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Miguel Hernández, ella y nosotros: el sueño en palabras
“El hombre es un temporal de contradicciones”. Era ésa una de las frases con que ella nos adiestraba en la palabra. “No se percata de su temporalidad”, añadía, para que los alumnos supiéramos que la vida podría verse sólo de paso. Era rubia a lo Marilyn Monroe, iba sobrada de maquillaje y sus ojos azules eran el agua que lamía los arrecifes de coral casi a la puerta de su casa. Se llamaba Digdora, la doctora Alonso para los que no eran de su camada.
En aquellos tiempos de Ideales con mayúsculas, cuando el propio Universo parecía depender de nosotros mismos y la poesía era la manera más elocuente de decir algo trascendente —no para explicar lo que pensábamos sino para expandir la llama que sentíamos inflamándonos el pecho—, ella nos acunaba en sus tertulias con los poemas de un hombre al que le habría entregado la vida a cambio de su muerte: Miguel Hernández.
“La poesía no son palabras bien dispuestas que nos sugieren un sentimiento, ni son el grifo de las lágrimas en versos ni son —les juro que no son— el privilegio de escribir algo que conmueva. La poesía es la palabra de un ser que intenta salvar a los demás”, nos decía, mientras sentíamos el mar sacando sonidos roncos de las piedras, sin poder escapar de sus ojos azules o de la interrogante de qué sería entonces Góngora sino un poeta. Y dejábamos de respirar para no perder de vista el puño que se le cerraba y los labios encarnados que se le abrían para echarnos dentro la semilla:
No soy de un pueblo de bueyes,
que soy de un pueblo que embargan
yacimientos de leones,
desfiladeros de águilas
y cordilleras de toros
con el orgullo en el asta.
Miguel Hernández entraba en nosotros, desplazando la poesía de lo que creíamos que era a cómo realmente era: hombre y palabra. Digdora Alonso, quien hizo con su propia obra un acto de fe y prefirió que llegáramos a ser en tanto ella dejaba de serlo, nos habló del poeta español desde la parte española de su alma. Nos dibujó a Miguel con los colores de la poesía, que según ella eran los de la emoción, y no con los trazos grises de la historia:
“Tenía España un cuajo de constelaciones maduras hablándole desde el cielo. Nada mejor en las madrugadas del pastor que las estrellas. Para creer en algo; para adiestrar al pensamiento que vuela tras el rebaño en la salvación de los obstáculos de los por qué, los cómo inaccesibles y los cuándo sin futuro. Bajo el cielo de Alicante, iba el pastor hacia la más humilde de las grandezas, que es pensar con estrellas en la frente. De las que iluminan… y matan.
Había visto la silueta del toro bravo bajo la encina, resumen de la fuerza en las madrugadas de ladridos; conocía la bondad ambivalente del fuego de calienta las manos en el camino invisible de la noche, en los hogares de cacerolas negras de olvido y en la piel chamuscada de otro hermano muerto. Cargaba la cruz de los que sienten los latidos del corazón del desamparo.
Era Miguel Hernández un chico que soñaba en palabras sus visiones y sabía decirlas en voz alta, para que todos supieran que hasta un solitario pastor podía imaginar un sueño nuevo y levantar bandadas de ilusiones. Era una voz que no tenía sus ecos en los claustros universitarios, en los corrillos de entendidos o en los altares de mando; era una voz imposible de ignorar: la voz multiplicada por los que sin ella también soñaban con un sueño nuevo. Y morían intentando alcanzarlo”.
Nosotros vivíamos entonces esperando el fantasma de la guerra con un arma junto a la cama. Teníamos, y repito que entonces, un lugar para morir de cara al sol, una Majadahonda insular donde Pablo de la Torriente, el Comisario Político del 5to Regimiento, abrigado en su muerte con la casaca de piel de oveja que le regalara Miguel Hernández, nos esperaba en la gloria a sus treinta y cinco. Y allí estaría Miguel, una vez más, para decirnos que la mejor muerte es a los treinta, que es cuando entregarla cuesta tanto, y para declamarnos con el mar de Digdora de fondo:
Pasad ante el cubano generoso,
hombres de su brigada,
con el fusil furioso,
las botas iracundas y la mano crispada.
Miradlo sonriendo a los terrones
y exigiendo venganza bajo sus dientes mudos
a nuestros más floridos batallones
y a sus varones como rayos rudos.
Ante Pablo los días se abstienen ya y no andan.
No temáis que se extinga su sangre sin objeto,
porque éste es de los muertos que crecen y se agrandan
aunque el tiempo devaste su gigante esqueleto.
De aquella manera, era cierto que la vida no terminaría con la muerte. Ni con una muerte como la de Miguel en la ignominia de los calabozos. Estábamos, los poetas que fueron y los que no lo fuimos, atados a una emoción que, en efecto, era la misma que ella nos había definido como la emoción poética. “Es catarsis —decía— y no guarda relación directa con los versos, pero sí con algo que ellos arrancan de la subconsciencia, siempre para bien. Es lo que nos salva”. Y hacía sonar sus pulseras de plata como para pedir la palabra en la tertulia. Y nos acomodábamos bajo las estrellas para escuchar la poesía del chico que soñaba en palabras sus visiones.
Lo veo arar los rastrojos,
y devorar un mendrugo,
y declarar con los ojos
que por qué es carne de yugo.
Me da su arado en el pecho,
y su vida en la garganta,
y sufro viendo el barbecho
tan grande bajo su planta.
¿Quién salvará este chiquillo
menor que un grano de avena?
¿De dónde saldrá el martillo
verdugo de esta cadena?
Que salga del corazón
de los hombres jornaleros,
que antes de ser hombres son
y han sido niños yunteros.
“¿Comprenden?”. Nos preguntaba, mirándonos a los ojos. Uno a uno. “¿Realmente comprenden?”. Repetía al final, antes de volver el rostro para que no viéramos la mirada azul y satisfecha con que nos dejaba en brazos de Miguel Hernández.
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Reynaldo, tú si que parece que comprendiste. Gracias por compartir y divulgar algunas vivencias tan poéticamente expresadas.
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