familiares que mi mente intentaba procesar y ubicar. Me asomaba rápidamente al corredor, con la pretensión de sorprender a alguien, y recorría una a una las habitaciones desiertas, notando mi ánimo encogido, temiendo que no estuvieran tan vacías como deberían estar. En torno a mí, todo tenía un aire estancado, inmóvil, o eso era lo que percibía.
Lo peor empezó con los sueños, mejor dicho, con las pesadillas: en ellas era incapaz de distinguir nada ni a nadie, únicamente veía sombras borrosas, solo entrevistas a través de una tela, siluetas teatrales que peleaban y lloraban. El pánico me lo producían sus voces, sus gritos: gemían cosas ininteligibles que, a ratos, creía entender y eso las hacía más inquietantes.
Inés empezó a preocuparse por mí, por mi mala cara, por aquel agobio que no me dejaba vivir.
— En ese lugar hay algo malsano —me decía—. Te volverás loca, si sigues así. Deberías venderlo. Vuelve conmigo.
Yo quería y no quería dejar la casa. Si estaba dentro deseaba escapar y, si me iba, un impulso morboso me obligaba a regresar enseguida. Necesitaba saber que recuerdo oculto latía entre aquellas paredes y recuperar de nuevo la tranquilidad.
Día a día, los sueños tomaban cuerpo. Cuando me sentaba ante el televisor, sentía a mi espalda que alguien me acechaba; giraba entonces la cabeza y me parecía ver una sombra familiar cruzando veloz el pasillo. Luego oía el llanto, a veces venía de la cocina y otras del dormitorio; a continuación, empezaban los gritos, el golpeteo de puertas, el entrechocar de platos en el comedor. ¡No podía más! Me estaba volviendo loca.
Cogí el abrigo, el bolso y escapé de la casa a todo correr. El aire helado de la noche me serenó un poco, a pesar de que mis lágrimas brotaban incontenibles y no paraba de temblar: no por el frío, sino porque había tocado fondo. Yo era una persona hipersensible, fácil de sugestionar; por tanto, tenía que poner remedio a aquella locura, antes de que la situación acabara con mi salud.
Puse en venta el piso al día siguiente y, esa misma tarde, empecé a empaquetar mis cosas con la ayuda de Inés que, muy contenta de que volviera con ella, no paraba de felicitarme.
Habíamos terminado la mudanza y me disponía a subir al coche, cuando me di cuenta de que había olvidado el móvil en la encimera de la cocina. Inés quiso subir a buscarlo y rechacé la oferta. Daría una última ojeada.
Metí la llave en la cerradura y algo en mi interior me advirtió de que no debía entrar, por lo que abrí la puerta con temor. Habíamos cerrado casi todas las contraventanas y el pasillo estaba en penumbra, sin la luz cegadora del primer día que lo visité, tampoco estaban ya mis muebles, que tanto cambiaban su aspecto. Y fue esa semioscuridad la que iluminó mis tinieblas con un chispazo revelador: me pareció ver a mi madre, tirada en el suelo del pasillo; aunque, en realidad, solo veía sus piernas sobresaliendo de la entrada a la cocina
Empecé a temblar, a llorar: ahora entendía el significado de las pesadillas, de los ruidos que llenaban mis sueños y de los fantasmas que me acosaban. Volvía a ser la niña pequeña que regresaba del colegio, de la mano de mi abuela, en una tarde oscura.
Contuve la respiración con los ojos fijos en las piernas imaginadas, mientras esperaba y temía oír de nuevo el pistoletazo que mi padre dio en la habitación del fondo; un sonido que apagó mi luz y mis recuerdos durante tantos años.
Este relato forma parte del libro titulado: La sombra y otros relatos (Puede encontrarse en la librería Malú)
Octubre 2021 (La Cometa)
- Poco más se puede hacer con
hace 4 horas 41 mins - Cansada debe de haber
hace 7 horas 4 mins - Precioso relato que emociona
hace 1 día 4 horas - Dos acotaciones:
1º Se te
hace 1 día 16 horas - Los asuntos que plantea son
hace 1 día 22 horas - y no te da pereza el
hace 2 días 5 horas - "Cuando el diablo no tiene
hace 2 días 5 horas - Que "LUNA" vamos a ver
hace 2 días 11 horas - "CUANDO EL SABIO SEÑALA LA
hace 2 días 15 horas - Los medios de prensa no
hace 2 días 15 horas
Enviar un comentario nuevo