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11 La Cometa: Método y ritmo
Relato incluido en el libro INQUIETUDES, de próxima publicación.
Mis peleas con Nina iban en aumento hasta un punto, que eran ya intolerables, por lo que solía huir de mi casa en plena noche y vagaba sin rumbo por la ciudad; terminaba recalando en algún bar de copas. Así fue como descubrí a la chica: ella tocaba las maracas en un club del centro.
Inimitables, se llamaba el cuarteto de señoritas y, por supuesto, podían serlo. A pesar de que apenas puedo decir nada de las otras tres: contrabajo, teclado y batería porque, en cuanto me fijé en la maraquera, el resto desapareció de mi vista. Acababa de sucumbir a uno de mis «ataques de fascinación», como Nina los denominaba y el principal motivo de nuestras peleas conyugales. Me pasaba con frecuencia, era percibir el método y el ritmo de cualquier mujer y me dejaba llevar por una obsesión extrema, y la chica de las maracas encajaba perfectamente en este patrón obsesivo.
El cuarteto interpretaba música caribeña, le estaban dando a la salsa, cuando entré en el local. Me senté en el rincón más oscuro que encontré e, inmediatamente, no tuve ojos más que para ella. La chica no era ninguna belleza, incluso, su cara resultaba un poco insulsa; aunque eso sí, lucía una sonrisa contagiosa, ideal para anunciar dentífricos. En cambio, tenía un cuerpo esbelto y turgente que el vestidito de niña, que uniformaba al cuarteto, ponía más de relieve; el vestido sin mangas, tenía un corpiño ajustado, un escote pronunciado en uve y terminaba en una breve falda plisada que ni siquiera le tapaba los muslos.
En realidad, el físico de la chica carecía de importancia. Lo que me sedujo fue su forma de mover las maracas: no las ponía a la altura del pecho, como solía hacerse, a lo mejor prefería no hacerle la competencia a las otras dos que ya traía de serie, sino que estiraba los brazos por encima de su cabeza y agitaba los instrumentos con un entusiasmo y un swim contagioso, como si fueran un apéndice más de su anatomía, una prolongación natural de brazos y manos; a la vez que transmitía un balanceo endiablado a las sus otras dos maracas y a la faldita plisada. Puro método, todo ritmo. Bum, bum, bum repicaba la batería, en un rincón de mi cerebro. Tanto movimiento me dio sed y tuve que beber un largo trago del mojito que había pedido, lo hice también para animarme: sabía que catar aquella salsa era algo inevitable y, por eso, decidí esperarla a la salida.
No tardó en dejar el club. Se había puesto una gabardina, zapato de tacón alto y de su mano colgaba el estuche de su instrumento, un maletín negro con herrajes dorados, parecido al que antiguamente llevaban los médicos. Se despidió de sus compañeras y caminó un trecho delante de mí. No tardó en darse cuenta de que la seguía y sin ningún temor se volvió y preguntó: «¿Me estás siguiendo? ¿Qué quieres?». «No debes tener miedo —contesté con sonrisa de memo—, soy un tío de lo más normal». «Lo que ocurre es que suelo fliparme con el método y el ritmo de las mujeres, y el tuyo con las maracas me parece inigualable». —Y añadí—: «Me gustaría conocerte. Te invito a un café, donde prefieras». Me miró muy seria, con unos ojos como platos; seguramente sopesaba si, tal vez, podía ser peligroso o solo me burlaba de ella. Al fin, con una sonrisilla bailándole en la boca, dijo: «Lo siento, llega mi autobús. Ya nos veremos». Y, antes de que pudiera evitarlo, subió de un salto al vehículo que acababa de llegar y me dejó allí plantado mirando cómo se alejaba.
Lo que me estaba pasando, no tenía remedio: tendría que volver al club cada noche y no pararía hasta conseguir que la maraquera aceptara salir conmigo. La música sonaba de nuevo frenéticamente en mi cabeza, y veía los brazos torneados de la chica agitando con furia las maracas delante de mis ojos: bum, bum, bum, chica bum, bum, bum. Estaba inmerso otra vez en un ritmo nuevo, enganchado a un tratamiento sensual y caribeño. Me pasó igual con Nina.
