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Don Quixote en Béxar
Autor: José Francisco Fabián García.
Relato ganador del Premio Literario Casino Obrero de Béjar 2015.
Publicado en http://www.jfranciscofabian.com/literatura.php
Blog de Carmen Cascón: Pinceladas de Historia Bejarana. Fotos de Carmen Cascón. Dibujos seleccionados por Carmen Cascón
*Con este relato ganador del Premio Literario Casino Obrero 2015, cuyo autor es José Francisco Fabián García (dejamos enlace a su página web), queremos hacer nuestro particular homenaje al genio de las letras españolas. Como sabéis es mucha la relación que Béjar, y en concreto sus duques, tuvieron con don Miguel de Cervantes, pues no en vano el nombre de la entonces villa es la primera mencionada en "El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha". A ello le dedicamos dos entradas en su momento que dejo aquí para que refresquéis la memoria. Y si bien la intención primera de don Miguel fue dedicarle a nuestro duque de Béjar, don Alonso, su obra para de él obtener el mecenazgo que tanto ansiaba, al final el resultado no tuvo el resultado apetecido habida cuenta de que el aristócrata hizo oídos sordos y no soltó la mosca de su opulenta bolsa. Y Cervantes quedó tan pobre como siempre, miserable entre los miserables, sin fama, ni éxito, con muchos recuerdos de su aventurera vida pasada en su bagaje y caminos recorridos a lo largo y ancho del reino, mas sin un real con el que regalar sus maltrechos huesos.
El relato ficciona la aparición de un legajo perdido, un capítulo nunca hallado del paso de Don Quijote y Sancho por una conocida villa y sus aventuras en ella...
DON QUIJOTE EN BÉXAR
J. Francisco Fabián
Primer premio del XLVIII Concurso Literario Ateneo Cultural Casino Obrero de Béjar. 2015
Casi nadie conoce (todavía) que rebuscando en la sacristía de la iglesia de San Juan apareció un manuscrito apolillado, polvoriento, algo comido en los bordes por las ratas y
manchado de vino de las vinajeras que había estado perdido mucho tiempo entre anaqueles, cajones y libros de nacimientos, óbitos, matrimonios, testamentos y haberes de las cofradías. Para ser todo cierto, diremos que lo encontró una mujer sin nombre ni peso para la Historia llamada Nuña de Sanchazurra, que hacía las limpiezas, ponía orden y cocinaba con cierta sabiduría al cura de dicha parroquia, el cual, por caridad o por lo que fuera, le pagaba un jornal y daba cobijo y educación al hijo que Nuña había tenido sin marido conocido ni hombre al lado, cosa que tratándose de la asistenta del cura era sobrado motivo para evitar comentarios o tenerlos muy a puerta cerrada.
Por lo visto encontró esta mujer el manuscrito y a pesar de su corto saber, la sobresaltó, primero por el sello que llevaba y luego, por la letra tan ordenada y a compás, que solo podía ser de alguien con sabiduría y por ende, con poder. Todo ello fue motivo de gran pálpito en su corazón. Pero como no sabía leer, hasta que no llegó el cura de darun viático, estuvo con la impaciencia de saber si lo que había encontrado era algo importante y quizá, si mereciera algún premio. Apostada detrás del cura esperó a que éste terminara. “Es del duque”, pronunció con sospechosa desgana, a la vez que se quedaba pensativo como si le suscitara algo en la mente y solo para sí, lo que acababa de leer.
