Bajo licencia de Creative Commons.
La revolución del clasicismo: Ingres en el Museo del Prado
Mientras los países de Europa se batían a sangre y fuego ante un enemigo común llamado Napoleón, un pintor descollaba en su corte de París al recoger el testigo de su compatriota Jacques Louis David, el viejo artista jacobino convertido a los ideales bonapartistas tras ser el plasmador de la revolución. Como pez en el agua, y a imitación de políticos como Talleyrand o Fouché, David supo adaptarse a la situación navegando en las procelosas aguas imperiales y prolongando el gusto por las grandes historias épicas y mitológicas del clasicismo griego y romano. En realidad, ese gusto por lo clásico no había sucumbido del todo ni siquiera durante el barroquismo del versallesco Luis XIV, ni tampoco con el advenimiento de la revolución y su implacable guillotina. En todo caso, la vuelta a un estilo romano sobrio y austero parecía romper con las altas pelucas de Mª Antonieta, así que las señoras de la nueva clase dirigente tiraron a la basura sus recargados miriñaques y profusos adornos para dar la bienvenida al liberador estilo de túnicas sueltas y brazos al aire.
A pesar del éxito que cosechó David, nunca se le pudo perdonar que votase en favor de la muerte de Luis XVI, y un halo de sospecha le sobrevolaba allá donde campara, más cuando cayó el régimen de Napoléon y se restauró la monarquía borbónica bajo las batutas de los dos hermanos del guillotinado, Luis XVIII y Carlos X. En esta vorágine de transformaciones, como comentábamos, un artista comenzó a despuntar ya en tiempos del pequeño general corso. Su nombre era Jean Auguste Dominique Ingres y dentro de sus ambiciones se encontraba, cómo no, sustituir a David con la hoja de servicios pura, sin tacha. Se iba a dedicar a su pasión, a la pintura y el arte, lejos de los manejos políticos, y dada la situación que se avecinaba para Francia, con reinados efímeros, repúblicas tambaleantes y continuos golpes de estado, sin duda acertó de pleno.
Ingres fue el pintor de cabecera de las cortes europeas durante los tres primeros cuartos del siglo XIX y su dominio sólo sucumbió bajo la piqueta del huracán de la modernidad, cuyas consecuencias demoledoras para el arte –desde su punto de vista- comprobó en vida. Clasicismo y renacimiento: he ahí sus modelos. Cuando se contemplan sus escenas mitológicas o históricas (todavía lo podemos hacer en la exposición monográfica del Museo del Prado) parece que se han congelado en el tiempo. Las figuras son estáticas, desapasionadas, frías. Sus vírgenes y santos, perfectos en su concepción y colores, nos remiten a Rafael, tal es su finísima pincelada, casi ausente a la vista.
Sin embargo, late en Ingres una rebeldía que solo se hace presente en ciertas obras, en ciertos detalles, que parecen nimios pero que abren el pensamiento hacia otros estilos que irrumpirán sin piedad al final de su vida. La posición de La gran odalisca, su cuello, la curva de su espalda, son imposibles, no son reales, solo responden a la pura belleza, a transformar la realidad para agradar el espectador. ¿Y qué me dicen de Ruggiero liberando a Angélica? La cabeza de la protagonista, en este cuadro pintado en 1819, parece caer de un momento a otro de un cuello aparentemente cercenado. En El baño turco, una inmersión en la moda orientalista tan del gusto del colonialismo de la época, un grupo de mujeres desnudas se muestran a un mirón, un voyeur, el propio espectador, que parece observarlas a través de una cerradura. El fisgón, por supuesto, es un hombre y el cuadro quedó relegado a los aposentos de Napoleón III, pero sin duda rompe con la idea de que cualquier desnudo debe tener un motivo, bien sea mitológico o histórico. Carnaza en venta, un prostíbulo que nos remite a Picasso y a sus Señoritas de Avignon.
Como retratista no había otro igual. En este sentido parecía trabajar mejor cuando sus modelos eran masculinos, pues el resultado del retratado es más incisivo, más psicológico, fuera de la blandura de los femeninos, bombones envueltos en ricos envoltorios. Me quedo con Monsieur Bertin, el ambicioso dueño de un periódico, y su posición de triunfador en la vida, con su mirada cargada de personalidad y sus finos labios, apenas una línea, a punto de regalarnos el oído con la narración de sus victorias en el campo del esfuerzo y sus éxitos como editor. Parece salido de una novela de Víctor Hugo o de Gustave Flaubert, el símbolo de la burguesía decimonónica, detentadora del poder.
Ingres, el artista que todo pintor moderno debía combatir, aquel que había inventado el odioso término de academicismo, que había implantado de nuevo el gusto por lo clásico y lo perfecto, cuyos seguidores habían intoxicado los museos con pintura de historia –los llamados pompiers-, según el concepto de los impresionistas, había también puesto su granito de arena para romper un poco el concepto de arte. Pero siempre había que tener un enemigo artístico sobre el que cargar las tintas e Ingres era perfecto. Hoy, sin embargo, le valoramos en su justa medida, en su papel de revolucionario dentro del academicismo más implacable.
- Cuando un votante del PP ve
hace 6 horas 56 mins - Pues a ver si dimiten
hace 21 horas 41 mins - Pero esto no era un invento
hace 1 día 4 horas - Pues yo no lo he escrito
hace 1 día 4 horas - Están rezando para que haya
hace 2 días 2 horas - Cuidado que esta Puri al
hace 3 días 1 hora - En Bejar vamos a la
hace 3 días 1 hora - Qué sentido tiene gastar
hace 3 días 18 horas - Sí, la estación se
hace 3 días 18 horas - 5 de marzo a las 19:50
hace 3 días 19 horas
Enviar un comentario nuevo