Y es que la extraña fascinación la sentía desde hacía mucho tiempo. Me ocurrió por primera vez cuando tenía quince años, fue a la salida del instituto. Camino de casa, había una enorme valla publicitaria y me fije por casualidad en la mujer que, subida en una escalera de manos, pegaba carteles sobre ella. La mujer sacó del cubo una gran brocha rebosante de engrudo, la levantó en el aire unos segundos, tiesa como una antorcha, y lanzó con fuerza el chorretón de pringue en dirección a la valla: splasssh, sonó aquello y, por primera vez, noté en mi cuerpo un escalofrío, una especie de corriente eléctrica. El pegajoso mejunje se escurría espeso y blancuzco por la pared, aunque la mujer no tardó en comenzar a extenderlo de un lado a otro, enérgicamente, siempre con movimientos iguales y en simetría perfecta. A continuación, situó el cartel en la parte superior y lo estiró con una brocha seca con movimientos rápidos de arriba abajo, con igual fuerza e intensidad, y repetía el proceso hasta completar la valla.
Plantado al pie de la escalera, yo seguía sus movimientos con una mirada estúpida, fascinado por su método y ritmo: splasssh, izquierda, derecha, arriba, abajo. No podía ver la cara de la mujer, pero el gran culo que tenía seguía el ritmo perfectamente. De repente, comprendí lo que hacía: ella rapeaba. Plasss, ras, ras, zas, zas, plas, plas. Sí, sí, era un rap. Alucinante. Desde aquel día, esperé ansioso el cambio de publicidad de la valla y acudía puntualmente a la cita. Hasta que derribaron la valla y comenzaron a construir en aquel solar. Nunca más vi a mi rapera; sin embargo, su culo y su ritmo acompañaron mis noches púberes, llenándolas de frenesí.
A pesar de que la rapera me había iniciado en el asunto, no tardé en estar falto de inspiración. La música se extinguía en mi cabeza y el mundo se volvía soso, aburrido. Necesitaba encontrar una nueva sintonía. Entonces apareció la nueva amiga de mi madre: una mujer con aspecto de antigua maestra de escuela, solía llevar un abanico, al parecer, sufría accesos de calor. En cuanto «escuché» la forma que tenía de mover el artilugio, no pude evitar acompañarlas en las meriendas que hacían cada tarde, en el salón de mi casa.
Observaba atento a la maestra. Primero usaba el abanico como si fuera un palo, a lo mejor, echaba de menos el puntero de maestra, ¡qué sé yo! Daba tres golpes de atención: toc, toc, toc sobre el brazo del sofá, en el de la persona que tuviera más cerca o sobre su mano izquierda; luego, desplegaba el abanico con furia: raaas y, a continuación, se abanicaba rápidamente golpeando, con él, tres veces su pecho: plash, plash, plash; por último, lo cerraba del golpe: raaas y vuelta a empezar.
Capté enseguida su método y tardé bastante en averiguar su ritmo, quizá porque la partitura que ella ejecutaba era demasiado experimentada para un crío como yo. Finalmente, acerté el tema, era un vals: un, dos, tres, cuatro; un dos, tres, cuatro... y vuelta. No podía ser de otra manera, con sus pintas. Desde luego, nada que ver con Nina o con la maraquera, pero la melodía añeja de la maestra tenía su punto y, además, por aquel entonces, aún no conocía a ninguna de las otras dos. Era tan joven...
El asunto acabó pronto. En cuanto mi madre percibió mi repentino interés por el vals, cortó la amistad con la profesora y se acabó la canción. Last Waltz. Turn off.
Fueron tiempos duros: tardé mucho en volver a sintonizar. De hecho, no ocurrió nada hasta empezar a trabajar en el ministerio; allí encontré a Nina, mi mujer. Me aburría tanto la vida de chupatintas: era un horror de sitio y de empleo. Hasta que, una mañana, escuché el sonido y descubrí a la primera su método y su ritmo: pom, pom, POM. El sonido era monocorde, empezaba bajito e iba in crescendo hasta estallar en mi cabeza como un trueno. Un sonido de tambor africano, la llamada de la selva. Así es Nina. Su forma de timbrar los documentos, con el tampón, era única y la convirtió a mis ojos en la sacerdotisa de ceremonias iniciáticas. Imposible resistirme a la llamada de lo salvaje: Nina llenaba a rebosar el vaso de mis deseos. Nos casamos poco después, y su partitura puso el marco a nuestras vidas durante unos años.