Se trataba de un capítulo del Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha enviado por su autor, relativo a las andanzas de aquél por Béxar y remitido al duque en su momento para que sancionara la oportunidad o no de su publicación, dado que allí se exponía un hecho que en mucho le concernía. Dudando el duque sobre si convenía o no contarlo al vulgo, prestó el manuscrito para consejo al cura de San Juan, licenciado de su confianza y como quiera que éste falleció al poco de un pasmo repentino, (seguro que por la gordura que no le dejaba casi respirar) y ello aconteciera sin haberlo devuelto, el escrito no volvió a su dueño, quedando escondido mientras lo devolvía, como era el encargo del duque. Muerto el cura se buscó por todas partes sin suerte. Murió también el duque y dejó dicho a su hijo lo que había y el mandato de que lo buscara, mas de no haber suerte en ello, trasmitiera a su vez el mismo mandato a sus sucesores hasta que hubiera fortuna para mayor dicha suya o para descanso de las almas de sus antepasados, que a buen seguro por esto (y por alguna cosa más) no habrían descansado, lo que se dice descansado, en el principio de la eternidad que les correspondía. Entendiendo el señor Cervantes que el silencio era por negativa, publicó su obra sin tal parte y así quedó, escondido, hasta dar con ello la tal Nuña de Sanchazurra.
Como sería largo trascribir aquí cuanto allí se decía y leí, más aún sin tener los permisos oportunos para cuando la Historia haga su crónica y su juicio y pensando que esto nunca tuviera luz, quede, escrita y oculta para quien la hallase, esta crónica resumida de lo que componía aquel documento que yo leí, destinado con ello a que haya constancia, se estudie e interprete el paso por esta noble ciudad de aquel hombre insigne o loco, ¡a saber!, para gloria suya y nuestra también. Callaré algunos detalles y sucesos que pudieran dañar a la autoridad y a sus súbditos a juicio de los venideros, ya que los comentarios con el tiempo se ensanchan, deforman e interpretan, pero sobre todo porque no es bueno que lo que no se debe saber se sepa, aunque quede la Historia sin saberlo.
Tampoco es bueno conocer, por si con el tiempo los pareceres cambiaran y fueran otros, que en tal o en cual lugar la gente en tanto y cuanto desvariaba, siendo motivo de risa y mofas sin remedio y tino estos tiempos que algún día, como todos los habidos y por venir, serán objeto de estudio en su diferencia. Contaré pues un resumen del manuscrito por si nunca saliera a la luz lo que en su día leí, y para complemento de la obra del insigne señor Cervantes, que lo quiso, pero las circunstancias le dejaron sin ello, como será comprendido a través de lo aquí relato.
Un almediodia de junio llegó don Quijote al puente de La Malena venido por el camino real, procedente del sur, donde el calor ya por entonces sofocaba.
-Qué frescura la de aquí y qué excelso paisaje éste para la paz de dentro, amigo Sancho -dijo el caballero despojándose del casco, desatándosele a consecuencia el pelo ralo y sudoroso, a la vez que desmontaba del caballo- calmaremos la sed y reposaremos el cuerpo para que contagie al espíritu y sirva de asiento a la forma de obrar, como suele ser menester.
-¿Y la andorga, mi señor, cómo la calmaremos, sabiendo como se sabe, que mal funciona el espíritu ese que cita, si la andorga hace ruido por vacía y a disgusto? Mal percato haré de alguna belleza sin buena comida de por medio- repuso Sancho.
Diéronle en una hacienda cercana de las que hay en el sitio pan, chorizo y una mano de tocino a Sancho, por hospitalidad y porque se acercaron al puente unos jovenzuelos a ver a tan gran caballero como aquel había referido al presentarse y pedir sustento.
Un día después, habiendo hecho noche en el camino a la altura del sitio que nombran el Tranco del Diablo y al que don Quijote se atrevió a desafiar a voces si moraba allí, cayeron por Bexar a eso de la media mañana, cuando el bullicio hacía de la plaza principal un hervidero de gentes por el mercado, por la primavera y porque en esta tierra, cuando cesa el frío que azota y constriñe, los que viven salen como de dentro de la entraña del suelo con ánimo desmedido y el espíritu, ahora sí, comunicador. Alzando la vista a lo alto de la colina que preside a poca distancia el centro de la plaza, sin desmontar aún, pronunció el señor Quijote:
-Allí reside el duque, majestad de estas tierras que hoy nos acogen. Aquí le protege como nadie el insigne don Albín de Valdesangil, del que se dice que redujera a piedra a los cuatro bravos toros de Guisando y a otros más que andan hoy en los campos y las puentes de ciudades.
