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La democracia ni se crea ni se destruye, se transforma
La democracia, como todo en este mundo, no se crea ni se destruye, se transforma. La Ley de la Conservación de la Materia es infalible. Podría parecer que la democracia escapa a esa certeza científica al ser inmaterial. Error. No lo es, porque a la larga no es más que un concepto de convivencia desarrollado por seres humanos. Y en éstos no sólo se transforma lo material sino también la más importante creación de la naturaleza: el pensamiento.
La democracia, que es una noción relativamente reciente, fue, sigue siendo y será donde aún no existe, un fruto avanzando de la transformación de los seres humanos, las relaciones entre ellos y el medio donde habitan. Etimológicamente significa “poder del pueblo”, aunque no haya llegado a esa fase porque sus propios principios aún no han rebasado, en sus constantes transformaciones, algunos restos del feudalismo. La democracia se encuentra en un punto crítico de su desarrollo y le queda un espacio por recorrer hasta que llegue a ser lo dicen las enciclopedias.
“Poder el pueblo” es otro sistema social que surgió en la esclavitud, aunque no favoreció a los hombres en general sino a los que creyeron representarlo y a los que recibieron los beneficios de esa representación y llegaron a ser los reyes que todavía vemos hoy. Pero facilitó un cambio de cualidad de un régimen social esclavista a otro tan funesto como la sociedad feudal, donde la palabra del pueblo desapareció sobre las alfombras de la nobleza y reapareció cuando fue vuelta a pronunciar en Francia con el silbido de la guillotina de fondo.
No obstante, esa formación económico-social de una casta de gente que tenía la sangre azul sólo para diferenciarse de la plebe de sangre roja, sigue coexistiendo con la democracia, como el esclavismo con el feudalismo. O sea, la democracia no ha llegado aún a campo abierto y carga con la reminiscencia feudal de señores mandamás y siervos obedientes dentro del esquema mental de un modo diferente de gobernar. Repito: esquema.
La democracia, en este primer cuarto del siglo XXI, podría definirse como un sistema progresista inmerso en las contradicciones que afloran por la necesidad de su desarrollo según los cambios que se producen dentro de ella. Entre esos cambios, en el que juega un papel crucial la globalización producto del desarrollo tecnológico se encuentran:
- La división de la sociedad entre los que lo tienen todo y gobiernan desde su influencia económica a los que a su vez gobiernan democráticamente para una parte sus propias sociedades y no para el conjunto de ellas.
-El papel de los ciudadanos libres como instrumentos de trabajo para la creación de productos comercializables y, a la vez, el de ser los consumidores de lo mismo que producen. Lo uno depende de lo otro. Y esa dualidad, creadora de un nivel de bienestar, medianamente suficiente para las poblaciones de los países más desarrollados, empuja al olvido a los que producen dejando su vida en ello, domesticados por su plato de lentejas. Salvando la diferencia del salario y de un modo de vida aceptable en general, ése papel social sigue siendo muy similar al de los esclavos de Roma o al de los siervos de las monarquías europeas: trabajar para enriquecer a otros.
Pero, ya hemos dicho que la democracia no se proyecta aún hacia su propio significado y que particularmente aquí, en la España de los Borbones y de la Unión Europea, padece de ciertas herencias que lejos de beneficiarla, la perjudican. Poniendo éstas a un lado, podríamos hablar de otros defectos que no hay que irse de viaje al pasado para comprender y que podemos ver mejor cuando miramos a Béjar por la ventana, una ciudad en decadencia donde hay siete maneras diferentes de interpretar la democracia.
No es posible decir, por no ser cierto, todos la ciudadanos piensen igual; pero sí es posible decir que en un pueblo que anda por los catorce y pico mil habitantes --si es que acaso aún existe el pico--; en una ciudad en la que no hay nada, o demasiado poco que genere riquezas y donde el trabajar es una meta tan importante como la de ir al cielo después de la muerte, los problemas no son un secreto sino una verdad a viva voz. No obstante, aún así, hay siete grupos políticos y una sola verdad con la que los siete están de acuerdo. ¿Los siete contra Tebas?
Es algo medio sobrenatural que estando todos de acuerdo en lo que es necesario hacer, cada uno tire la sardina sobre su propia brasa y que cada cual crea tener las soluciones de los graves problemas que están llevando contra las cuerdas a los gobernados. ¿Cómo explicar que un mismo problema tenga siete soluciones diferentes? Pues, sencillamente, no se explica porque todos ellos conocen los problemas que les atañen. ¿Cómo explicar que cada cuatro años los asuntos importantes que intentó atajar un gobierno local dejen de serlo para el que le sigue o lo sigan, siendo pero abordándolos, por principio, de una manera completamente opuesta?