Pero es lo que tienen los ritos, en cuanto les coges el tranquillo, se vuelven aburridos, y hay que reconocer que tambores y bongós pueden ser muy rallantes, por repetitivos. Muy pronto, necesité otras músicas y empecé a buscarlas. Nina se dio cuenta de lo que pasaba y, desesperada en su afán de retenerme, cambio su cadencia habitual por la murga para ver si así me enganchaba. Eligió mal: las murgas me dan dolor de cabeza y, encima, adolecen de método y no se puede llamar ritmo a la algarabía de su charanga. Resultado: consiguió alentar mis paseos nocturnos; debo agradecerle a mi mujer estas escapadas: me han dado la oportunidad de conocer a mi chica de las maracas.
De momento, no voy a decirle a Nina absolutamente nada: el asunto de la pescadera ya la volvió medio loca, todavía no entiendo a qué vino tanto follón; la culpa fue suya: me enviaba a comprar al mercado. No venían a cuento sus celos: la pescadera era una mujer entrada en años y en carnes; tenía aspecto de matrona. Si me flipé por ella fue porque tenía un gran estilo manejando sus instrumentos de trabajo. Había que ver la energía amenazadora que derrochaba cuando levantaba el machete en el aire y lo dejaba caer con furia sobre la cabeza del pescado: la separaba de un solo tajo, y era admirable la rabia con la que aserraba, más que cortaba, el resto del pez. Aquella mujer emitía unos sonidos tan excitantes: PAM, pam, ras, ras, ras ras. Sin mencionar el subidón que me dio cuando vi cómo le daba lo suyo al pulpo: zas, zas, zas. ¡Qué ritmo! Era sincopado, enérgico, poderoso. Nunca averigüé cuál era porque, la pescadera mosqueada por tanta observación, y escasas compras, supongo que no tardaría en chivarse a su marido. Lo digo porque, de repente, dejó de estar en el puesto y, en su lugar, un tipo grandote blandía un cuchillo en cuanto me veía aparecer y, con cara de pocos amigos mascullaba: «Se van a acabar los besugos, vamos a cortar el bacalao».
Lo peor es que Nina se enteró y fue el motivo de nuestra última gran pelea: estaba totalmente histérica. Llegó a decirme que tenía que ir al psiquiatra y hacerme mirar mis obsesiones. No entiendo la razón por la que diría tal cosa. ¿Qué tiene de obsesivo que me guste el ritmo de las mujeres? Ella es la loca. No sé lo que insinuaba cuando mencionó la brocha tiesa lanzando un líquido pegajoso, una maestra usando un palo a ritmo de vals y una pescadera azotando a un pulpo. ¿Qué intentaba decirme? Hasta aquí hemos llegado. ¿Quiere el divorcio? Pues lo ha conseguido. En este instante, lo único que me importa es la maraquera y no voy a parar hasta conseguir que me conceda una cita.
Volví al club nocturno cada noche y me di cuenta de que mi chica de las maracas miraba con aprensión al rincón oscuro donde me sentaba y que su sonrisa era un poco menos luminosa. Seguramente, su actitud se debía a la expectación que yo le causaba: debía estar impaciente de conocerme. No había manera de saber qué le pasaba realmente: la chica de la batería la acompañaba cada noche hasta el autobús; era imposible hablar con ella a solas.
Decidí cambiar de estrategia. A la noche siguiente, me senté en un rincón distinto, un poco más alejado y todavía más oscuro. Mi chica miró varias veces en dirección al lugar donde me sentaba habitualmente y me pareció que recuperaba el ritmo endiablado de la primera vez y su sonrisa se volvía cada vez más radiante. A la salida del club, la vi despedirse de la batería en la puerta del local. Era ahora o nunca.
Caminé detrás de ella a buen paso y, cuando estaba a punto de alcanzarla, la chica se giró de repente y, lanzó el maletín tachonado de herrajes, en el que guardaba las maracas, igual que lo haría un lanzador de martillo, golpeándome con él en la frente con todas sus fuerzas: BOOOM, el mismo sonido que habría hecho un gong. Y, mientras caía sobre la acera, justo antes de perder el conocimiento, escuché el tintineo de sus tacones corriendo sobre los adoquines: un punteo de xilófono: clim, clim, clim. Ella había cambiado de registro y me obsequiaba con una melodía china. ¡Qué mujer! Todo método, puro ritmo.
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Fantástico articulo. Muy divertido. Me ha gustado mucho
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