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Los huracanes, la gente y la felicidad
Vivir bajo la amenaza de los huracanes no es tan fiero como lo pintan, al menos en Cuba. Es cierto que son un grave peligro para las vidas de las personas y que los destrozos que causan suelen ser enormes. No obstante, los huracanes, por allá, son también una especie de híbrido entre vacaciones de bolsillo y emociones ante el peligro que se asumen hasta con alegría, por extraño y paradójico que resulte al oído de los que no las han disfrutado.
En aquella isla tropical hasta las fechas de los acontecimientos históricos se fijan por el paso de los ciclones, lo que puede resultar más increíble aún. En muchas familias, a medida que pasa el tiempo, los recuerdos se refieren asociados a algún huracán. Y mientras más destructor haya sido más fechas de nacimientos, bodas, muertes de seres queridos y cuando sea digno de guardar en la memoria se conserva hasta el infinito con una fecha precisa redondeada por el recuerdo de un vendaval de doscientos kilómetros por hora y lluvias apocalípticas.
Por ejemplo, Fidel Castro no nació en 1926 sino en el año del ciclón del 26 y los padres de mi mejor amigo no se casaron el 1948 sino en el año del ciclón del 48 y la Crisis de los Misiles no fue en Octubre del 1962 sino justo un año antes del ciclón Flora. Y de esto resulta que cada familia cubana conserve en su genealogía, a modo de hitos, varias catástrofes naturales.
Más allá de las fronteras marítimas de la Isla es difícil comprender que el anuncio de un huracán que viene llegando sea recibido como unas vacaciones extraordinarias y una oportunidad para enfrentarse al destino en casa, sin tener que ir al trabajo o al colegio, cocinando a la luz de las velas, tomando ron, haciendo chistes verdes y mirando la ira de la naturaleza por las rendijas.
Hay gente que es así y eso tiene como consecuencia que al mal tiempo se le ponga buena cara, que es lo que los cubanos han hecho desde que triunfara la Revolución en 1959 hasta el presente, algo que en España es imposible ante la perspectiva de más PP por cuatro años ni ante las diferencias de criterios suicidas de todos los que habrían podido hacer algo diferente. Ese escape de la realidad tiene unas siglas en el otro hemisferio: TTM, lo que resume la filosofía de no dejarse provocar ni aplastar por la desgracias.
En definitiva, el único modo de salir indemne de una catástrofe, sea del genero que sea, es la risa, el remedio infalible para todos los males. Pasar un huracán en casa –que dicho de paso es un vocablo de los aborígenes del Caribe– es un hecho que queda para la historia envuelto en una divertida aureola de tensiones de película, que se encaja en el cerebro de la gente en el mismo punto donde encajaba en el paleolítico un Mamut convertido en filetes tras dos días arrojando lanzas, uno enterrando las bajas y una semana de jolgorio. Lo que nos dice a las claras que la felicidad no tiene escenarios más trágicos que los que uno mismo se construye viendo la vida pasar por la cartilla del banco. Por ejemplo. Y que tal vez sea mejor andar caliente aunque se ría la gente; es decir, Tirándolo Todo a Mierda.
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