Cuando Sancho giró la cabeza obligando al burro que montaba a rodearse, tuvo ante sí, con la majestad que dan la altura y lo grande en su cenit, el imponente palacio ducal, dominante en la aguda colina desde donde el duque impartía a la población justicia y lo que le convenía.
Bastó preguntar a un simple matarife que sacrificaba sin piedad a una cordera vieja para saber que el tal don Albín de Valdesangil se hallaba temporalmente a cargo y cuidado del duque, reponiéndose de las heridas, desgarros y torceduras provocadas tras una de sus últimas andanzas en busca de justicia universal.
Enviado a anunciar, costó a Sancho llegar a las puertas del palacio, ya que el burro, de empinado que era en el camino, se negó a la mitad a dar un paso más con él encima y cierto es que para lo que es andar en terrenos empinados, le sobraban a Sancho bastantes carnes. Cuando estuvo delante de los centinelas no pudo hablar sin antes un tiempo de sosiego, por lo que los vigilantes siguieron vigilando hasta que el escudero sosegó del todo y acercándose de nuevo, díjoles: ¡Ya! Don Quijote y Sancho en el Palacio de los Duques.
Podéis ver todos los grabados aquí)
Pidió el duque consejo y referencias al mejor que tenía para estas cosas: un bufoncillo joven todavía, pero avispado como pocos, listo como él solo, tullido sin mucha desdicha particular, pequeño, sabio ya, gracioso y cojo de una cadera, el cual había oído hablar mucho del tal don Quijote y sus andanzas, cantadas en coplas por ciegos y arrieros y sobre todo por la boca de don Albín de Valdesangil, que le veía como espejo y referencia de por vida. Aconsejole que lo recibiera, aunque solo fuera para comprender lo variado que es el proceder del ser humano y de paso para algún divertimento, que lo habría.
Para cuando regresó Sancho, ya estaba don Quijote -sin desmontar el caballo rodeado de bexaranos admirados por su verbo y su entonación y sobre todo por el interior de su relato, que parecía sacado de los mismos libros y aconteceres de la Historia más heroica. Otros, risosos, justo será decirlo, oyendo lo que no era precisable de principio si se trataba del discurso de un sabio, de un cómico disfrazado o mismamente de un chalado que vivía en otro mundo, si es que no era la cosa de todo en conjunto. Pero unos y otros al ver que Sancho llegaba sudoroso diciendo que el duque les recibiría, tornaron en respeto y creyeron de verdad que se trataba del caballero que decía.
Tanto tiempo llevaba metido el duque en pleitos, pendencias propias de su rango y hasta en contiendas con unos y con otros por esto y por aquello que acecha a un señor poderoso y a su temor de perder lo que tiene o para sumar más, que entre el bufón y otros consejeros le recomendaron que le vendría bien recibir al hidalgo caballero de La Mancha para mejor esparcimiento y descanso de su espíritu y sus nervios, todo el día sobresaltados con nuevas noticias que no le dejaban vivir en la paz debida y en el disfrute de tanto como poseía. También, por consejo del bufoncillo, mandó el duque recibir al ingenioso hidalgo con ciertos honores, formando a la entrada parte de su guardia e incluso haciendo sonar trompeta y con anuncio, una vez rebasada la puerta del palacio, cuidando así de no ser visto por súbditos y ser tomado por imbécil, cosa que un gobernante es sabido que debe evitar, aunque en realidad lo fuese, pues el desencanto en el pueblo suele ser muy mala cosa.
Solo quiso desmontar don Quijote ante la presencia del duque, ya que un caballero tal no se humilla sino ante un superior, como manda la norma caballeresca. Desmontó entonces y al tenerlo delante, dejó su lanza a Sancho, éste sí desmontado, posó su escudo en el suelo y arrodillado de una pierna ante el duque, le ofreció su espada.