De esto podría deducirse que, además de trabajo, a la gente le hace falta saber hacia dónde va la comunidad en que vive. Está bien que todos tengan ideas maravillosas y que realmente sean buenas, lo que no se pude permitir la democracia que representa un grupo ínfimo de catorce mil personas es cambiarlo todo cada cuatro años para mostrar las diferencias con el anterior o el que podría ser el siguiente.
En esto último hay dos cosas que aún no existen en la democracia tal como la conocemos hoy y que parecen esenciales, ambas dentro del criterio de que las manifestaciones de la “rivalidad política”, resultan perniciosas para armonía social.
La primera es que la democracia imperfecta que tenemos debiera tener un mecanismo que fije el rumbo, de una ciudad o de un país, de una manera científica y consensuada con toda la sociedad. Por Ley democráticamente aprobada. Y ya podrán llegar partidos, que ninguno tendría las prerrogativas para cambiar ese rumbo. Resulta descabellado el vira y torna, el columpio que lleva los temas de la vida colectiva arriba y abajo según la interpretación de cada grupo de poder. Lo que es, es y lo que no es, no es. Y eso habría que dejarlo claro para que las campañas electorales sean para demostrar las capacidades de los aspirantes y sus cualidades para concentrarse y avanzar por la senda del bienestar de la población como asunto prioritario y no convertirlas en un carnaval. Y ya eso tendría que ver algo más con el “gobierno del pueblo”, que aún no es la traducción correcta de la palabra democracia.
La segunda cosa esencial sería que también existiera una Ley de Partidos y una Constitución que la respalde, que impida, que destierre la obligación que tiene todo el que aspira a tomar en sus manos los destinos de una población de hacer valer la conveniencia de su elección enjuiciando a los demás y destacando su perfección.
Esa especie de “Sálvame” a base de hablar todos la vez y de poner al desnudo las intimidades de terceros; esa filosofía de llamar la atención con carteles y consignas promovidas con dinero público, no deja de ser un “pasen señores pasen” que dista bastante del “gobierno del pueblo” y ofrece el lamentable espectáculo de un todo contra todos enfrascados una batalla en la que no hay una ética para ganar y que se convierte un anuncio comercial al tratar de demostrar que “mis cualidades son las que usted necesita”, como si se estuviera vendiendo la felicidad dentro de una botella de Coca-Cola o anunciando la mejor pasta dental. Tendría que ser, indica la lógica, algo más serios los métodos para elegir y entregar a personas la responsabilidad de gobernarnos. No vale aquello de ¡Para alcaldeeee… Marcelinoooo. Prueba y compara!”.
Tal vez sería preferible, con apoyo de la misma nueva Ley de Partidos del párrafo anterior, que se destierre el circo por superficial. Y que para la elección de los candidatos a gobernar sólo sea necesario su currículo y los documentos que certifiquen sus capacidades. Es lo que importa, lo demás es paja y una inyección intravenosa de rivalidades en la ciudadanía, a la que la polarizan sin sentido alguno, además de condicionan el voto al que más dinero público invierta. Repito: público.
La propia Ley del párrafo anterior al anterior, podría propiciar otro resultado positivo: desarrollar al máximo la imagen del servidor público y evitar, con ciertas regulaciones, que la política pueda ser tomada como una profesión. El profesionialismo en la política es hoy una buena carrera que no exige spasar por la universidad. Es mejor que ser médico o ingeniero de telecomunicaciones. Los profesionales de la política terminan preocupándose más por conservarse dentro de las ramas del árbol frondoso del poder que de gobernar sabiamente. Y la razón, aunque no sean todas exactamente iguales, radica en el interés de cualquiera por un buen trabajo y por la remuneración que logra obtener cobrando bien, pero muy bien, por todos sus servicios públicos en más de un puesto de responsabilidad política.
Ninguna dedicación absoluta a una profesión, por importante que sea, permite ganar la “pasta” con la que se unta el interés de muchos políticos por servir a su pueblo. Entonces, si volvemos a la Ley tres párrafos más atrás. Veremos que también, además de contener el oportunismo inherente a la profesión de gobernar y la llegada de delincuentes al Gobierno, habría que pensar incluir en ella una cláusula que indique el derecho de los políticos a recibir un salario decoroso, uno solo, por el servicio público para el que fuera elegido y por todas las responsabilidades durante el período de su ejercicio y que, mientras éste dure, no tendrá opción alguna de participar en ningún otro tipo de actividad lucrativa, que sus cuentas bancarias estarán selladas hasta que deje su cargo o sus cargos y que cualquier violación de esa disposición lo pondría de patitas en la calle. Y ya veremos como la política crea verdaderos servidores y la democracia, el “poder del pueblo”, avanza un paso más.
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