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Buñuelos para la mala suerte
No podía decirse que Maricarmen H. hubiera tenido mala suerte en la vida, pero tampoco la había tenido buena. Ahora, por fin, casi cincuenta años después estaba a punto de cambiarle; la tenía delante en forma de un billete de lotería primitiva, cuyos números de la segunda columna coincidían exactamente con los que aparecían en el teletexto de la tele, su fuente de información para estas cosas. Le latía el corazón sin control como probablemente no le había latido desde el día que se puso delante de su padre para decirle que tenía que casarse, porque estaba embarazada con solo 19 años. Desde entonces y a pesar de mucha vida ya, no recordaba que su corazón hubiera latido tan fuerte.
Suerte, lo que se dice suerte, no había tenido nunca Maricarmen. Ella lo sabía, pero se consolaba pensando que otros estaban peor y que eso sí era vivir mal, sobre todo cuando veía por la televisión guerras, terremotos, las inundaciones o los que se hundían en el mar huyendo de sufrimientos. Tener suerte para ella hubiera sido, por ejemplo, empezar la vida llamándose Estefanía, Marina o Yolanda; que la nombraran por esos nombres y verlo ella misma cada vez que sacara el carnet de identidad. También lo hubiera sido haber estudiado para maestra de niños pequeños. Y enseñarles esas cosas que se aprenden para siempre en la infancia, como es a leer, a contar o a dividir… Hubiera sido también suerte nacer alta y con buena planta y llevar esos sombreros que llevan las gentes famosas inglesas en las ceremonias de alto copete, según lo que veía en el Hola cuando estaba debajo del secador en la peluquería. Y, sobre todo, poder ir más veces de las que había ido a Benidorm. Ni Paris, ni Roma, ni New York, ni nada: Benidorm, los cuatro o cinco meses que dura allí el verano, en un buen apartamento que diera a la playa, para bajar cuando quisiera o para hacer la comida con un buen ventanal viendo todo aquel gentío que tanto la estimulaba. Incluso suerte hubiera sido tener un marido con nombre bonito, como Alberto, Rodrigo o Germán, y no Gedeón Benítez, como era el de su esposo. Vaya un nombre. Pero, antes de saber su nombre, Gedeón le había empezado a gustar mucho en las discotecas de su juventud y cuando lo supo ya era tarde, ya se había medio enamorado. Desanimarse por el nombre le pareció que era una tontería, algo que solucionó llamándole Titi, que no venía a cuento, pero como era delgado, nervioso y un poco tirillas, a ella le gustaba porque le definía y en cierto modo le era íntimo.
No podía decir que con sus dos hijas hubiera tenido propiamente mala suerte, pero habría preferido que fueran más cariñosas, que la llamaran más por teléfono contándoles sus vidas, que le pidieran alguna vez consejo y que no se hubieran ido tan pronto a Madrid. Y ya puesta a desear, que no se hubieran hecho esos tatuajes tan feos en la espalda y en la rabadilla, y menos aún que la pequeña tuviera aquella cosa metálica con dos bolitas colgando de la nariz, que parecía que se le estaban saliendo los mocos a todas horas.
Se había pasado toda la vida, desde que a los 17 vino del pueblo, en la ciudad, como decía ella, “limpiando la mierda de otros” y sin tiempo para mucho más, porque su padre había caído enfermo crónico y la pensión de inutilidad no daba para mucho a su madre y a sus hermanos más pequeños, que eran unos cuantos. Algunas veces se preguntaba si no habría servido para algo más valioso en el caso de darse la oportunidad. Pero no sabía responderse, además ya no tenía remedio y eso era también para ella en cierto modo poca buena suerte.
Nada más ver en el teletexto la coincidencia de los números con su boleto, había llamado a su marido al taller y le había dicho que tenía que ir a casa inmediatamente, que lo dejara todo, que saliera corriendo, pero sin asustarse. Él había dicho una mentira al encargado y se había puesto en camino con la mitad del ánimo impaciente y la otra mitad con enfado comprimido, por si era una bobada y le había hecho salirse del trabajo así como así.
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