Retornole el arma el duque a su dueño, lo que en las creencias y estilos del de La Mancha era ratificarle en su misma condición en el territorio del que es señor y dueño.
Don Quijote con los Duques (grabado para la 2ª parte de El Quijote)
De seguido, también con cierta pompa, le llevó a una sala noble, adornada de tapices, alfombras y trofeos con cabezas de animal de cornamenta. Acomodado allí en su sillón, procedió a preguntarle y a escuchar sus relatos y chanzas, que era lo que por indicación de don Francés se deseaba y convenía. Sancho, sinencambio, quedó guardando las bestias a la sombra, reponiéndose con vino en tanto llegaba una pieza de cecina bien curada con la que reponer su ser, descompuesto todavía del viaje. Don Francés le hizo una seña al duque para que no le corrigiera, dijera lo que dijera, pues a los tipos como don Quijote resultaba mejor dejarlos a su albedrío, de forma que enseñaren otros mundos a través del cristal de su mente, para diversión a ratos de los que se encontraran delante, envueltos en la hilaridad de la locura y en otras del reconcomio y la duda, cavilando si después de todo el desvarío no será una ventana incomprendida a otros mundos, dado que la sensatez es buena, pero conlleva en tanto y tanto a grandes sufrimientos. Don Francés llevó enseguida la conversación con preguntas ingeniosas capaces de desatar la imaginación y el verbo del enjuto caballero, que en tono de declamador, en pie y mirando al duque, hablaba retumbando sus palabras en la sala con toda solemnidad. El duque escuchaba a veces con suma atención, a veces con intriga y otras ocultando la risa misma que le producían las exclamaciones y entonaciones con exceso del hidalgo, relatando sus andanzas y la enseñanza que de todo se obtenía, mereciendo ser dichas para beneficio y reflexión de las gentes.
Preguntole también don Quijote al duque si en su tierra era temeroso de malvados
y pillastres, ya que él, como su igual don Albín de Valdesangil, tan conocido en el gremio
de la caballería, estarían a su servicio con tal de que el mal no royera la concordia de las
gentes. Díjole el duque, sabedor de algunas de sus andanzas, que temía de monstruos
que a su poder acechaban.
Tras la audiencia y notándose todos en las tripas que era ya la hora de yantar, llevaron a don Quijote a un comedor donde Sancho esperaba y donde habrían de comer con el bufón y otros allegados, puesto que el duque comía con mujer e hijos aparte. Sirviéronle lo que dicen en esta tierra que es el mejor manjar, no solo para el estómago, sino también para el espíritu de los propios bexaranos, que lo comen con placer y lo presumen y defienden allí donde vayan como lo mejor entre todo lo posible. Al fin y al cabo carne con patatas en caldero, pero bien matizado y hecho con la concentración del amor por lo que se hace, la exacta especia e incluso la leña precisa para alimentar el fuego, produce todo en el alma un regocijo que solo se remata con buena siesta en cama blanda y sin chinches que molesten. Probola don Quijote, que nunca fue tipo de buen comer y animándose, pidió incluso más, para sorpresa de Sancho, que le hacía siempre similar en el comer a un pajarillo. Sancho sin embargo gozó de
cuatro platos, con su pan de hogaza y un buen trozo de chorizo, que le llevaron directamente a reposar al pajar donde rumiaban Rocinante y el bueno de Rucio.
Dispuso el duque que llevaran por la tarde y hospedaran al hidalgo a una villa que ostenta a más o menos una legua, donde sofoca los calores y el ahogo del verano con la tranquilidad del agua y la paz que proporciona el bosque. Allí, por esos días, recomponía su figura don Albín de Valdesangil bajo la custodia de un sanador hasta que estuviera apto para volver a sus tareas. Ningún sitio mejor para don Quijote, que viajó majestuoso en su caballo y recibió reverencias de las mujeres que lavaban a esa hora en el río, al anunciar don Francés que tenían la suerte de ver pasar tan cerca a uno de los más
insignes caballeros andantes que ha conocido la existencia toda. Sancho viajó tendido en un carro, pues no hubo forma de despejarlo de la siesta.
