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La delicia de vivir como la burguesía madrileña del siglo XIX: el Museo Romántico de Madrid
-La mayor riqueza de Madrid se encuentra encerrada en sus museos-, me confirmó el viandante al que había preguntado la ubicación del Museo Nacional del Romanticismo. Aquel sol de invierno dejaba filtrar una luz que hacía refulgir el azul del cielo. ¿Sería de similar tono el “azul de Madrid”, típico de los lienzos velazqueños? Mientras entablábamos aquel diálogo efímero los coches bajaban calle Martínez Campos abajo, raudos, a rachas, según se cerraban y abrían los semáforos. Junto a la Casa-Museo de Sorolla, visitada en mi caso por tercera, me era impreciso el recorrido hasta llegar al Museo Romántico, así que había obligado a pararse a un viandante que andaba con paso tranquilo, al son de su chiguagua. Aposté un cafetito conmigo misma, por su indumentaria (unos zapatos de piel brillante, unos pantalones de traje beis, una gabardina gruesa) y porque llevaba las manos ocupadas (bajo el brazo izquierdo un periódico y enlazada a su mano derecha la correa del perro), que si aquel individuo no era un gato de pura cepa (sólo le faltaba el cucurucho de papel repleto de porras), y además del barrio, me hacía monja budista. No me equivoqué.
-Perdone, ¿cómo puedo encontrar el Museo Romántico?
- La mayor riqueza de Madrid se encuentra encerrada en sus museos. Los mejores de España, oiga-, me dijo parándose con cierto aire de reproche en la mirada. Es posible que hubiera interrumpido su paseo mañanero con una inoportuna pregunta.
-Sí, pero yo le pregunto por el Museo Romántico-, le contesté con una candorosa sonrisa, medio de perdón, medio de piadosa seducción.
-Si le digo la verdad, señorita, nunca he estado. Y eso que soy de Madrid… Pero ya ve, primero el trabajo y luego que ha estado muchos años cerrado… En fin, me da vergüenza admitirlo. Vamos a ver si enmendamos el entuerto. ¿En qué calle está?
Mientras le indicaba la calle de su dirección, me di cuenta de que el pecado de no conocer la ciudad en que vivimos está más extendido de lo que había creído. Al final los monumentos y museos acaban siendo solo atracciones turísticas y, por aquello de que “siempre están ahí”, los dejamos para luego, un tiempo impreciso que se acaba convirtiendo en eterno, una excusa que nos aleja de la cultura más próxima.
He de reconocer que el madrileño, después de variadas indicaciones sobre el mapa y los impacientes requerimientos a base de ladridos cada vez más agudos y frenéticos de su chiguagua, acabó por desbrozarme el camino sinuoso, a través de avenidas, calles y callejuelas, hasta el Museo Romántico.
Enclavado en un palacio construido en el siglo XVIII en la calle de San Mateo presume de fachada austera, sin distorsiones con respecto a los edificios circundantes, por lo que es preciso armarse de paciencia o encontrar a un madrileño sin muchas prisas para hallarlo sin sufrir demasiado. Esta joya del espíritu del siglo XIX se la debemos al empeño del marqués de la Vega-Inclán, quien lo creó en 1924 y tuvo el acierto de donarlo por completo, construcción y tesoros artísticos expuestos, al estado español. Como curiosidad es interesante conocer que, en medio de esta fiebre turística que sufrimos actualmente, Benigno de la Vega-Inclán podría ser considerado como un gurú del pasado en cuanto a este tema se refiere porque se le ocurrió fundar una Comisaría Regia de Turismo con el fin de promocionar esto que llamamos hoy el “turismo cultural”. Sabia visión la de don Benigno cuya legión de seguidores bien pudieron comenzar a surgir en el ministerio de Fraga de los años 60. Que la colección del marqués acabara convirtiéndose en un museo de carácter nacional da idea de que su proyecto, aunque inusitado para la época, no dejó de tener su coherencia. A veces las ocurrencias más denostadas en su momento triunfan una vez pasadas unas décadas de reposo y reflexión.
El neófito en la visita no espera adentrarse en la sociedad burguesa del convulso siglo XIX español con una experiencia basada en la percepción total, no a través de la muestra imparable y aburrida de objetos en vitrinas. La verdad, se necesitarían para advertir cada detalle de los tesoros que se guardan en él horas y horas de digestión. En un envoltorio palaciego se despliegan las habitaciones de una casona de la alta burguesía madrileña o de cualquier otro lugar de España: la antesala, el fumoir, el salón de música, los dormitorios del marido, la mujer y los hijos, la sala de juegos, la habitación de costura, el comedor… una original forma de exponer lienzos de época, juguetes, mobiliario, miniaturas, dibujos, monedas, estampas, platería y joyas, armas, esculturas, instrumentos musicales, alfombras, cristalería, vajilla. En cualquier rincón, traspasando cualquier puerta, parece que va a recibirte Zorrilla o Larra, que vas a interrumpir el cotilleo de las damas tumbadas en los divanes o quizás te van a invitar a fumar un puro habano mientras los hombres discuten de política o juegan a las cartas. Desde sus paredes te miran a través de sus retratos el duque de Rivas, Isabel II, Carlos Mª Isidro, Carolina Coronado, Mariano José de Larra, el general Prim o José Zorrilla. Y encuentras aquellos lienzos ilustradores de los libros de texto que mirabas, minuto a minuto, en las largas horas de estudio: “Sátira del suicidio romántico”, de José Alenza o “Los poetas contemporáneos”, de Antonio Mª Esquivel. Francisco de Goya, Federico Madrazo, el citado Esquivel o Valeriano Domínguez Bécquer cuentan con obras en este palacio en el que no falta la mesa de billar o una mesa de comedor puesta con la mejor porcelana, bajilla y cubertería del momento.
La mayor riqueza de Madrid se encuentra encerrada en sus museos, es cierto, pero matizaría: no sólo la de Madrid, sino la de nuestro pasado colectivo.
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