Puntualmente fue avisado don Albín de Valdesangil de la llegada del hidalgo de la Mancha. ¡Gran momento el del encuentro! Don Albín, hombre algo más joven que el Quijote, igual de enjuto, menos alto, también con barba apuntada, nada cana, apareció vendado en parte, algo cojo todavía, brazo en cabestrillo, con armadura a medias por los vendajes, lanza en mano y espada al cinto, montado para la ocasión y pero siempre caballero, apareció, como digo, con la mirada firme y el rostro severo, cual solo podía tener un hombre de aquella dignidad. Don Quijote, por su parte, en su planta conocida. A
la entrada de la villa de recreo, tuvo lugar el encuentro, avanzando frente a frente ambos hidalgos con la pompa propia de unos tales. Desmontaron a la par y tras dejar sus lanzas a los escuderos, abrazaron mutuamente sus cuerpos enjutos sin dificultad, oyéndose el choque metálico de las armaduras. No será exagerar si se dice que nunca tuvo este sitio, se diga lo que se diga, escena de tanta majestad. Nunca. Nunca tampoco, en muchas leguas, estuvieron tan de acuerdo, tan cercanos, tan amigos y tan cómplices dos seres destinados al bien que creen, ni tan contentos de asociarse. Solo Dios esto lo sabe.
Se les vio pasear al caer la tarde en torno al lucido estanque, exaltado y febril todo por la primavera y adornado por el trino de miles de pajarillos que viven allí haciendo del sitio más maravilla. Dos cuerpos parecidos, en animada conversación, deteniéndose a exclamar, brazos en alto, ¡quién sabe por qué y por cuánto de las peripecias vividas!
Con la emoción del encuentro en lo dicho no hemos descrito al singular Gasparín de Campopardo, fiel escudero, como Sancho a don Quijote, de don Albín de Valdesangil.
Era Gasparín ser pequeño, de cara afilada y ojos puntiagudos en la tarea de mirar; barba poco poblada, pero suficiente para hacer bigote y perilla, que le daban oportuna majestad.
Tenía todo el aire que le faltaba a Sancho Panza en la vivacería y el nervio, en la decisión y en el proyecto de todo, aunque quizá no en la filosofía profunda y en el vértigo. Dos maneras, en suma, de vivir tan respetables y complementarias la una como la otra.
Gasparín y Sancho fueron autorizados a vivir al margen de sus señores hasta que les hicieran falta, que de momento no sería. No dejaremos de decir que Gasparín de Campopardo era un perspicaz vividor en todo aquello que hace de la vida emoción y novedad, por eso y porque aún era joven, seguía soltero y apartado por completo de la idea de una esposa, pero dado como nadie a la mujer en todas sus maravillas y precipicios, para el hombre en consecuencia. Por esto precisamente al caer la noche
propuso a Sancho una escapada furtiva a una venta no lejana por el alto de Vallejera
administrada por una mujer bien conocida, de nombre Repa de Picozos, que se hacíallamar por otro sobrenombre no al caso, dando con ello más carácter populoso al lugar.
No sin peros por miedos aceptó Sancho, animado sobre todo por la buena comida que prometía Gasparín y por pagarlo todo de su bolsa. Así, en cuanto supieron del sosiego y la vigilia de sus señores, fatigados de la jornada y del uso apasionado del verbo, que también cansa, partieron en secreto Sancho Panza y Gasparín de Campopardo a lomos del mismo burro, animoso y de buen trote, propiedad de un criado del palacio, para que no se echaran en falta las bestias propias en los corrales.
En la venta, alzada al lado del camino que lleva a los de Béxar al norte, conocían bien de sobra a Gasparín, tratándole con honores para lo que es un sitio de estos. La mejor mesa y la sonrisa de mejor tino de doña Repa de Picozos, una mujer que tenía más leguas en el cuerpo y las espiritualidades que el camino más largo que se conozca, la cual estaba enseñando el oficio a una hija y a su sobrina, ésta última moza esplendorosa que por aquel tiempo y a saber por qué, se hallaba enfadada con Gasparín, centrándose éste en los arrumacos y pendencias de dulce tacto, más con la hija de la Repa.
Hízole una seña Gasparín a doña Repa y tuvieron un aparte en el mostrador. Las miradas de la doña a Sancho mientras escuchaba, decían quién era el objeto de la conversación. “Has de desfogar, Sancho. Lo precisa el espíritu y las carnes, si quieres seguir metiendo más en la andorga y despejar todo lo demás”, le dijo Gasparín a la vuelta, indicando a la sobrina de la Repa, que movía las carnes delanteras y avanzadas por el mostrador incitando a todas las perdiciones posibles y a alguna imposible. No fue fácil convencer a Sancho del dispendio que se le proponía, por temor a contraer bubas perniciosas y llevarlas de recuerdo a su casa. Pero cuando Gasparin se dedicó por minutos a describirle con adornos lo que también Sancho veía e incluso lo que no, levantose el de La Mancha con energía inusitada y tomando un pedazo de pan para el camino, desapareció tras una cortina que daba acceso a la escalera y de ella a los cuartos altos de aquel casón.
Lavaron a Sancho de tantos sudores y roñas entre la tía y la sobrina y cuando estuvo seco y a solas, desnudose Alonsa de Sangusín, que así se llamaba la moza. Fue ante la visión de aquella carne tan prieta, tan rotunda, tan magra y apetitosa, que volcose Sancho sobre ella con denuedo y fornicola toda en gran ánimo y no sin alguna burrería de bufido y aspaviento, mostrando claro el tiempo que hacía de demora en tales acciones celestiales. Desfogado ya, cenó tranquilo y abundante, como le era propio y sintiose feliz para el resto de la noche (y de la vida), ya que es conocido que tales goces, cuando son intensos, provocan en las gentes una grata exaltación del espíritu más personal, por más
que pudieran ser pecado. Son misterio y no tienen remedio las cosas de la entrepierna, cosa que Dios bien sabe y tendrá que perdonar.
Regresaron avanzada ya la noche, casi a punto de la luz del alba, justo cuandolos caballeros ya parecían despertar, madrugadores siempre, como hombres responsables que viven de luz a luz aprovechando el día y para descanso la noche. Debe saberse que a Sancho, el recuerdo y el sabor de Alonsa le había transformado el rostro y el gracejo, tornándole en una paz y a la vez en un fulgor y bien ver la vida que solo las artes del amor son capaces en las personas todas, lo callen o lo digan. Iniciaron el sueño pues cuando el alba despuntaba y en una cuadra que no era el aposento dispuesto, entre los henos y las pajas para el ganado, de manera que no fueran localizados y se les dejara
bien descansar.
Al poco de amanecer y sin probar aún bocado, como mandan los cánones de la caballería, los dos hidalgos fueron al bosque de castaños que sigue al estanque, aún con el gorro de dormir y el camisón blanco, armados de sus espadas, con el fin de profesar ejercicio de armas con el estómago vacío, ya que ha de estarse siempre entrenado, pues el ocio seca los miembros y las ideas que los dirigen.
Llegada la hora pensada, pusiéronse en disposición de partir para Béxar, donde aquel día preciso se celebraba el Corpus Christi, festividad religiosa de la Eucaristía consagrada, de gran solemnidad y empaque, en la que el duque desfilaba a la vista desu pueblo con pompas y poderes. Llamaron gritando don Quijote y don Albín a sus escuderos sin respuesta cuando ya la mañana avanzaba. Movilizaron a criados y sirvientes del palacio creyéndoles raptados hasta que un criado los despertó, pinchándolos con la punta de una horca de madera, enterrados en el heno, cuando procedía a tomar un haz de tal con el que dar alimento a los caballos. Solo así bajaronambos del sueño y entraron en el del malestar que acompaña a las noches de farra y abandono cuando se abre, después, de nuevo el ojo y la cabeza vuelve. Un caballero nunca golpea a su escudero, pero bien lo merecían ambos, aun así recibieron el reproche airado de sus señores, no solo como causantes de la demora, sino también por la facha
que ambos sacaban, todavía extenuados por el sueño profundo interrumpido. Sin que fuera una venganza, sino a fe de despertarlos en verdad, les ataron de los pies y a través de una polea, fueron introducidos una y otra vez de cabeza en el estanque hasta que hubieron recobrado la normalidad y entonces, oportunamente secos, partieron para Béxar sabedores de que no llegarían a la pompa del todo a tiempo.
Béxar era toda fiesta y alborozo, con las gentes puestas de las mejores ropas y alegría, sin mermar por eso de la solemnidad y el rito de la fiesta. Allí llegaron a caballo los hidalgos, enfundados en armaduras, en asno y mula sus escuderos, despuntando sus figuras y abriéndose paso entre la multitud, que les reverenciaba creyentes de que se tratara de nobles caballeros. Situáronse de inicio en punto donde se veía al duque en su carroza y delante, niños con velas y ramos de flores, como significando la bondad del señor que precedían. Quedáronse los hidalgos a caballo mirando a ello y esperando instrucciones si era preciso para incorporarse a la comitiva, puesto que no se hallaban allí solo para mirar.
Entre tanto aparecieron ante ellos, detrás del duque alzado en su carroza descubierta y su sillón, dos salvajes monstruosos, de buena estatura, velludos como de hierba verde, portando gran porra cada uno. Experimentó don Quijote gran sobresalto al ver lo dicho, alzándose Rocinante de manos al mover su dueño con brusquedad la brida. Como quiera que el público agrupado en su entorno se sobresaltara
también del espanto del caballo temiendo su ataque, moviose sin tino ni dirección la multitud inmediata, contagiando de seguido a la multitud vecina y ésta a la más próxima, pues las siguientes a la primera desconocían de dónde y de qué procedía la amenaza. A esto los salvajes levantaron su porra amenazantes por temerosos de que tanta gente alborotada arremetiera contra el duque y su cortejo y contra ellos mismos.
A tal cosa don Quijote, ya de por sí enardecido, alzó su lanza al grito de: ¡¡Valiente Don Albín de Valdesangil, acabemos con los monstruos que amenazan al pueblo y a su señor!! No le dio tiempo a don Albín a contenerle alertándolo de la verdad y por tanto de la cosa de la costumbre que fundamenta a los salvajes, puesto que don Quijote se hallaba ya en camino pisoteando incluso su caballo a varios bexaranos para abrirse paso entre la turba. Viéndole venir el duque de aquella guisa, levantose de su trono, pues de alguien como don Quijote, ahora que le conocía, no podía saberse qué era lo que le
confundía y cuál sería su acción siguiente. Fue así que al levantarse del trono sin aviso, desequilibró a los que le soportaban, perdiendo todos el equilibrio en un primer cae o no cae, que finalmente se consumó con estrépito. Para entonces los salvajes, que eran disfrazados de musgos para todos menos para don Quijote, se hallaban en guardia esperando a que éste les llegara espada en mano.
En tanto, volcado y en tierra de bruces el duque, con su manto y atributos, incitó con ello y por todo lo demás al griterío de las gentes que seguían sin entender lo que pasaba. Algunos, gritando, confundidos, aseguraban de haber vuelto el moro. Otros dijeron del fin del mundo, que es peor. Llegado don Quijote ante los salvajes a la carrera dificultosa de Rocinante entre tanto cuerpo presuroso, dislocado y esparcido, recibiole uno de los salvajes sin contemplaciones blandiendo la gruesa porra que portaba, alcanzando primero al pobre Rocinante, que nada comprendía de nada: ni de los salvajes, ni del duque, ni del Corpus y de lo que allí pintaban él y su dueño. ¡¡Muerte a los monstruos!! ¡¡Muerte sin piedad!!, gritaba el de La Mancha enardecido. ¡Aaay!, se le oyó decir a
continuación cuando uno de sus enemigos asestó la porra con acierto en su cabeza, que
gracias al barboquejo amarrado a la garganta, quedole bandeando a medio lado de la testa, pero con su dueño, valiente, sin ánimo de retroceder.
A todo esto el duque reptando por los suelos, pareciendo un plebeyo más, perdida ya la capa y envuelto en polvareda; la gente corriendo, los niños de la comitiva llorando desorientados, algunos empujados y tumbados, incluso uno se comió una vela; mujeres coléricas a golpes contra hombres aprovechados en el alboroto que les palpaban con denuedo las nalgas y hasta los pechos, como si fueran suyos maritales y con derecho; gente que también aprovechaba para golpear a conocidos enemigos por la retaguardia; sujetos que escupían en caras ajenas sin saberse bien por qué o propinaban garrotazos sin tino ni medida por hacerlo y por placer, quizá como descargas de espíritus atribulados.
Y don Quijote en liza contra los salvajes, buscando la forma de asestarle la espada con lances fallidos al viento. Por su parte, don Albín de Valdesangil, confundido con don Quijote por la turba en el jaleo, fue tomado por el cuello con ánimo de ahogarle, pareciendo entre las manos de un tejedor malhumorado más un muñeco de trapo que el caballero andante que era. Sancho, asustado, negó por cuatro veces conocer a don Quijote y así salvó el pellejo agarrado con las dos manos a una columna de piedra. De Gasparín de Campopardo no se tuvo noticias en todo el tumulto, pero a buen seguro
que no estuvo en nada bueno, porque al día siguiente escondía arañazos en la faz, un brazo dislocado y un andar que no era el de todos los días. En fin, una tragedia en la queno hubo muertos de capón, más sí muchos heridos, entre ellos el duque, al que entre otros daños le fueron arrebatados dos anillos, pisoteada y rasgada la capa, dado de patadas y otros actos en el suelo sin saberse por quién, ni a qué razón ello obedecía. Y sus hijas, de las que dicen que fueron besadas y lamidas a traición por varios, si es que no fueron también manoseadas por debajo de la enagua, como más de uno aseguró haber visto durante el momento de más la locura, en el que no se sabía bien quién era
quién ni cuales sus manos. La esposa del duque fue arrastrada por los pelos largo trecho sin que valieran de nada sus gritos y la exposición precipitada de su título, cosa que tal vez en momentos de tanto desatino, en lugar de beneficiarla, perjudicola.
Don Quijote y don Albín de Valdesangil, ambos maltrechos, pero no por ello menos tiesos en sus figuras, fueron rescatados antes de que fuera tarde por dos criados a cargo del bufón don Francés, que por pequeño de estatura, salvó de todo metido debajo de las andas procesionales, poniendo buen punto para sus crónicas, de las que vivió con otras ocurrencias años después en la corte del rey.
No hará falta decir que, repuesto don Quijote de los golpes y las heridas, fue aconsejado a abandonar esta tierra, emprendiendo camino de regreso a La Mancha a buscar descanso. “Como ves, amigo Sancho, tiene riesgos ser valiente; las heridas son dolor primero, pero enseguida se convierten en la honra del buen caballero”, díjole pasando de nuevo por La Malena. “Sí, vuesa merced, seguro que sí”, replicó Sancho por no desmerecer sin respuesta, enfangado en el recuerdo de los muslos de Alonsa de
Sangusín, como le hubiera pasado a cualquier hombre, pues de esa pasta los machos todos estamos hechos.
Esto aconteció sólo en resumen en aquellas fechas y parecido lo escribió el señor Cervantes. Yo lo pude haber callado, más no lo hice, sabedor de que la obra de tan gran escritor mejor será completa que incompleta en sus informaciones, aunque esto sea de mi puño y no de su letra. Que la esencia, que es lo que cuenta, al menos se conozca y se sepa.
Valdesangil, agosto 2015
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